A pesar del agotamiento que pesaba en su cuerpo después del largo viaje, Abel no podía resistir la tentación de explorar un poco más la casa en la que se encontraba. La vivienda no era demasiado grande, y constaba de una serie de habitaciones conectadas por un pasillo central que servía de sala de recepción paro los visitantes, mientras que otras cuatro habitaciones se abrían a su alrededor: el acogedor salón, una cocina con almacén adjunto, un baño anticuado sin ducha y un dormitorio modestamente amueblado con una cama y un mueble para colocar la ropa.
Luego de familiarizarse con la casa, Abel decidió preparar su cena antes de irse a dormir, por lo que decidió aventurarse hacia la cocina.
La cocina emanaba un aire de rusticidad. En su centro, una antigua estufa de leña se alzaba con sus troncos de madera apilados a un lado, listos para alimentar el fuego que calentaría el ambiente y cocinaría los alimentos. Alrededor de la estufa, se encontraban los utensilios de cocina usados en la época en que la mina aún estaba en funcionamiento. Todos colgados en ganchos de metal oxidado que pendían de la pared. Entre ellos se hallaban sartenes de hierro fundido, cucharones de madera y cuchillos de hoja desgastada pero aún funcionales.
Una mesa de madera maciza ocupaba el centro de la cocina, con su superficie gastada por el uso y el paso de los años. En ella descansaban algunos platos de cerámica y cubiertos de metal oscurecido. Alrededor de la mesa, unas sillas con respaldos de madera tallada y asientos de mimbre aguardaban silenciosamente a un nuevo ocupante. Empotrada en la pared de gruesos trozos de piedra, una ventana ofrecía una vista espectacular de las montañas que rodeaban Golden Valley. Abajo de la misma se encontraba la almacenera que servía de almacén.
Con cuidado de no romper nada, Abel inspeccionó cada rincón en busca de provisiones. Si recordaba correctamente las costumbres del pueblo, debería encontrar alimentos no perecederos disponibles para los turistas dispersos por hogar. Estos alimentos eran renovados por los guías del sitio, con la intención de permitir a los visitantes experimentar la sensación de cocinar su propia comida, siguiendo las tradiciones de los antiguos habitantes de Golden Valley. La idea era ofrecer una experiencia auténtica, donde los turistas pudieran conectarse con el pasado y sentirse parte de tradiciones que se desvanecía lentamente en el olvido.
Abel continuó inspeccionando el almacén en busca de provisiones, mientras su estómago comenzaba a gruñir, recordándole la importancia de encontrar algo para saciar su hambre. Sus expectativas se vieron cumplidas cuando abrió uno de los tantos cajones de la almacenera y descubrió algunas latas de alimentos y verduras secas en buen estado. Con alivio, tomó una olla y se dirigió al patio trasero, donde recordaba haber visto una antigua bomba de agua, operada con una palanca para extraer agua de las napas subterráneas.
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Una vez en el patio, Abel colocó la olla debajo de la bomba y se preparó para extraer agua. Sin embargo, antes de comenzar a bombear, algo llamó su atención. Un cartel de advertencia en uno de los costados de la bomba captó su mirada. Era un cartel amarillo fluorescente que rezaba:
> «Advertencia: El agua no es potable.
>
> Por favor, use una de las botellas de agua que se encuentran en el baúl del baño.»
“Qué extraño, juraría que nunca había visto esta advertencia antes” Pensó Abel, mientras observaba el cartel de advertencia con cierto desconcierto. Pero entonces, la memoria de un oscuro suceso se deslizó como una sombra por su mente: La policía había encontrado cadáveres en el pozo de agua de Golden Valley. La posibilidad de que la napa subterránea se hubiera contaminado era más que plausible, lo que justificaba la presencia de estos carteles dispersos por el pueblo.
Una oleada de náuseas lo atrapó, retorciéndole las entrañas mientras recordaba que, años atrás, durante su luna de miel, había bebido agua de ese mismo pozo sin sospechar el horror que se escondía bajo su superficie. Según los guías locales, daba buena fortuna…
Abel logró controlar el impulso de vomitar, pero la sensación de repulsión persistió en su estómago. Con nervios a flor de piel, tomó la olla de agua y se encaminó de regreso hacia la casa en busca de las botellas de agua. Pero antes de ingresar, se detuvo de repente y giró sobre sus talones para escudriñar el pueblo: ¡Alguien lo observaba!
—¡¿Quién anda ahí?!—Exclamó Abel, su voz vibrando con un nerviosismo apenas contenido. Pero al girarse, se encontró con el paisaje desolado del pueblo abandonado, y un pájaro carpintero que picoteaba distraídamente el cartel de madera que señalaba la entrada al pueblo en busca de su cena.
Un silencio incómodo llenó el aire mientras Abel contemplaba al pájaro, sintiéndose avergonzado por su reacción exagerada. Estaba más nervioso de lo que pensaba, y los recuerdos de los asesinatos que habían azotado al pueblo habían desatado un miedo irracional en él. Entre tanto, la naturaleza continuaba su ciclo indiferente, ajena al peso de los recuerdos y las preocupaciones humanas.
Mientras observaba al hermoso pájaro picoteando con diligencia la madera, Abel encontró consuelo en la tranquilidad de la naturaleza. Se recordó a sí mismo que los muertos no regresaban de la tumba y que el culpable de los horribles crímenes estaba pagando su condena en el infierno. No había motivo para temerle a un fantasma, ni mucho menos necesidad de gritarle a un pajarito inofensivo.
Observando al pájaro carpintero durante unos momentos más, y dejando que su mirada vagara por el pueblo abandonado que se mantenía en un silencio monótono, Abel finalmente decidió adentrarse en la casa de la antigua guía. Procuró cerrar la puerta, como si temiera que alguien pudiera colarse dentro mientras él estuviera cocinando.