Un sudor frío y helado comenzó a recorrer el cuerpo de Abel, mientras sus ojos se abrían como platos, incrédulos de lo que estaban observando. El rostro representado en el dibujo era idéntico al suyo, cada detalle era una réplica exacta de su propia apariencia. Desde la desordenada barba rubia hasta las ojeras profundas, producto de las noches sin dormir desde que su hija desapareció, todo estaba allí, como si estuviera mirando un reflejo de sí mismo en un espejo.
Era su rostro, el cierre de una historia que él mismo protagoniza. Después de tanto tiempo invertido en examinar estos dibujos, Abel comprendió que este dibujo era una señal clara y espeluznante de que él sería el siguiente “afortunado” protagonista de esta macabra serie. Un escalofrío recorrió su columna vertebral mientras se daba cuenta de que su destino podría ser similar al de las desdichadas personas retratadas en los dibujos. En medio de su horror, Abel sintió cómo la oscuridad del sótano parecía cerrarse sobre él, envolviéndolo en un abrazo frío y opresivo. Cada sombra cobraba vida propia, cada susurro del viento chocando contra los arbustos de exterior se convertía en un eco siniestro. El tiempo parecía detenerse mientras se enfrentaba a la realidad perturbadora en la que se había metido.
¿Quién era el artista y cómo sabía de él? ¿Era alguien que había conocido durante su primera luna de miel? La mente de Abel se llenó de preguntas sin respuesta, su corazón latía con fuerza en su pecho como un tambor de guerra anunciando la llegada de un peligro inminente. Una sensación de paranoia lo invadió, haciendo que cada pequeño ruido resonara como el grito desgarrado de un fantasma en sus oídos. ¿Estaba solo en el sótano o había alguien acechando en las sombras? Ya no estaba seguro
Con un esfuerzo sobrehumano, Abel logró apartar la mirada del cuaderno y giró lentamente para examinar el resto del sótano. La tenue luz de la vela parpadeante arrojaba sombras danzantes sobre las paredes. Cada baúl parecía ocultar un enemigo, cada caja un secreto que era mejor no conocer.
*Cruiik*…
Antes de que pudiera siquiera intentar entender lo que estaba sucediendo, un sonido seco y ominoso resonó en el sótano. Un crujido que parecía venir desde el exterior. Su piel se puso de gallina mientras se volvía lentamente hacia la trampilla, su corazón le pedía a gritos que tomara cualquier objeto que tuviera a mano para defenderse.
El miedo lo paralizó por un momento, pero luego, con un esfuerzo sobrehumano, Abel se obligó a avanzar hacia la trampilla, hacia el origen del ruido que se escondía entre los arbustos. Cada crujido de las maderas podridas bajo sus pies resonaba en sus oídos como un eco de su propia ansiedad, mientras la sensación de peligro crecía con cada paso que daba. Se sentía como si estuviera caminando hacia una trampa, hacia un abismo de terror del que no había retorno. Pero Abel sabía que no podía ignorar el ruido que acababa de escuchar, debía enfrentarlo, aunque eso significara luchar contra la paranoia.
Conforme se acercaba a la trampilla, la razón comenzó a tomar el control de su mente atormentada por el miedo. Pronto se dio cuenta de que era su cerebro jugándole una mala pasada. El ruido debió ser producto de las enredaderas siendo movidas por algún pájaro que cazaba en la zona. Desde el sótano no se podía ver ningún peligro en el exterior. La espesa niebla y la densa vegetación eran lo único que se extendía ante él como una barrera entre la realidad y los fantasmas que poblaban su imaginación.
Aprovechando este momento de lucidez, el viudo examinó detenidamente el dibujo que aún sostenía en sus manos temblorosas. Decidido a encontrar respuestas, sacó su celular y, utilizando la cámara frontal, se tomó una fotografía. Colocó cuidadosamente el celular junto al dibujo, como si estuviera desafiando la habilidad del artista desconocido.
—No tiene sentido, ¿cómo demonios logró replicar el largo exacto de mi barba en el dibujo? —Murmuró Abel, su voz era apenas un susurro — Si nos conocimos durante mi primera visita a Golden Valley debería haberme dibujado mucho más joven. Además, ¿por qué no dibujó a Ana?
Sus palabras resonaron en el aire, cargadas de incredulidad y confusión mientras observaba incrédulo la asombrosa similitud entre la foto y el dibujo. La idea de que alguien hubiera sido capaz de capturar cada detalle de su apariencia de esa manera era simplemente incomprensible, y la omisión de su esposa Ana solo agregaba más misterio al enigma que enfrentaba.
Pero en medio del desconcierto, un destello de comprensión iluminó su mente como un rayo en la oscuridad. Sus músculos se tensaron, sus venas palpitaban bajo la piel, y su respiración se volvió pesada y entrecortada. Sus ojos adquirieron una intensidad penetrante, y sus labios se apretaban con fuerza, dándole a su pacífica expresión un toque más sombrío, más amenazante. Súbitamente, sus manos se abalanzaron sobre el dibujo con una fuerza desmedida. Los dedos se crisparon alrededor del papel con una ferocidad animal. Con un tirón brusco y violento, arrancó el dibujo de donde se encontraba, como si quisiera arrancar de raíz el origen de su malestar y deshacerse de él de una vez por todas.
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Hizo un bollo con el papel, sintiendo la rabia bullir en su interior como una tormenta en el mar. Cada apretada se sentía como un golpe contra las injusticias que había sufrido. Acercó el bulto de papel al fuego de la vela con una sonrisa más demente que vengativa. El destello de las llamas reflejaba en sus ojos, iluminando el resentimiento que marcaba su alma.
El crepitar del fuego rompió la calma del sótano, llenando el aire con un sonido ominoso que parecía presagiar un destino oscuro y siniestro. Abel observó el espectáculo con una mezcla de locura y resentimiento, sintiendo cómo el peso de su ira se aliviaba con cada chispa que se elevaba hacia el techo.
Pero a pesar de la destrucción del dibujo, la sensación de malestar persistía, se sentía como si su estómago se hubiera convertido en piedras. Un nudo en la garganta amenazaba con ahogarlo, la sombra de un pasado que no podía escapar. Abel luchaba por mantenerse firme, por no sucumbir ante su locura.
No lo logró…
—¡Voy a disfrutar quemando cada uno de tus dibujos, viejo de mierda! —Gritó Abel con una risotada histérica, dejando escapar el dolor que había estado reprimiendo durante tanto tiempo. Tomó el encendedor de la caja de velas y se dispuso a dejar que su locura anduviera suelto. Con un esfuerzo desmedido, cargó todos los papeles y cuadernos que había en el segundo cajón del escritorio. Subió las escaleras de la trampilla y emergió en el exterior.
En un estado de delirio completo, Abel no prestó atención a las espinas que rasgaban su piel o a como su ropa se arruinaba mientras atravesaba el mar de espinas. Una vez pasado los arbustos, aprovechó que el pasto estaba medio húmedo por la niebla y colocó todos los papeles y cuadernos en el suelo, formando una pila que pronto se convertiría en una gran hoguera. Prendió fuego los extremos de los papeles con el encendedor, observando con satisfacción cómo las llamas devoraban el trabajo del artista que le había causado tanto sufrimiento.
El fuego se extendió rápidamente, devorando el papel y convirtiéndolo en cenizas. Mientras veía cómo el fuego devoraba el trabajo del artista, murmuró con odio, sus palabras perdidas en el crepitar de las llamas:
—Que el fuego condene tu alma, que ardas en el infierno por la eternidad, maldito sea tu nombre. Que cada página consumida por el fuego sea un recordatorio de la justicia que se ha hecho, de la venganza que he tomado. Que el mundo nunca olvide los crímenes que has cometido, que tu nombre sea sinónimo de miseria y dolor. Que nunca encuentres paz en la muerte, que tu cuerpo decapitado sea condenado a vagar por la eternidad, atormentada por los horrores que has desatado. ¡Que así sea!
Abel había comprendido que el único guía capaz de haber hecho los dibujos sería aquel que había provocado los asesinatos y enviado las cartas. Lógicamente, ese hombre ya no era una preocupación; después de todo, los muertos no regresaban de la tumba, y mucho menos los condenados al frío roce de la guillotina. Sin embargo, el trabajo del “artista” había sobrevivido a su desgracia, y Abel no podía permitir que el hombre que le había arruinado la vida contará con semejante privilegio. No, no debía quedar ceniza alguna de cualquier objeto que representará la felicidad de un ser tan miserable.
Las llamas crecieron hasta alcanzar una altura impresionante, danzando en el aire como espíritus liberados de su prisión. Abel observaba con una mezcla de rabia y paz cómo todo a su alrededor se reducía a cenizas. El dolor que le había apretado el estómago comenzó a desvanecerse, dejando paso a una sensación de triunfo que brotaba desde lo más profundo de su ser.
—¡Así que yo era el siguiente gran protagonista en tus historias! Pero no, ¡no lograste engañarme y nunca lo lograrás! ¿Acaso creías que podrías controlarme? ¡Pero claro que no! Te enfrentaste a mí y perdiste. Y como no pudiste atraparme, tuviste que conformarte con arruinar mi vida hasta este punto, ¿verdad, desgraciado? Pero mira ahora, aquí estoy, en el lugar donde tus sueños se volvían realidad, cagándome en ellos, reduciéndolos a cenizas y riéndome en tu cara. No quedará ni una mísera ceniza que haga honor a tu nombre. Nadie recordará tus dibujos y con el tiempo serás olvidado. Mientras tanto, yo viviré la vida que tanto deseaste arrebatarme. ¡Nunca permitiré que tu enfermo deseo se cumpla! ¡Nunca te daré la satisfacción de ver cómo tiró mi vida por la borda! Me levantaré una y mil veces, y comenzaré de nuevo una y otra vez, con otra esposa, con otra hija, ¡con otra vida! Todo comenzará de nuevo, porque yo no me rendiré ante tus fetiches. ¡Escúchame! ¡El diablo te torturará una y mil veces, y cuando muera, iré yo mismo al infierno para burlarme de tus sueños e ilusiones, idiota!
Abel maldijo y gritó hasta que sus pulmones se cansaron, pero su odio no había menguado en absoluto. Observó con demencia cómo los dibujos seguían ardiendo, alimentados por el fuego voraz que reflejaba el ardor vengativo que consumía su corazón. Cada llamarada parecía una extensión de su propia rabia, devorando con avidez cada trazo del trabajo del asesino.
Pero entonces, en medio de su trance vengativo, algo captó su atención. Con el rabillo de sus ojos, Abel vislumbró una silueta que se acercaba rápidamente hacia el lugar donde ardían los dibujos. Una sensación de alarma se apoderó de él, inundando su mente con un torrente de emociones confusas. ¿Lo habían descubierto?
El corazón de Abel comenzó a pedirle que escapara, el miedo y la incertidumbre se deslizaban por su pecho como una maraña de serpientes venenosas. ¿Era un turista o un guía? ¿O acaso era alguien más, alguien con malas intenciones? Sea cual sea la respuesta, Abel sabía que una cosa era segura: ¡Había caído en una trampa!