Mientras todos los criados iban y venían por los pasillos del castillo buscando desesperadamente al joven señor, dos personas se encontraban mirándose fijamente en silencio en una gran sala del castillo.
Una de las personas en el salón era joven, pero su cuerpo era tan flaco y marchito que parecía que solo le quedaban unos pocos días de vida. Su pelo era negro como sus ojos y lo más destacable de su no tan bello rostro era una nariz inusualmente puntiaguda. A pesar de que el rostro del muchacho no era encantador, la ropa noble que portaba distinguía su estatus entre los criados del castillo.
Pese a portar las ropas que un noble usaría, el joven no portaba aretes, ni colgantes, ni ningún accesorio salvo por dos inusuales anillos que estaban colocados en sus manos esqueléticas. Uno de los anillos era dorado y tenía inscripto en su superficie una persona extendiendo los brazos al cielo, como si buscara abrazar al sol. Mientras que el otro anillo chocaba con las ropas nobles del joven, ya que la baratija era de bronce y se encontraba bastante oxidada, para colmo no tenía ninguna inscripción en particular y por el estado descuidado del mismo parecería más el anillo de algún comerciante desafortunado, que el anillo que portaría alguien de alta cuna.
Por su parte, la otra persona en el salón se encontraba sentada en una gran silla, observando fijamente al joven. A primera vista sería difícil decir que la persona en la silla era un ser humano, ya que la misma era dos veces más grande que una persona común; sin embargo, sus rasgos faciales, cuerpo y actitud eran idénticas a la de cualquier ser humano normal.
El pelo del hombre sentado era escaso y blanco como la nieve, demarcando su edad avanzada, no obstante su físico musculoso y sus ojos negros penetrantes, hacían parecer que al viejo le quedaban muchos años por delante, completamente contrastando con la imagen del joven moribundo que tenía al frente. No obstante, sus ropas nobles y el anillo de oro, exactamente idéntico al que portaba el joven al frente de él, indicaba que estas dos personas mirándose fijamente tenían cierto grado de parentesco.
Las dos personas siguieron mirándose fijamente en silencio por unos buenos minutos, como si no supieran qué decirse el uno al otro, o tal vez si supieran, pero no encontraban las palabras para expresarse en este momento.
Finalmente, tras unos largos e incómodos minutos, el viejo perdió la paciencia y rompió el silencio:
—¿Entonces viniste a despedirte nuevamente, Apolo? Creí haberme despedido en la fiesta de anoche.
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—No vine a despedirme…—Respondió el joven moribundo con una voz algo rasposa, arrastrando cada palabra, como si no estuviera acostumbrado a hablar mucho con los demás.
—¿Entonces a qué has venido?—Preguntó el anciano con algo de preocupación—¿No deberías estar en el carruaje revisando tus pertenencias? Recuerda que el viaje a la capital es largo y no volverás en mucho tiempo. Si te olvidas de algo, solo podrás arrepentirte.
—Abuelo… Vine a hablarte justamente porque no quiero irme—Respondió Apolo con algo de esfuerzo mientras frotaba el anillo de bronce en su mano—Acá estoy cómodo, vivo bien. No hay motivos para irme de esta casa y sufrir ese largo viaje.
Al escuchar al joven, el viejo se desparramó sobre la gran silla y frotándose su cara con su mano susurró con cansancio:
—Los motivos sobran, Apolo…
Viendo la expresión abatida de su abuelo, Apolo insistió con un tono de voz más alto, buscando convencer al viejo:
—No tiene ningún sentido que me vaya a la capital a vivir mejor si acá vivo perfectamente bien. Para qué perder tanto tiempo de mi vida con un viaje, cuando acá tengo todo lo que necesito…
No obstante, el viejo parecía ignorar lo que el joven estaba diciendo y en su lugar seguía frotándose el rostro con su mano. Al sentirse ignorado, Apolo levantó aún más su tono de voz y desgarrándose en llantos dijo:
—¡Además, en la capital ustedes no estarían!, ¡Los extrañaría: no puedo vivir sin la compañía de mi familia! ¡No me hagas esto, abuelo, te lo suplico!
—Ambos sabemos que eso es mentira, Apolo…—Comentó su abuelo con una sonrisa triste mientras miraba como su nieto se arrodillaba en el piso para llorar desconsoladamente.
—¡Pero es verdad!, ¡Ustedes son toda la familia que tengo!— Gritó Apolo, mezclando sus llantos con enojo, al sentir que esta charla no estaba resultando como lo había planeado.
—Ja, ja, ja… No sabes como me alegra oírte decir que aún recuerdas que somos tu familia, muchacho…—Comentó entre risas el viejo descaradamente, sin tener una pizca de compasión por el joven arrodillado llorando en el piso— Y me alegraría aún más si eso fuera cierto. Pero parece ser que estás más interesado en el bosque en los alrededores del castillo que en tu familia.
Al escuchar el asunto del bosque, Apolo dejó de llorar de forma abrupta, e inmediatamente sintió el impulso de esconder la mano que contenía el anillo de bronce en su bolsillo. Pero rápidamente, el joven se arrepintió de esconder su mano, ya que notó como los dos ojos penetrantes de su abuelo estaban mirando el bolsillo en donde había escondido su mano.
—Te irá bien en la capital, Apolo. Vas a ser un buen mago: ¡Un excelente mago!—Comentó el viejo con algo de cansancio, como si no estuviera nada feliz de poder decirle tales elogios a su nieto.
—¡No me interesa irme!, y no necesito ir a la capital para aprender un par de trucos de magia barata—Respondió apolo con enojo, mientras levantaba uno de los dedos de su mano izquierda y una llama del tamaño de un fósforo aparecía en la punta de su dedo— Ves, ya puedo hacer magia. Yo ya soy un mago: ¡No hay motivos para irme!.