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E60-Peste azul

Apolo siguió a Mateo hasta la entrada exterior de la mazmorra; esta no era la única entrada a la misma, pero era la mejor entrada para transportar los muebles pesados al interior de la mazmorra, por lo cual era un buen lugar para que los conductores vayan colocando los ataúdes. Cuando los conductores terminaran la tarea, ya con más tiempo, sería fácil para los criados ir transportando los ataúdes a su interior, incluso se había construido una rampa improvisada con tablones para hacer las cosas más sencillas.

Al llegar, Apolo notó de inmediato que los conductores seguían bajando los ataúdes de sus carruajes, pero sus criados solo observaban desde la distancia.

—¡Se puede saber qué mierda está pasando acá!—Gritó Apolo con tono autoritario.

—¡No queremos morir, eso pasa!—Contestó uno de los criados con enojo.

Al escuchar la contestación altiva por parte de uno de sus criados, Apolo apretó fuertemente su puño y forzó una sonrisa en su rostro mientras se murmuraba para sí mismo:

—No, Apolito, no, si lo haces perderemos mucho tiempo buscando nuevos criados.

Al escuchar el murmullo de su señor, Mateo rápidamente explicó la situación antes de que las cosas se pusieran feas; bien sabía que este no seguía siendo el Apolo esquelético de antaño y en su lugar ahora mismo Apolo era un mini-gigante de dos metros que fue entrenado como una máquina de guerra desde que nació: realmente podía terminar matando a todos los criados si se le aflojaba algún tornillo por lo que era mejor no hacerlo enojar más de la cuenta.

—Los criados temen transportar los cadáveres al interior de la mazmorra, mi señor.

—Pero ellos ya hicieron esto hace no más de un día y llevan más de una semana transportando muertos—Dijo Apolo mirando a los criados con enojo como si fuera una banda de haraganes—¿Por qué mierda se les ocurrió detenerse ahora?

Mateo se acercó a Apolo y le susurró en el oído:

—Muchos de estos cadáveres tienen síntomas de morir por peste azul.

—¡Oh!... qué cagada... qué pequeño... gran detalle… Digo problema—Murmuró pausadamente Apolo perdiendo su enojo y mirando con consternación a los conductores trabajando.

Apolo se acercó al joven conductor principal con el cual había hablado hace no mucho, actualmente el joven se encontraba sentado en un ataúd comiendo la comida que le habían preparado sus criados, al parecer el conductor ya había terminado de vaciar el contenido de su carruaje y ahora mismo se encontraba descansando.

—Muchacho, le puedes explicar a mis criados porque no hay que temerle a los cadáveres—Comentó Apolo con una sonrisa de abuelo amoroso.

—Claro, por usted cualquier cosa, señor, de paso nos vendría bien unas manos extras para bajar los ataúdes—Dijo el joven poniéndose de pie para acercarse a los criados—Los muertos por peste azul no contagian la enfermedad: la misma muere cuando muere la víctima y la verdadera culpable de la transmisión de la enfermedad son las ratas de la ciudad.

—No te creo un carajo, muchacho—Respondió uno de los criados.

—Escucha, ¿por qué te mentiría alguien que lo has visto con tus propios ojos transportando los cadáveres hace unos minutos?—Preguntó Apolo mirando al criado que acababa de hablar como si fuera un idiota.

—Bueno, tiene razón, probablemente el chico no esté queriendo mentirnos intencionalmente...—Contestó el criado mirando a los conductores con pena—Pero estoy seguro de que lo que están haciendo los conductores es un error, fueron engañados por las personas que los contrataron. Esas cosas les pasan a los idiotas desesperados por unos pocos cristales.

—¡Estos jóvenes fueron contratados por un ministro bajo el mando del emperador!—Gritó Apolo agitando sus manos con enojo—No fueron contratados por un mercenario de cuarta o un cantinero borracho, ¿acaso piensas que el emperador mandaría a su propia gente a morir engañándolos de tal cruel manera?

—No sé...—Comentó el criado con dudas.

—¡Yo mismo te estoy diciendo que no se contagia la peste azul por tocar un cadáver, es de público conocimiento!—Gritó Apolo con enojo—¿Acaso no le crees a la palabra de tu señor?

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—Yo… Esto… ¡Es que es mi vida, señor!, ¡Tengo hijos que alimentar, sepa entender mis preocupaciones!—Respondió el criado mientras unas gotas de sudor comenzaban a manchar su rostro, mirando cómo el resto de criados se habían quedado en silencio dejándolo a él de chivo expiatorio.

—Está bien, es entendible que cómo padre quieras cuidarte...—Dijo Apolo con calma poniendo aún más nervioso al criado—Si te contagiaras de peste azul sería una tragedia para tu familia: de seguro tus hijos tendrían que salir a trabajar en un trabajo poco digno de mencionar. Y como olvidarse de tu mujer, la cual se vería obligada a prostituirse por los callejones de la ciudad hasta morir en manos de algún borracho mal parido. Ni hablar de lo que le pasaría a tus hijos más jóvenes, de seguro serían abandonados para morir de hambre en las calles de la ciudad por sus propios hermanos mayores, solo para que ellos puedan aumentar su porción de comida y así lograr sobrevivir a su cruel infancia. Realmente sería una gran tragedia que murieras de peste azul, pero justamente tu señor es consciente de todo eso y es por eso que te digo que deberías estar tranquilo y creerme; ya que yo jamás te haría sufrir semejante tragedia. Así que repite mis siguientes palabras: «la peste azul no la contagian los muertos».

—La… La pe-peste azul… no la con-contagian... los mu-muertos—Tartamudeó el criado para nada convencido de las palabras de Apolo, mientras un sudor frío como hielo comenzaba a manchar su espalda, mirando a sus costados buscando apoyo, pero el resto de criados huían de su mirada como si llevara la peste encima.

—Bien, ahora ve a acomodar ese ataúd de haya—Dijo Apolo con una sonrisa amable, señalando un ataúd en uno de los carruajes.

—Esto… yo… No me animo, señor: ¡Simplemente no puedo hacerlo!, ¡No me obligue a hacerlo por favor, se los suplico por mis hijos! ¡Mi esposa está embarazada y si yo me contagiara ahora nadie podría llevarle comida a mi familia!—Gritó el criado desesperadamente, mientras unas lágrimas salían de sus ojos y miraba con el rostro suplicante a sus compañeros de trabajo a su costado buscando su ayuda, pero el resto de criados lo ignoraron cruelmente como si se tratase de un fantasma.

—Tranquilo, tranquilo: yo jamás te obligaría a nada…—Tranquilizó Apolo acercándose al criado para ponerse justo al frente de él, mientras bajaba su cabeza para mirarlo fijamente a los ojos y le palmeaba el hombro suavemente como si se tratase de un niño—Pero se ve que no entendiste nada de lo que te estoy diciendo, así que te lo voy a demostrar yo mismo. Porque en mi familia las cosas siempre se hacen dando el ejemplo y como diría el abuelo: «Un general tiene que liderar el ejército desde el frente»

Tras decir eso Apolo se dio la vuelta y agarró el primer ataúd que se cruzó, de un manotazo mandó a volar la tapa del ataúd dejando atónito a todos los presentes con la fuerza inhumana que tenía. Dentro del ataúd podía verse el cadáver de una niña durmiendo en un lecho de pétalos de rosas tan rojas como la sangre. La niña estaba muy finamente vestida con un vestidito blanco bordado con pétalos de color rosa. Pese a su encantador atuendo, lo más llamativo de la niña es que en los alrededores de sus ojos tenían dos grandes ojeras de color azul increíblemente bonitas y su piel era extremadamente pálida remarcando lo azulado de sus labios. Toda esta belleza en realidad engañaba el cruel destino que padeció la niña, puesto que estos eran los síntomas de que fue atormentada por mucho tiempo por la peste azul, hasta finalmente sucumbir ante la muerte. El cadáver de la niña no estaba para nada descompuesto por lo que parecería que murió hace no más de una semana, e incluso Apolo podía oler el perfume liberado por los pétalos de rosas que habían usado sus familiares para rellenar el ataúd junto a la niña.

Sin el menor de los respetos, Apolo agarró el cadáver de la niña de su pelo y levantó la mitad de su cuerpo para ponerla mirando a los criados.

—Haber muchacha, repite detrás de mí: «La peste azul no la contagian los muertos»—Comentó Apolo con una sonrisa de oreja a oreja. Inmediatamente, Apolo tomó la cabeza de la niña desde la quijada y comenzó a mover la boca de la niña, mientras cambiaba su voz a una más femenina y decía:

—«La peste azul no la contagian los muertos», yo morí por las malvadas ratas. Así que háganle caso a mi amigo: Apolito y llévenme a descansar a la cómoda mazmorra.

Sin importarle la mirada atónita de todos los presentes, Apolo dejó caer en el ataúd el cadáver de la niña sin cuidado alguno. Con pasos firmes, imponiendo su aura de autoridad, el joven noble se acercó hasta ponerse justo delante del criado con el que venía hablando. Acto seguido, Apolo bajó la cabeza para mirar fijamente los incrédulos ojos del criado y dijo con autoridad las siguientes palabras:

—Y qué te parece, ¿ahora me crees que la peste azul no la contagian los muertos?. Tú y todos los demás, más vale que hagan correctamente su trabajo o si no simplemente esperen a que los conductores terminen de trabajar, váyanse de mi estancia con ellos y ¡Busquen otro puto trabajo!

Tras decir eso Apolo se dio la vuelta y regresó al lado de Mateo para mirar en silencio como los criados lentamente comenzaban ayudar a bajar los ataúdes de los carruajes. Cuando Apolo finalmente se percató de que todos los criados estaban trabajando nuevamente, el joven noble reanudó su marcha a la mansión para continuar sus tareas.

Mientras tanto Mateo miraba con complicidad como su padre se había quedado callado durante todo el discurso del joven noble y pasivamente observaba desde la distancia como todos los criados a su cargo trabajaban. El hombre observó con incredulidad como su padre estaba tan recto como un roble y tan serio como los difuntos que estaban moviendo los criados, simplemente inmóvil: sin mostrar la mínima pizca de duda o arrepentimiento. No obstante, a Mateo se le estaba haciendo imposible seguir controlándose para no decirle la cruel verdad a todas estas personas: ¡Apolo era el único que no le importaba contagiarse de peste azul en esta mansión!