Luego de caminar unos pocos minutos por los pasillos de madera, los niños lograron llegar hasta una de las puertas de la escuela: la misma era como todas las demás y no parecía dirigir a ningún lugar especial.
El profesor abrió la puerta y los 4 bibliotecarios entraron en la habitación. En su interior había una sala pequeña sin muchas cosas adentro, además de unas cajas con varias bolsas apiladas. Lo más destacable de la habitación era que en una de sus paredes había otra puerta más chiquita, por lo que esta debería ser la sala de recepción y atrás de la puerta deberían vivir los librillos.
—Escuchen atentamente…— Dijo Aquiles buscando algunas bolsas que había preparado para la clase especial— Pase lo que pase: no hablen directamente con los librillos y tampoco los toquen. Estamos en una época muy delicada para las estanterías, por lo cual tenemos que ser muy precavidos. De todas formas, en general los librillos suelen ayudar a los niños, así que no deberían ofenderlos fácilmente.
Adam y sus dos compañeros recogieron la bolsa que el profesor le había entregado y en su interior solo había polvo gris, algunos pelos de bibliotecarios y otras basuras.
Aquiles se acercó a la puerta y explicó:
—Cuando entremos a la habitación les explicaré para qué son las bolsas. Recuerden no tocar nada de la siguiente habitación y si un librillo quiere salir, déjenlo salir, no se metan en su camino.
El profesor con mucho cuidado abrió la puerta; parecía no querer hacer ningún ruido fuerte. Acto seguido, Aquiles se tiró al piso y se deslizó con la panza pegada al piso para poder entrar por la puerta chiquita. La puerta tenía el tamaño de una almohada, por lo cual no era tarea sencilla para las personas adultas entrar por esta puerta.
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Los cuatro entraron en la habitación, al entrar los niños se dieron cuenta de que la habitación era increíblemente grande y contenía un gran laberinto. Los niños únicamente podían observar la entrada del laberinto.
El laberinto parecía estar construido con corteza de árboles y el suelo estaba hecho de piedras grandes cortadas de forma dispareja, creando una superficie algo irregular para caminar.
El interior del laberinto estaba poco iluminado y usaba una especie de flores rojas para iluminarse, las cuales crecían sobre la corteza de los árboles como si fueran parásitos. Las flores abrían y cerraban sus pétalos constantemente, produciendo momentos de absoluta oscuridad en el interior del laberinto. Por otra parte, las flores iluminaban con una luz roja muy tenue, produciendo una sensación de peligro constante en los tres niños que miraban con temor al laberinto.
—Tomen esta cuerda y síganme… — Murmuró Aquiles mientras le pasaba una soga a los niños y le pedía que se las ataran a algún lugar del cuerpo— No toquen las paredes y si notan a alguno de sus compañeros algo aturdido mirando una de las flores en las paredes: solo tóquenle el hombro, pero no abran la boca.
Los tres chicos asintieron con miedo. Para los niños el laberinto parecía la guarida de una bestia malvada, si no fuera porque su profesor estaba con ellos, ya se hubieran dado la vuelta hace mucho. Una vez que los cuatro se ataron la cuerda sobre su cuerpo, procedieron a entrar en el laberinto con mucho cuidado de no caerse por el suelo irregular.
Cada vez que las luces de las flores se cerraban y dejaban de iluminar el laberinto, Aquiles detenía la marcha y esperaba a que la luz roja volviera a iluminar los pasillos. En el camino, muchas veces los niños se quedaron hipnotizados por las paredes del laberinto, pero el profesor siempre los sacaba del trance tocando sus hombros o se ayudaban entre ellos mismos.