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89 - Fin

Abel aceleró su moto y tomó la ruta que lo conducía al interior del pueblo. El camino era llano y sencillo, el sol brillaba en lo alto, iluminando la vasta extensión de campo que lo rodeaba. Los recuerdos de la conversación que acababa de tener con el recepcionista del motel flotaban en su mente, pero había algo en el aire fresco que lo despejaba. A medida que se adentraba en el pueblo, sintió una calma inesperada, como si el peso de la tragedia que acababa de escuchar se disipara al cruzar el umbral invisible entre la carretera y el corazón del pueblo.

A menos de un kilómetro desde la entrada, Abel divisó lo que debía ser el parque municipal. A simple vista, parecía mucho más que un parque común. No había cercas o límites visibles, solo un vasto espacio verde que se extendía como una pequeña reserva natural. Los árboles altos y frondosos dominaban el paisaje, proyectando sombras largas y acogedoras sobre la hierba suave. El lugar se sentía infinito, abierto, como si el horizonte no existiera, y en lugar de ser confinado por la estructura urbana, el parque se unía armoniosamente con el entorno rural.

Abel pasó por una pequeña entrada donde solo un cartel desgastado señalaba el nombre del parque. Aquí, a diferencia de los parques citadinos que conocía, no había bancas alineadas o caminos de cemento que lo guiaban de un lado a otro. Todo parecía estar más salvaje, pero en el mejor de los sentidos. Las dimensiones del parque permitían que incluso los vehículos pudieran circular entre los árboles, y Abel decidió internarse un poco más, buscando un espacio apartado donde el ruido de la ruta no interfiriera con su descanso.

Condujo lentamente, el rugido de la moto apagándose a medida que se adentraba más y más en el frescor de la naturaleza. El lugar estaba prácticamente vacío, salvo por uno que otro pájaro que volaba entre las ramas y el sonido lejano del viento rozando las hojas. A esa hora del día, la paz era absoluta. Tras unos minutos de búsqueda, encontró un árbol que le pareció perfecto: alto, robusto, con una copa lo suficientemente densa para bloquear el sol pero sin oscurecer el lugar en exceso. Detuvo la moto a su lado y la estacionó con cuidado en la sombra.

Abel apagó el motor y el silencio lo envolvió. Bajó de la moto, sintiendo el alivio de estar lejos del bullicio de la carretera. Se acercó al tronco del árbol, buscando el sitio más cómodo donde recostarse. El suelo, cubierto de pasto suave, invitaba a echarse sin más complicaciones. Se dejó caer lentamente, apoyando su espalda contra el tronco y cerrando los ojos por un momento, respirando profundamente.

Habrá tardado dos pestañeos en dormirse, y tal vez dos más en despertarse. Apenas cerró los ojos, el agotamiento acumulado por el viaje y las emociones intensas lo vencieron. No fue un sueño profundo, pero sí fue reparador. Cuando despertó, el sol ya no estaba tan alto, y el parque había cobrado vida de una manera que no esperaba. Los rayos de la tarde bañaban el lugar en una luz dorada, suave, mientras una ligera brisa soplaba, refrescando el ambiente.

A su alrededor, el parque había dejado de ser ese espacio solitario y silencioso. Vio a un grupo de niños corriendo y jugando entre los árboles, sus risas resonando por todo el lugar, llenándolo de una energía inocente y despreocupada. A lo lejos, algunos jóvenes se ejercitaban por los senderos improvisados, mientras otros simplemente paseaban con sus novias, disfrutando del día. Parecía un mundo aparte del horror que había experimentado, un espacio donde las preocupaciones se desvanecían y la vida continuaba, plena y alegre. Era “otro” mundo. Uno donde el sol sonreía a todos los que estaban dispuestos a recibir su sonrisa.

Con esa imagen frente a sus ojos, Abel sintió algo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo: paz. Era una sensación tan rara y tan necesaria que casi le resultaba extraña. El suave balanceo de las hojas, el sonido lejano de los niños riendo, el viento acariciando su rostro: todo contribuía a ese momento de tranquilidad, un contraste total con el caos que había dejado atrás.

Por primera vez en mucho tiempo, pudo permitirse pensar en lo que había vivido, no con la angustia que lo perseguía, sino con una nueva claridad. El viudo se recostó un poco más en el tronco del árbol, apoyando sus manos detrás de su cabeza y mirando el cielo a través de las ramas. Había sobrevivido. No solo al viaje, sino también a las oscuras experiencias que le habían robado años de paz. Todo lo que había pasado, todo lo que había visto y sufrido, ya no lo definía. Había llegado el momento de tomar las riendas de su vida de nuevo, de decidir qué haría a partir de ahora.

Sus pensamientos fluían lentamente, sin prisa, como si el tiempo se hubiera detenido. “Este lugar es perfecto”, pensó, mientras observaba a los niños jugar a lo lejos. Sus risas llenaban el aire, como un recordatorio de que la vida siempre sigue, siempre se renueva. Abel cerró los ojos un momento, respirando profundamente, y con cada inhalación sentía que algo dentro de él se desvanecía, como una neblina disipándose con el calor del día.

—Tendré que comenzar de nuevo…—Murmuró para sí mismo, y esas palabras, dichas en voz baja, resonaban en su interior como una verdad absoluta. No había más preguntas, no había más angustia. Solo quedaba esa certeza: el pasado, con todas sus sombras, ya no tenía poder sobre él. Podía liberarse. Podía dejarlo todo atrás. Abel esbozó una sonrisa, una de esas sonrisas que brotan de lo más profundo del ser, no por una razón concreta, sino por la simple alegría de estar en el aquí y el ahora, rodeado de vida.

“Otra esposa. Otros hijos. Otra historia” Las palabras eran más que una idea, eran una declaración que nacía desde lo más hondo de su corazón. Y mientras las pronunciaba en su mente, las sentía como un bálsamo, una promesa de un futuro distinto, un futuro donde podría reconstruirse sin llevar a cuestas el peso de lo que había sido.

Podía visualizarlo claramente. No como un plan rígido, sino como una sensación de posibilidades abiertas. Un nuevo hogar, una familia, tal vez no de inmediato, tal vez no mañana, pero en algún momento, cuando estuviera listo. Y lo estaría, lo sabía. Porque ahora, por primera vez en mucho tiempo, creía que ese futuro era posible. Ya no le parecía una idea lejana ni inalcanzable. Era tangible, y lo esperaba más allá del horizonte.

“Olvidándome de que todo esto ocurrió” Su voz interior lo guiaba, suave pero firme. No existía ese pueblo maldito. No existían esos recuerdos cargados de dolor. Golden Valley se difuminaba en su mente, perdiendo todo su poder sobre él. El horror, los fantasmas del pasado, todo lo que alguna vez lo había atrapado en un ciclo de sufrimiento, ahora se desvanecía. Era como si, al abrir los ojos nuevamente, todo aquello fuera solo una mancha borrosa en el paisaje, algo que podía dejar ir sin más.

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“Ese gordo quemándose hasta la muerte, una alucinación producto de mis insguridades” Lo pensó sin titubear, sintiendo cómo cada afirmación lo liberaba un poco más. “El lobo feroz en la ventana, solo una distorsión de mi reflejo”, pensó, y con esa reflexión llegó el alivio. No había necesidad de buscar explicaciones ni de hundirse en preguntas sin respuesta. No más.

Y luego, “Martin” se detuvo un momento, no porque el nombre le causara dolor, sino porque era el último vestigio de todo lo que podría haber sido. “Solo fue una pesadilla”, pensó finalmente, dejando escapar una leve risa. No una risa de burla, sino una risa de alivio, de liberación. Martin, aquel joven extraño, ahora era solo una sombra pasajera. “No más pesadillas”, pensó con seguridad “Solo sueños nuevos,sueños inocentes”

“Sí, que sea así”. Abel reafirmó esa idea, firme en su resolución. Sentía el eco de sus pensamientos resonando en la serenidad del parque, como si el propio entorno le diera la razón. No había más lugar para las dudas, no había espacio para los miedos. Era un nuevo comienzo, uno sin las cadenas del pasado.

“Solo fue otro viaje a Golden Valley” se dijo, saboreando la verdad de esas palabras. Había sido un viaje, sí, pero no más que eso. Un paso más en el camino. Y ahora, ese viaje, con todo lo que había implicado, estaba completo. No importaba qué significaba Golden Valley o lo que había encontrado allí. Lo que importaba era que ahora estaba aquí, en este parque, con el sol iluminando su rostro, y que tenía una nueva oportunidad ante sí. “Otro” mundo lleno de posibilidades se abría ante él.

Abel se quedó allí, disfrutando de ese momento de calma bajo el árbol, mientras el sol seguía descendiendo y las sombras se alargaban suavemente sobre el parque. Pensado en la nada misma, dejando su mente en blanco. Aunque no sabía con certeza hacia dónde lo llevarían sus pasos a partir de ahora, algo dentro de él le aseguraba que, fuera lo que fuera, sería mejor que el pasado que acababa de dejar atrás.

Golden Valley, con todos sus horrores y tragedias, quedaría en la distancia, como un capítulo oscuro de su gran historia, uno que había decidido no volver a leer. Abel sintió una extraña sensación de ligereza mientras recostaba su espalda contra el tronco del árbol, con las manos detrás de la cabeza, mirando hacia el cielo despejado que dejaba ver un azul vibrante. El sol de la tarde, cálido, pero no abrasador, acariciaba su piel. No recordaba la última vez que había sentido una paz tan auténtica y serena como en ese instante, pero lo cierto es que allí, en ese parque, en medio de la naturaleza y con el canto de los pájaros como banda sonora, todo parecía encajar en su lugar. Lo comprendió. Este no era “otro” mundo. Era “su” mundo. Él era el mundo que estaba contemplando. Era su protagonista.

El parque era una extensión abierta de vida, verde y serenidad. A su alrededor, árboles de diferentes tipos se alzaban con majestuosidad, algunos con flores de colores brillantes que bailaban con la brisa suave. Los senderos de tierra que serpenteaban a lo largo del lugar estaban flanqueados por flores silvestres de tonos púrpura, amarillo y rojo. Abel podía escuchar el crujido de las bicicletas mientras un grupo de adolescentes se deslizaba por los caminos, y el sonido de las hojas moviéndose en armonía con la brisa.

El aroma del césped recién cortado llenaba el aire, fresco y familiar, evocando recuerdos de tiempos más simples, pero sin la melancolía que solía acompañarlos. Todo lo contrario, en este preciso momento no había espacio para la tristeza ni para las reflexiones oscuras que tanto lo habían atormentado. De algún modo, este lugar, con su quietud y su belleza sin pretensiones, lo había envuelto en un manto de tranquilidad absoluta, como si “su” mundo hubiese decidido que ya era suficiente de luchar, suficiente de dolor. Ahora solo quedaba disfrutar del vivir.

Abel dejó que su cuerpo se relajara por completo. Podía sentir la textura suave del suelo bajo él, la tibieza del sol que se filtraba entre las ramas del árbol y la sombra fresca que lo cubría parcialmente. Casi sin darse cuenta, cerró los ojos y permitió que su mente flotara libre, sin ataduras. Durante años había vivido cargando con el peso del pasado, pero en este instante, ese peso se desvanecía como humo en el viento.

El sonido de una pelota rebotando a lo lejos lo hizo abrir los ojos. Unos niños jugaban futbol no muy lejos de donde estaba, y sus risas llenaban el aire de una energía contagiosa. Abel sonrió. La felicidad, pensó, es algo que a veces llega sin que la esperemos, en los momentos más simples y cotidianos.

Miró alrededor. Había familias sentadas en mantas, compartiendo meriendas, riendo, disfrutando de la compañía mutua. Unos jóvenes tallaban tonterías en los árboles, mientras otros se contaban chismes mientras se pasaban un mate, era un día perfecto. El cielo estaba completamente despejado, y una suave brisa recorría el parque, refrescando el ambiente y llevando consigo el aroma de las flores y los eucaliptos que rodeaban el lugar.

Dejando escapar un suspiro de satisfacción, se permitió imaginar cómo sería una vida en este tipo de tranquilidad. No la vida agitada y llena de responsabilidades y tragedias que había tenido hasta ahora, sino una vida sencilla en un pueblito, sin complicaciones y lejos de la contaminación de los autos, donde los días transcurrían sin más preocupaciones que decidir si caminar por la mañana o por la tarde, o elegir entre leer un libro o salir a pasear. Una vida donde cada día se pudiera disfrutar como aquel en el parque: sin prisas, sin angustias, solo el presente.

Se levantó lentamente, sintiendo como su cuerpo agradecía el descanso. Caminó un poco más por el parque, dejando que la frescura del césped y la suavidad de la tierra bajo sus pies le recordaran lo conectado que estaba a este mundo. En cada paso, sentía como si dejara atrás no solo los kilómetros recorridos en moto, sino también las cargas emocionales que lo habían acompañado por tanto tiempo.

Abel sonrió para sí mismo. Tal vez, después de todo, Dios le estaba diciendo que era tiempo de parar, de disfrutar, de dejarse llevar por la corriente en lugar de seguir luchando contra ella. Y por primera vez en mucho tiempo, decidió escuchar.

“Es un excelente día”, pensó mientras comenzaba a caminar de vuelta hacia su moto, pero no con la prisa de alguien que tiene un destino urgente, sino con la tranquilidad de quien sabe que el viaje, cualquiera que sea, puede esperar. Porque ahora, lo más importante no era a dónde iba, sino disfrutar del momento, disfrutar de la vida tal como se le presentaba, sin cargas, sin remordimientos.

El sol comenzaba a bajar en el horizonte, pintando el cielo de colores cálidos, y Abel sonrió nuevamente. “La vida está llena de nuevos comienzos” pensó, mientras se montaba en su moto, listo para continuar, sin apuro, pero con la certeza de que, pase lo que pase, siempre podría encontrar un lugar como ese parque, un lugar donde volver a empezar.

--------------------------------------------------- Colorín colorado este cuento se ha acabado ---------------------------------------------------

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