Con la respiración acelerada, Abel miró la puerta de la habitación, la misma estaba cerrada, pero no se había cerrado por sí sola. Había una persona parada junto a la puerta, observándolo con una mezcla de curiosidad y algo más, una emoción difícil de identificar. No era la mirada que uno esperaría recibir de alguien que acababa de salvarle la vida. Ni mucho menos era la mirada que uno esperaría encontrar en una persona que es consciente que hay un monstruoso asesino del otro lado de la puerta. Más bien era la mirada de un joven curioso que se había encontrado con un nuevo juguete con el cual jugar.
Sentado en el suelo, con el pánico retumbando en su mente y el corazón latiéndole frenéticamente, Abel respondió a esa mirada curiosa con una expresión de total consternación. Su mente daba vueltas, preguntándose por qué el asesino no estaba golpeando la puerta con desesperación, y por qué esta persona parecía no darle la menor importancia al demente que estaba en el pasillo. ¿Acaso no era consciente de la situación desesperada en la que se encontraban?
El silencio en la sala era una incógnita en sí mismo. ¿Por qué el verdugo no intentaba derribar la puerta? ¿Por qué no escuchaba su enojo por haber escapado? ¿Por qué este joven se quedaba callado, sin decir una sola palabra sobre lo que acababa de suceder? Las dudas de Abel solo se incrementaban con cada segundo que pasaba. Desde que había entrado en esta habitación, sentía como si se hubiera teletransportado a otro mundo. Tal sentimiento no tenía el menor sentido y evidentemente se debía a que su mente estaba al borde de la locura. Sin embargo, era innegable que desde que la puerta de este cuarto se había cerrado, ni siquiera los pasos del asesino en el pasillo podían escucharse. Era como si el verdugo hubiera desaparecido. Imposible, sí, pero eso era lo que Abel sentía en estos momentos. La mirada ajena a la situación del joven frente a él solo aumentaba sus sospechas: algo no encajaba en toda esta situación. Este joven no parecía haberlo rescatado; más bien, parecía ser un cómplice del asesino. No había otra explicación racional a su comportamiento indiferente.
El joven en cuestión parecía fascinado por la reacción de Abel. Sus ojos oscuros, que tenían un brillo cautivador, observaban cada movimiento del viudo con una intensidad inexplicable, casi como si no pudiera creer lo que acababa de sucederle. La calma con la que se comportaba era inquietante, como si supiera algo que Abel no sabía.
Con tantas dudas en su mente, Abel permaneció en silencio, su mente incapaz de formular una sola palabra. Por otro lado, el joven no parecía tener intenciones de iniciar una conversación. El incómodo silencio que se creó en la sala le permitió a Abel recuperar algo de cordura y observar con bastante sospecha a su supuesto “salvador”. Ya habiendo más de un asesino, el número exacto de cómplices no tenía límite. Sin embargo, el aspecto de esta persona era demasiado normal para considerarlo un asesino. Su rostro apuesto, con ojos encantadores, sin barba y pelo ordenado, y su cuerpo joven y saludable, le ayudaban a ganar cierta confianza en la desgastada mente del viudo.
El joven parado en la puerta no tendría más de veintisiete años, tenía el pelo corto y negro y unos ojos del mismo color. No obstante, sus ojos eran particularmente oscuros, con un brillo encantador. Su rostro parecía el de un modelo, muy masculino, pero sin sacrificar una estética natural. No llevaba remera o campera, su torso estaba desnudo mostrando un cuerpo tonificado con un bronceado característico de los jóvenes que trabajaban en el campo por estas latitudes. La única prenda del joven era un pantalón militar con una gran cantidad de bolsillos y objetos colocados en él, acompañado de unas botas militares manchadas con algo de lodo fresco. Sin embargo, lo que realmente captó la atención de Abel fue un peligroso detalle en el atuendo del joven, había un cuchillo militar guardado en sus pantalones.
—¿Pasa algo? —Preguntó el joven, sonriendo ante el confundido Abel. Su sonrisa era carismática, casi infantil, reflejando la chispa de una adolescencia agradable y una adultez sin preocupaciones.
—¡¿Cómo?! —Respondió Abel toscamente, su voz sin disimular lo incómodo y asustado que estaba. ¿Qué clase de joven alegre hace una pregunta tan casual cuando hay un asesino del otro lado de la puerta? Temeroso de la sonrisa del extraño, el viudo retrocedió unos pasos con el culo en el suelo y sin apartar la mirada del cuchillo en los pantalones del joven, el movimiento fue algo ridículo de observar, pero muy eficaz. Aprovechando el espacio, el viudo se puso de pie rápidamente y retrocedió unos pasos, alejándose tanto de la puerta como del peligroso joven.
—Ja, ja, ja, pareces muy asustado, Abel... —Río el joven, su risa era sorprendentemente amigable, alegre y contagiosa, como si nada en el mundo pudiera perturbar su buen humor.
Abel, sintiendo una mezcla de confusión y furia, frunció el ceño. ¿Cómo podría alguien estar tan despreocupado en una situación tan aterradora? Tomando un respiro profundo para ganar algo de valor, gritó:
—¿Cómo sabes mi nombre? ¡¿Y aún más importante, qué relación tienes con el gordo de mierda que está en el pasillo?! ¡No te pases de listo y contesta mis preguntas, mocoso!
Sus palabras salieron con una dureza inesperada y no muy propia de él, reflejando la mezcla de miedo y enojo que sentía en este momento. Abel observó al joven con atención, esperando alguna reacción que le diera pistas sobre la naturaleza de su interlocutor. Sin embargo, el joven no parecía afectado por la hostilidad de Abel. Su expresión permanecía serena, casi como si encontrara la situación entretenida.
—Oh, Abel, haces demasiadas preguntas… —Dijo el joven, sin borrar la sonrisa de su rostro. Se encogió de hombros, como si lo que iba a decir a continuación no tuviera mayor importancia— No te preocupes tanto por cómo sé tu nombre. Lo importante es que estoy aquí para ayudarte.
El viudo no pudo evitar sentir un escalofrío ante la indiferencia del joven. Apretando los puños, respondió con una voz que intentaba sonar firme, aunque traicionada por el temblor en sus palabras:
—¡No quiero tu ayuda! Quiero saber quién eres y por qué estás aquí. ¿Por qué no parece importarte que haya un psicópata en el pasillo, listo para matarnos a los dos?
El joven suspiró y su sonrisa se desvaneció ligeramente, aunque aún mantenía un aire de calma. Dio un paso hacia Abel, el cual retrocedió instintivamente, su mente buscando desesperadamente una salida a esta situación surrealista.
—Mira, Abel… —Comenzó el joven, esta vez con un tono más serio—Las cosas no siempre son lo que parecen. No todo en esta mansión es lo que tú crees. Y créeme, el verdadero peligro no está detrás de esa puerta, sino en esta habitación.
—¿Qué demonios significa eso? —Replicó Abel, sintiendo cómo su paciencia se agotaba.
El joven sonrió brevemente, pero al darse cuenta de que Abel había interpretado su sonrisa como una amenaza, su expresión cambió de inmediato. La alegría en su rostro se desvaneció, dejando lugar a una seriedad que antes no había mostrado. Su mirada se volvió intensa y penetrante, fijándose directamente en los ojos del viudo:
—Significa que necesitas confiar en mí, aunque sea solo por un momento. Te prometo que todo esto tiene una explicación, pero no puedo dártela si sigues gritando y asustándote por cada sombra. Toma un respiro, intenta calmarte. Lo último que necesitas ahora es más pánico.
Abel tragó saliva, sintiendo que su garganta se secaba. A pesar de la extrañeza de la situación, algo en la voz del joven parecía genuino, como si realmente supiera más de lo que estaba dejando ver. Pero, ¿podía permitirse confiar en él? ¿Podía bajar la guardia, aunque solo fuera por un segundo? No, claro que no.
A pesar de su creciente desconfianza, Abel sabía que necesitaba obtener información y que ganarse la confianza de este joven era una estrategia que podría ser crucial para su supervivencia. Un asesino que creía que todo estaba saliendo según su plan, era un asesino fácil de engañar. Con la mente aún tambaleándose por la confusión, dio un paso atrás para poner algo de distancia entre ellos. Sus ojos, atentos y vigilantes, no se apartaban ni por un instante del joven, mientras su mente trataba de asimilar la absurda realidad en la que se encontraba.
La habitación a su alrededor era una despensa desordenada, abarrotada de cajas y suministros que parecían estar allí desde hacía años. El lugar tenía un aire de abandono, con el polvo acumulado en las estanterías y el ligero olor a humedad que emanaba de las paredes. Sin embargo, a pesar del caos evidente, Abel no pudo evitar centrarse en un detalle que podría ser su salvación: dos grandes ventanas, relucientes bajo la luz que entraba desde el exterior. Para colmo, una de ellas estaba completamente abierta, ofreciendo una posible ruta de escape.
El joven permaneció tranquilo, sin moverse de su lugar. Observaba a Abel con una mezcla de diversión y paciencia, como si disfrutara de la confusión y el miedo del hombre.
—No tienes que temer, Abel. Estoy aquí para ayudarte… —Dijo el joven, dando un paso hacia Abel.
—¡No te acerques más! —Exclamó Abel, levantando una mano en señal de advertencia— No confío en ti. ¿Cómo puedo estar seguro de que no estás del mismo lado que el gordo que nos escucha desde el pasillo?
El joven suspiró profundamente, dejando que un silencio incómodo llenara la habitación antes de mirar nuevamente a Abel con una mezcla de paciencia y resignación.
—Entiendo tu desconfianza, Abel. Pero si estuviera aliado con él, ya estarías muerto… ¿No lo ves? Te estoy ofreciendo una salida, una oportunidad de escapar de esta pesadilla. Si en realidad estuviera aquí para hacerte daño, no perdería el tiempo hablando contigo.
Abel vaciló, su mirada oscilando entre el joven y la ventana abierta. La imagen del hombre gordo acechando en el pasillo se le grabó en la mente, provocándole un estremecimiento involuntario de solo recordarla. Sabía que el joven era sincero en una cosa: si lo hubiera atacado con el cuchillo mientras él estaba en el suelo, no hubiera tenido tiempo para reaccionar.
—¿Por qué debería creerte? —Preguntó Abel, su voz tensa mientras intentaba mantener una distancia segura. Su mente aún luchaba por asimilar la paradoja de confiar en alguien en quien era evidente que no debía confiar.
El joven, con una sonrisa torcida en el rostro, respondió con calma:
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—Porque no tienes otra opción. Ya te lo dije, si realmente quisiera hacerte daño, no estarías aquí discutiendo conmigo. Te habría degollado con mi cuchillo y lo sabes a la perfección. Además, tengo información valiosa sobre esta mansión. Sé cómo escapar, y eso debería ser suficiente para que me escuches.
Las palabras del joven, a pesar de su tono casual, contenían un matiz de sinceridad que logró penetrar la coraza de desconfianza de Abel. Sentía una mezcla de esperanza y desesperación; el riesgo de permanecer en esta habitación y la amenaza constante del hombre gordo incrementaban su ansiedad. Cada segundo que pasaba en este cuarto aumentaba la posibilidad de que el hombre gordo perdiera la paciencia y entrara por la fuerza.
—Está bien. Te daré una oportunidad. Pero ten cuidado. Si intentas algo en mi contra, te aseguro que te haré pagar caro. No tengo miedo de luchar si es necesario.
El joven asintió, su sonrisa un poco más amplia ahora, como si el acuerdo fuera un paso en la dirección correcta.
—Lo aprecio, Abel. Y créeme, no tengo intención de traicionarte. Lo último que quiero es que algo malo te ocurra. Sigamos desarrollando esta alegre charla y descubramos cómo salir de aquí, juntos.
El joven observó a Abel con una mezcla de comprensión y exasperación. La expresión aterrorizada del viudo era evidente, y el joven, lejos de mostrar empatía, parecía casi divertido por el estado de pánico en el que se encontraba.
—Estás completamente perdido, por lo que parece... —Murmuró el joven con un tono suave, pero cargado de una paciencia que Abel no esperaba. Mientras hablaba, el joven avanzó hacia la puerta que daba al pasillo y comenzó a girar el pomo con una calma inquietante.
*Cliiink*...
El sonido de las bisagras oxidadas de la puerta al abrirse llenó la habitación. Era un ruido tan penetrante y desagradable que Abel sintió como si el suelo se moviera bajo sus pies. La desesperación lo llevó a un impulso instintivo de escapar por la ventana abierta. Pero su cuerpo se quedó inmovilizado, paralizado por la curiosidad y el terror ante lo que iba a descubrir.
—¿Sigues teniendo miedo? —Preguntó el joven, su sonrisa acentuando la alegría casual de su tono. Sus ojos brillaban con un destello que Abel no podía descifrar, como si la situación fuera un juego para él.
Abel miró a través de la abertura de la puerta y, para su sorpresa, no había rastro del guía que lo había perseguido. El pasillo estaba vacío, tan desolado y tranquilo como si todo el caos anterior hubiera sido una fantasía. La ausencia del asesino le resultaba más perturbadora que su presencia.
—No entiendo… —Dijo Abel, su voz temblando— ¿Por qué se fue? ¿Y por qué no intentó abrir la puerta?
Se preguntaba si lo que había experimentado en el pasillo realmente había sucedido o si su mente, saturada por el miedo y la fatiga, había comenzado a jugarle trucos. La sensación de surrealismo era tan intensa que Abel casi podía oír el eco de sus propios pensamientos retumbando en sus oídos.
El joven, que había estado observando a Abel con una mirada que parecía combinar diversión y un leve desdén, inclinó la cabeza ligeramente, como si estuviera considerando cómo responder a la pregunta del viudo.
—Es interesante, ¿verdad?…—Comentó el joven, todavía con esa sonrisa inquietante —A veces, las cosas no son lo que parecen. Esa cosa que te asusta no se fue, tú te fuiste, Abel. En cualquier caso, “eso” ya no está aquí, y eso es lo que importa. Deberías estar más calmado, pero parece que realmente no recuerdas dónde estás…
El tono del joven tenía una tranquilidad inquietante. Sus palabras no ofrecían consuelo, sino más bien una confirmación de que la situación era aún más confusa y desconcertante de lo que Abel había pensado.
—¿No estoy en la mansión de los Fischer? —Dijo Abel, su voz pausada mientras observaba con desconfianza el entorno —Juraría que estoy en ella. Pero, ciertamente, podría no saber exactamente dónde estoy; hace mucho tiempo que no vengo aquí. Aun así, sigo sin entender por qué ese enfermo dejó de acecharme y por qué sabes mi nombre. Estoy seguro de que nunca nos hemos visto antes, muchacho.
Aprovechando la conversación, Abel se acercó cautelosamente a la ventana abierta, la única vía de escape que le parecía clara. Desde el rabillo del ojo, observó el pasto verde que se extendía más allá de la ventana, prometiendo una fuga fácil con un simple salto. Sin embargo, el hecho de que el joven permaneciera tan tranquilo y sin mostrar ninguna reacción a su evidente intento de escape solo aumentaba su curiosidad.
—Es obvio que estamos en una de las habitaciones de esa mansión, Abel. Soy Martin Meyer. ¿No me recuerdas? De todas formas, no hace falta que me recuerdes. Todos en este mundo te conocen. Desde que lograste matar al idiota de Klein, te convertiste en una leyenda. Realmente no sé cómo lo hiciste, pero te debemos una muy grande, amigo.
Las palabras de Martin dejaron a Abel en un estado de total perplejidad. El nombre de Klein resonaba en su mente como un rayo, una nota discordante en el caos de su confusión. Recordaba bien a Klein, el infame asesino en serie, y la intensa cobertura mediática que había rodeado su caso. Si bien había hecho todo lo posible para que el nombre del asesino permaneciera en el olvido, hoy le había tocado volver a escuchar ese infame nombre. La conexión entre el pasado y el presente comenzaba a formar una imagen difusa en la mente de Abel, pero el contexto seguía siendo incompleto.
—¿Te refieres al guía que trabajaba en esta mansión y cuyo apellido era Klein, el asesino en serie que aterrorizaba a este pueblo? —Preguntó Abel, con la voz cargada de una profunda duda. El nombre de Klein le traía recuerdos dolorosos y difíciles de procesar, y ahora parecía imposible evitar que esos recuerdos volvieran a atormentarle.
Martín asintió lentamente, como si esperara que Abel se tranquilizara escuchando sus propias palabras. Sin embargo, la confusión de Abel no parecía disiparse, y su rostro seguía marcado por la preocupación y el desconcierto.
—Me alegra que la condena del asesino en serie te haya traído algo de paz, Martin… —Dijo Abel con un tono cansado, tratando de mantener la compostura a pesar del caos en su mente —Sin embargo, desafortunadamente, sigo sin recordar haberte conocido en el pasado. Si tú también eras uno de los familiares que sufrieron la desgracia de ese enfermo, me temo que mi memoria no te hace justicia. Siempre he tenido dificultades para recordar nombres y rostros, y si nos cruzamos en la ejecución o en cualquier otro momento, te pido disculpas, pero no te recuerdo. Mi mente estaba en otro lugar ese día, como la de todos los involucrados.
Abel se detuvo por un momento, tratando de encontrar las palabras adecuadas mientras luchaba con el peso de su propio recuerdo fragmentado.
—En aquel entonces, mi mente estaba completamente enfocada en la investigación y en rescatar a Sofía. Fue un tiempo difícil y turbulento, lamento sinceramente no poder recordarte, Martin. La falta de claridad en mi memoria no es un reflejo de desinterés, sino simplemente una consecuencia del caos que vivimos.
Abel intentaba mantenerse lo más tranquilo posible, consciente de que la cordura del joven con el que estaba hablando era cuestionable. Sin embargo, esa misma inestabilidad podía jugar a su favor: un loco, si le caía bien, podría ser indulgente y dejarlo ir, mientras que un asesino en serie no se tomaría tantas molestias para decidir su próximo movimiento. Abel fijó su mirada en Martín, tratando de leer algo en su expresión que pudiera ofrecerle una pista, una señal de que estaba tratando con alguien que no representaba una amenaza inmediata o, al menos, entender mejor la naturaleza de la conexión que parecía existir entre ellos.
Martín mantenía una sonrisa casi inquietante, una expresión que nunca abandonaba su rostro, y observaba a Abel con una mezcla de comprensión y diversión apenas contenida. Su sonrisa se expandió un poco más, revelando un aire de conocimiento oculto que Abel aún no lograba descifrar.
—Paz… sí, “paz”, es una forma muy conveniente de describirlo… —Dijo Martín, su tono más relajado ahora, pero con una ironía que no pasó desapercibida para Abel —La muerte de Klein… es nuestra paz, Abel. Desde que al imbécil de Klein le cortaron la cabeza, las cosas han sido, si no pacíficas, al menos más tranquilas por aquí.
Martín dejó que sus palabras se asentaran en el aire, observando cómo Abel procesaba la información. Aparentemente, existía alguna especie de discordia entre Klein y Martín, por lo que este joven podría terminar resultando ser un aliado inesperado.
—No deberías estar tan nervioso… —Continuó Martín, con un tono que combinaba serenidad y un leve reproche, como si Abel estuviera exagerando demasiado la situación y el peligro—Tú fuiste el que me pidió que te ayudara hace algunos años, ¿recuerdas? Me dijiste que tu problema era que no eras muy bueno recordando las cosas “importantes” y que debía abrir esta puerta en unos años. ¿Te suena un poco más mi nombre ahora? ¿Recuerdas algo de nuestra charla?
Las palabras de Martín hicieron que Abel se detuviera en seco, como si hubiera chocado contra una pared invisible. La pregunta de Martín era como un rompecabezas complicado que Abel no podía resolver. Una oleada de déjà vu lo invadió, mientras intentaba conectar los fragmentos dispersos de su memoria con el enigmático comportamiento del joven.
¿Conocía Abel a Martín? En absoluto. Pero las palabras de Martín sobre un pasado compartido sugerían una cierta camaradería que Abel no podía permitirse ignorar. Aunque el joven parecía estar delirando con sus afirmaciones de una amistad previa, Abel debía jugar el juego.
Pero el asunto era más delicado de lo que parecía a simple vista. Mantener una actitud de conformidad con la “verdad” que Martín estaba presentando era crucial. Sin embargo, admitir abruptamente que conocía a Martín podría hacer que el joven sospechara que Abel se estaba burlando de él como tantas otras personas debieron hacerlo en el pasado, y esa era una situación peligrosa que Abel no podía permitirse.
El reto era navegar esta conversación con cuidado, evitando cualquier señal de que estaba fabricando una mentira. Si mostraba dudas o desdén hacia las afirmaciones de Martín, podría levantar sospechas y poner en riesgo su propia seguridad. Pero tampoco podía ser tan brusco. Abel sabía que debía adoptar un enfoque calculado, aceptando gradualmente la “verdad” que Martín le ofrecía sin parecer demasiado insincero.
El equilibrio entre aparentar conocimiento y mantener una actitud convincente era delicado. Abel debía decidir con astucia cómo responder para no poner en peligro su posición. Mientras su mente trabajaba a toda velocidad, Abel formulaba sus siguientes palabras con la esperanza de mantener la situación bajo control, sin despertar la desconfianza de Martin.
—No… No recuerdo eso… y claramente nunca lo recordaría… ¡Porque no ocurrió! —Dijo Abel con una inseguridad que le era difícil de ocultar ¿Había elegido las palabras correctas? Nadie los sabía— ¿Cómo es posible que te diga de antemano que necesitaba ser salvado de ese enfermo mental? Más valdría que nunca me hubiera metido en este pueblo de mierda si hubiera sabido con certeza que aún quedaba otro asesino en serie dando vueltas ¡¿Qué clase de estúpido haría eso?!
El joven no se desanimó ante el enojo de Abel. En lugar de eso, con calma, se sentó en el suelo, quizás para no parecer tan intimidante y relajar un poco los nervios del viudo. Una vez sentado, Martín defendió su posición diciendo:
—Tienes razón, Abel. Nadie sería tan estúpido como para buscar activamente su propia muerte, pero en este mundo las cosas no funcionan de esa manera. Y ese es el gran problema con toda esta charla. Da igual lo que te diga o te explique sobre la situación en la que te encuentras, nunca me creerías si te dijera que no estamos en el mundo real, ¿o me equivoco?
—¿Acaso alguien cuerdo realmente creería semejante tontería? —Respondió Abel sin pensarlo, sacando a relucir que su mente irritada no era precisamente buena para fingir amistades que no tenía. No obstante, Martin parecía aceptar la hostilidad de Abel como algo entendible, por lo que el viudo tampoco limitó demasiado este defecto.
El joven sentado y a una distancia prudente no era una amenaza inmediata, pero sus palabras engañosas en este contexto tan confuso activaban su instinto de supervivencia, el cual le decía a gritos que debía dejar de perder tiempo con este idiota y escapar lo más lejos posible de la mansión antes de que el hombre gordo regresara. Pero al mismo tiempo ahí había una paradoja: ¿Por qué el gordo se había ido? La puerta no había sido cerrada con llave, o trabada. Si los guías lo quisieran muerto, ya estaría muerto. Y esa era una realidad difícil de digerir para el viudo.
Martin observó la reacción de Abel con paciencia. Sabía que el hombre estaba en un estado de pánico y desesperación, y comprendía que sus palabras debían ser cuidadosamente elegidas para no agravar la situación.
—Entiendo que te resulte difícil de creer, Abel. Nadie querría aceptar una realidad tan absurda…
Abel asintió lentamente, miró la ventana abierta una vez más, sintiendo que debía saltar por ella. Pero no lo hizo, el único enemigo a la vista estaba sentado frente de él y por el momento tenía la situación bajo control.