Cada paso que daba era un recordatorio del infierno que había vivido dentro de estas paredes, un recordatorio de que, aunque estaba a punto de cruzar la línea entre el caos y la normalidad, esa línea era delgada y frágil. El guía caminaba a su lado con una sonrisa paternal, como si todo lo que acababa de vivir no fuera más que una ilusión. Abel se obligó a mantener el ritmo lento del viejo, tragándose el miedo y la desesperación que amenazaban con explotar en cualquier momento.
Finalmente, llegaron a la gran puerta de madera. Abel la miró con ojos cansados pero expectantes. La puerta ahora se abría ante él con una facilidad que resultaba desconcertante. No pudo evitar preguntarse si la mansión lo dejaba marcharse porque lo había agotado por completo, por el “pacto” o si simplemente ya no tenía nada más que ofrecerle.
El guía se detuvo justo en el umbral, girando sobre sus talones para enfrentarse a Abel con esa sonrisa cortés que parecía no desvanecerse jamás. El viudo se quedó mirándolo en silencio, tratando de descifrar el rostro del hombre que le había acompañado en estos últimos y agotadores momentos. Parecía tan fuera de lugar, tan tranquilo, tan ajeno a todo lo que acababa de experimentar, que por un momento se preguntó si no estaba frente a otra de las ilusiones que Golden Valley había puesto en su camino.
—Aquí estamos, señor —Dijo el guía con esa voz suave y educada que parecía estar cubierta por una capa de ambigüedad— La salida de la mansión de los Fischer está justo frente a usted. Espero que haya encontrado lo que buscaba en la mansión, aunque entiendo que no es un lugar fácil de visitar.
El tono era amable, casi cariñoso, pero algo en sus palabras le hizo estremecer. Había algo en la manera en que el guía hablaba, en esa ligera inflexión de su voz, que le recordaba que las puertas de Golden Valley nunca estuvieron realmente cerradas. Él las había cerrado en su imaginación. Fueron sus decisiones. Las malas. Las que lo obligaron a sufrir toda esta tragedia. Solo bastó un nombre, un alma, y ahora las puertas estaban abiertas frente a él.
Abel notó esa leve inclinación en la voz, un tono que intentaba ser compasivo, pero que sonaba casi burlón. No pudo evitar entrecerrar los ojos, desconfiando de la aparente cordialidad de aquel hombre. Algo no encajaba y lo entendía a la perfección.
—Lo que buscaba… —Repitió Abel, mirando fijamente al guía mientras su mente repasaba los horrores que había vivido— No estoy seguro de haber encontrado lo que buscaba. Pero sí encontré algo. Algo que, sinceramente, preferiría no haber encontrado.
El guía sonrió, como si esas palabras fueran exactamente lo que esperaba escuchar. Parecía disfrutar de este momento, como si las respuestas de Abel le brindaran un sentido a su vida.
—Es comprensible, señor —El guía asintió lentamente, sus ojos fijos en Abel con una intensidad que lo ponía nervioso— Golden Valley tiene ese efecto en las personas. Revela verdades, algunas de las cuales no siempre estamos preparados para enfrentar. Pero eso también tiene su belleza, ¿no cree?
Abel sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. Esa palabra, “belleza”, no tenía cabida en lo que había vivido dentro de la mansión. Quería alejarse de esta conversación, de este hombre que, pese a su apariencia amigable, le producía una creciente sensación de desagrado.
—Belleza, no —Replicó Abel, su tono más áspero de lo que pretendía— No hay belleza en lo que hay aquí dentro. Solo… —Se detuvo, sintiendo que hablar más de lo necesario podría invocar algo que prefería dejar en el olvido— Solo quiero irme.
El guía inclinó la cabeza en un gesto de respeto, pero sus ojos se mantuvieron fijos en los de Abel, como si esperara algo más. Durante un breve instante, ambos se quedaron en un silencio incómodo, un silencio que Abel sentía cargado de significados ocultos, aunque no lograba descifrarlos.
—Lo entiendo…—El hombre dio un paso hacia atrás, como si estuviera cediendo el espacio para que Abel cruzara finalmente el umbral— Pero, por favor, recuerde que siempre será bienvenido aquí. Siempre habrá un lugar para usted en Golden Valley. Si alguna vez siente el llamado, no dude en volver. Las puertas de la mansión estarán abiertas para un invitado tan distinguido como usted.
Abel sintió un escalofrío recorrerle la espalda al escuchar esas palabras. “Siempre será bienvenido”. Era como si, en vez de ofrecerle una despedida definitiva, el guía estuviera marcando el inicio de una especie de pacto implícito, una promesa de que nunca estaría realmente libre de Golden Valley. Por un momento, pensó en decir algo, en rechazar esa oferta con todas sus fuerzas, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
—Gracias por guiarme hasta aquí, pero no creo que vuelva…—Respondió Abel, con la voz cansada, pero tratando de sonar firme. Sabía que sus palabras no reflejaban lo que sentía, pero ¿cómo podía decirle la verdad a este hombre? ¿Cómo explicaría el horror que había visto, o la culpa que lo carcomía por haber escapado, posiblemente, a costa de otra vida?
El guía inclinó ligeramente la cabeza, pero su sonrisa permanecía intacta.
—Entiendo su deseo, señor. Muchos se sienten así al principio. Pero si en algún momento siente la necesidad de regresar, no dude en hacerlo. Siempre será bien recibido en esta mansión.
El escalofrío que Abel había sentido antes se intensificó, como una descarga eléctrica recorriéndole la columna vertebral. Esa insistencia en que siempre sería bienvenido le sonaba a una condena disfrazada de cortesía. Lo último que quería era volver a poner un pie en esta mansión, pero algo en el tono del guía lo hacía dudar de que la decisión fuera completamente suya.
—Lo tendré en cuenta —Respondió, aunque sabía que lo que en realidad quería era olvidar por completo la existencia de Golden Valley.
El guía hizo una ligera reverencia, como si estuviera cerrando el capítulo final de una obra teatral.
—Le deseo lo mejor, señor. Que su camino sea tranquilo y, sobre todo, seguro.
El guía mantuvo la sonrisa, pero sus ojos adquirieron un brillo distinto, como si supiera algo que Abel no sabía. No dijo nada más, despidiéndose formalmente antes de darse la vuelta y caminar de regreso hacia la oscuridad de la mansión. Su figura se fue desvaneciendo en las sombras, como si formara parte del lugar, como si la mansión lo absorbiera nuevamente en su interior.
Abel se quedó inmóvil por un momento, mirando la puerta que se cerraba lentamente tras el guía. Sintió una oleada de alivio al ver cómo esa maldita puerta finalmente se cerraba, separándolo de todo lo que había vivido en su interior. Pero junto con ese alivio, también sintió un miedo profundo, como si supiera que esa despedida no era el final.
Respiró profundamente, inhalando el aire fresco que ahora lo rodeaba. Por primera vez en lo que le parecieron siglos, podía sentir el viento en su rostro sin el peso de la niebla opresiva que antes lo había rodeado. Se volvió para mirar el cielo, azul y despejado, con el sol brillando cálido sobre él. Era un día perfecto, surrealista en comparación con la oscuridad que había dejado atrás. Abel avanzó con pasos lentos, como si quisiera saborear el momento de paz que se le ofrecía.
Los jardines de la mansión parecían vibrar con vida. Las flores se mecían suavemente con la brisa, y los árboles que rodeaban el patio estaban llenos de hojas verdes que brillaban bajo la luz del sol. Era una escena pacífica, tan distinta de lo que había esperado. Abel se detuvo un momento en medio del patio, levantando la vista al cielo, un cielo azul profundo, sin una sola nube a la vista.
—Es un día hermoso… —Murmuró para sí mismo, intentando convencerse de que todo había terminado. Después de todo lo que había vivido, un día soleado como este parecía un regalo inesperado. Por un instante, se permitió el lujo de cerrar los ojos y sentir el calor del sol en su piel, como si el sol estuviera brillando solo para él. Y era difícil de negar que solamente un protagonista victorioso merecía tal día para coronar su regreso triunfal al mundo de los vivos.
Después de un momento de pausa, Abel abrió los ojos y siguió caminando, dejando atrás los dominios de la mansión. A cada paso, sentía que el peso que llevaba en sus hombros se aligeraba, pero al mismo tiempo, había algo que no se podía quitar de encima. Las palabras del guía seguían resonando en su mente: “Siempre será bienvenido”. Abel apretó los dientes, negándose a darle más vueltas, pero el escalofrío que le había recorrido la espalda cuando escuchó esas palabras no se disipaba.
Al cruzar el patio de la mansión, notó cómo la niebla había desaparecido por completo. El paisaje brillaba bajo la luz del sol. Las colinas verdes se extendían ante él, los árboles se mecían suavemente con la brisa, y el aroma de la naturaleza fresca lo envolvía como una manta cálida. Era casi imposible creer que este lugar tan hermoso y pacífico podía albergar tanta oscuridad en su interior.
El sendero montañoso que conectaba la mansión con el pueblo estaba cubierto de pequeñas piedras que crujían con cada paso que Abel daba, resonando en el silencio como un eco que le recordaba su propia presencia. No tenía prisa por descender, ni calma por subir las colinas. No porque se sintiera exhausto, sino porque la paz inesperada lo desconcertaba. Era como si el mundo se estuviera tomando un respiro después de la tormenta que había vivido. Cada vez que sus botas golpeaban el suelo, sentía que se alejaba más de las pesadillas que dejaba atrás, aunque su mente seguía atrapada en ellas.
A mitad de camino, encontró un arroyo de agua clara y cristalina que corría junto al sendero. Allí, se arrodilló y, con movimientos lentos, comenzó a limpiar la sangre que aún tenía en las manos, en el rostro, en las botas y en todo el cuerpo, restos de las terribles experiencias que acababa de superar. El agua fría sobre su piel lo hizo sentir vivo, real. Mientras el rojo de la sangre se desvanecía en el arroyo, sus manos temblaban ligeramente, no tanto por el frío, sino por el peso del recuerdo de lo que había hecho.
Cuando terminó, se levantó y observó su reflejo distorsionado en la corriente. No había más sangre ensuciando su atuendo, pero su aspecto seguía siendo desaliñado, como si hubiera estado involucrado en una pelea de borrachos. De todas formas, las marcas físicas eran lo de menos. Lo que verdaderamente importaba, lo que lo había transformado, no se veía en la superficie. La locura que había sufrido este día seguía ardiendo en sus ojos, oculta bajo una capa de aparente serenidad. El rostro que veía en el agua le era extraño, pero no le importaba. No tenía tiempo para lamentar en qué se había convertido. Una nueva vida lo esperaba al salir del pueblo minero.
El sendero era angosto, serpenteando entre colinas cubiertas de una densa vegetación que se mecía suavemente con el viento. A pesar de su sinuoso trayecto, era un camino claro, fácil de seguir, casi como si lo estuviera guiando de vuelta a una realidad que había dejado atrás hacía mucho tiempo. Todo a su alrededor estaba en paz.
A medida que avanzaba, el paisaje se abría poco a poco ante él, permitiendo que sus ojos abarcaran un horizonte más amplio. Desde la altura en la que se encontraba, podía ver el pueblo a lo lejos, encajado entre las montañas, como un pequeño punto insignificante en medio del vasto y majestuoso paisaje. Desde esta distancia, el pueblo era hermoso. El canto de los pájaros llenaba el aire, algo que Abel no había notado antes. Tal vez era porque su mente había estado demasiado ocupada con la paranoia. Ahora, ese sonido le resultaba relajante, casi como una señal de que la pesadilla había terminado. El viento soplaba suavemente, acariciando las hojas de los árboles, y el aroma de la tierra húmeda y las flores silvestres llenaba sus pulmones con cada respiración.
—No puedo creer que esté dejando todo eso atrás… —Pensó Abel en voz alta, aunque no había nadie para escucharlo. El sendero estaba desierto, y la única compañía que tenía era la naturaleza que lo rodeaba.
A medida que descendía por la montaña, el sol se movía lentamente en el cielo, bañando todo con un resplandor dorado que hacía que incluso las sombras parecieran menos amenazantes. Abel continuó caminando, dejando que el paisaje y el silencio lo envolvieran. Se sentía como si hubiera pasado una eternidad atrapado en este lugar, pero ahora, el tiempo parecía haberse detenido. Cada paso que daba lo acercaba a la tranquilidad que tanto anhelaba.
El sendero finalmente comenzó a aplanarse, y Abel sabía que pronto llegaría al pueblo. Pero por ahora, disfrutaba del silencio, del calor del sol en su piel y del suave sonido del viento entre las hojas. Era un momento de paz, un respiro antes de enfrentarse a lo que vendría después.
Sin contratiempos, Abel llegó al pueblo. Con paso lento caminó por las calles desiertas, cruzándose ocasionalmente con algún turista que le saludaba alegremente. Estos saludos forzaban una sonrisa en el rostro del viudo, quien, como una máquina programada para tal función, devolvía el gesto con un saludo casi idéntico. La verdad era que el viudo esperaba caer en una trampa mortal al llegar al pueblo; sin embargo, nada de eso ocurría. Este era el mundo real, llenó de gente real. Muy amable y feliz. Un hermoso mundo en el cual vivir.
Mientras Abel recorría las tranquilas calles del pueblo, tratando de dejar atrás la mansión y todo lo que esta representaba, un hombre apareció a la distancia, caminando con pasos ligeros y precisos. Al principio, Abel no le prestó demasiada atención, pero conforme el hombre se acercaba, no pudo evitar reparar en su aspecto. Era uno de los tantos guías que trabajaba en el pueblo, pero no cualquier guía. Este venía directamente hacia él ignorando a los otros turistas. Su vestimenta y porte eran inusuales, evocando una época pasada, como si el tiempo no hubiese pasado para él o, tal vez, como si se tratara de una representación viva de los antiguos esclavos que trabajaban en la mina de Golden Valley.
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El hombre vestía una chaqueta de lona grisácea, visiblemente gastada, pero de corte impecable, como si hubiera sido diseñada en otra era, cuando los mineros llevaban uniformes que los identificaban como parte de los esclavos que mantenían las minas activas. Sobre su cabeza llevaba una gorra de paño, redonda y ajustada, como las que se usaban para protegerse del polvo y del sol inclemente. A pesar del desgaste evidente de sus prendas, el hombre caminaba con una agilidad sorprendente. Sus botas de cuero estaban rotas al punto de parecer inutilizables. Mientras que las mangas de su chaqueta estaban arremangadas justo por debajo de los codos, dejando a la vista unos antebrazos fuertes y bronceados por el sol. Su piel estaba llena de cicatrices pequeñas que parecían recuerdos de un pasado no envidiable, contrastando con su expresión amable, una que Abel notó de inmediato mientras el guía levantaba una mano en señal de saludo.
—¿Está todo bien, señor? —Preguntó el guía, acercándose con pasos rápidos—¿Se ha caído mientras paseaba por el sendero? Su brazo… —Señaló el brazo de Abel, que, aunque Abel apenas había notado por el adormecimiento que el agotamiento le provocaba, colgaba de una manera que no era normal. La adrenalina del día le había mantenido insensible al dolor, pero ahora, con la voz del guía llamando su atención, una punzada profunda comenzó a instalarse en su brazo roto.
Abel tragó saliva, intentando procesar la situación rápidamente. No quería llamar más la atención de la necesaria, deseaba irse del pueblo sin más contratiempos. Las cicatrices de este hombre no eran falsas y ningún guía en su sano juicio se dejaría azotar solo para darle más realismo a su representación histórica. Había algo mal en todo esto. Respiró hondo y negó suavemente con la cabeza, esforzándose por mantener su voz calmada.
—Estoy bien, gracias. Solo... tropecé un poco en el sendero —Mintió, evitando el contacto visual con el guía mientras hablaba. Quería ser convincente, pero su nerviosismo se notaba en la manera en que sus palabras salían de manera poco fluida— No es nada serio.
El guía frunció el ceño, su mirada recorriendo el cuerpo de Abel, deteniéndose en el brazo claramente torcido y en la suciedad que aún cubría gran parte de su ropa. No parecía convencido. Abel, viendo que sus palabras no estaban logrando el efecto deseado, intentó forzar una sonrisa, pero solo consiguió que sus labios temblaran.
—Señor, no me parece que eso sea solo una caída ligera —Insistió el guía, dando un paso más cerca y observando el brazo herido con más atención— Por favor, déjeme ayudarlo. No es ninguna molestia, y con ese brazo no debería continuar sin al menos tratarlo un poco. Puedo ponerle una venda y aplicar algo para aliviar el dolor.
Abel estaba a punto de rechazar nuevamente la oferta cuando algo en la mirada del hombre lo detuvo. La preocupación genuina del guía, tan diferente de las miradas llenas de malicia y misterio que había encontrado en Golden Valley, despertó algo en él. Quizá era la simple humanidad en el rostro del hombre lo que lo desarmó. La verdad era que, a pesar de su deseo de huir lo más rápido posible, Abel estaba agotado. Físicamente y mentalmente. Y en este momento, el dolor en su brazo comenzó a volverse más intenso.
Suspiró y asintió levemente, aceptando la ayuda que se le ofrecía.
—Está bien —Dijo, en voz baja—Gracias…
El guía esbozó una sonrisa cálida y buscó rápidamente un pequeño botiquín que llevaba consigo en un bolsillo de su chaqueta. Abel lo observó con algo de incomodidad mientras sacaba vendas, una pequeña pomada y lo que parecía ser una tablilla improvisada para estabilizar el brazo.
—Siéntese aquí, por favor —Indicó el guía, señalando una roca cercana a una de las casas del pueblo—Esto no tardará mucho.
Abel obedeció, aunque sus movimientos eran lentos y torpes. Mientras el guía trabajaba con delicadeza en su brazo, aplicando la pomada y envolviendo las vendas con habilidad, la mente de Abel divagaba. Pensaba en todo lo que le había ocurrido, cómo todo había comenzado con la idea de enfrentarse a sus demonios y buscar respuestas, solo para haber terminado con él huyendo con la cola entre las patas. Pero aquí estaba, vivo, permitiendo que un hombre cualquiera lo cuidara, aliviando temporalmente su dolor.
—¿Cómo se lastimó así? —Preguntó el guía, mientras terminaba de ajustar la venda— Este sendero puede ser traicionero a veces, especialmente si uno no está acostumbrado a caminar por la montaña.
Abel tragó saliva de nuevo. No podía contar la verdad. La verdad sería demasiado absurda, demasiado espantosa para alguien que no había presenciado el infierno que él había atravesado. Pensó rápido y se inventó una historia, aunque las palabras se le atoraban en la garganta.
—Volvía de la mansión de los Fischer… Tropecé con una roca…—Dijo, intentando que su voz sonara despreocupada— Me caí y rodé un poco… No fue gran cosa, pero creo que me torcí el brazo en la caída. No me di cuenta de lo mal que estaba hasta que ya estaba lejos de la mansión.
El guía lo escuchó con atención, asintiendo mientras Abel hablaba. Parecía creer la historia, o al menos no tenía razones para dudar de ella.
—Es comprensible —Respondió el hombre con un tono de voz calmado—Estas montañas son hermosas, pero pueden ser peligrosas si no se tiene cuidado. Y por lo que veo, debió ser una caída más seria de lo que usted piensa. Pero no se preocupe, esto le ayudará a recuperarse.
—Gracias —Murmuró Abel, sintiendo una mezcla de alivio y ansiedad. Lo último que quería era quedarse más tiempo del necesario, pero era difícil ignorar el hecho de que el dolor en su brazo ya comenzaba a aliviarse un poco con la ayuda del guía.
Una vez que terminó de vendarle el brazo y aplicarle la tablilla, el guía guardó el botiquín y se puso de pie, tendiéndole una mano para ayudar a Abel a levantarse. El viudo aceptó la mano, aunque el gesto le pareció demasiado íntimo después de todo lo que había pasado.
—Debería tener más cuidado la próxima vez —Comentó el guía, con una leve sonrisa— Pero tampoco se preocupe demasiado, estos senderos son muy seguros, y no todos los días se encuentra a alguien necesitando ayuda.
Abel asintió, aunque en su mente no había ningún “próxima vez”. No quería volver a este lugar, ni al sendero, ni a la mansión, ni al maldito pueblo.
—Lo tendré en cuenta —Dijo, tratando de que su voz sonara lo suficientemente firme como para dar por terminada la conversación.
El guía lo miró con un gesto de comprensión, pero justo antes de que Abel pudiera agradecerle una vez más y seguir su camino, el hombre habló nuevamente, con un tono más serio esta vez.
—Si alguna vez necesita regresar, no dude en hacerlo —Dijo— Usted siempre será bienvenido en Golden Valley, señor.
Abel sintió un escalofrío recorrer su espalda ante esas palabras. Algo en la forma en que el guía las pronunció, en cómo su mirada se sostuvo por un segundo más de lo necesario, le resultó inquietante. Era como si hubiera algo más detrás de esa invitación, algo que Abel no quería descubrir. Quiso responder, pero se encontró incapaz de hacerlo. Simplemente asintió con la cabeza y forzó una sonrisa que no alcanzó sus ojos.
—Gracias, pero creo que ya he tenido suficiente exploración por un buen tiempo —Respondió finalmente, intentando sonar cortés, pero también dejar claro que no tenía intención alguna de regresar.
El guía, sin embargo, no pareció inmutarse. Con una última sonrisa, dio un paso atrás y levantó la mano en señal de despedida.
—Buena suerte, señor. Y recuerde: aquí siempre tendrá un lugar al que volver.
Abel sintió que esas palabras quedaban flotando en el aire mientras comenzaba a alejarse del guía.
Siguió caminando de manera automática, avanzando hasta llegar al famoso cartel que daba entrada al pueblo. Al verlo, se detuvo, y una extraña mezcla de sorpresa y disgusto recorrió su cuerpo. El cartel que recordaba haber destrozado con sus propias manos, ahora estaba en perfecto estado, como si nada hubiera ocurrido.
—Pensar que todo comenzó con este cartel de mierda… —Murmuró Abel, con una mueca de desdén mientras se acercaba al cartel por la parte trasera. Revisó cada rincón, pero no encontró nada escrito en él.
Frunciendo el ceño y sacudiendo la cabeza con incredulidad, Abel se encaminó hacia el sendero que dirigía al estacionamiento, sintiendo que la tensión en su pecho comenzaba a ceder sólo un poco. Mientras caminaba, murmuró con una mezcla de ironía y desdén:
—¿De verdad crees que tienen una máquina de niebla lo suficientemente grande como para envolver todo el pueblo? Vamos, Abel… eso sería una locura. Es más fácil aceptar que tras realizar un pacto con el diablo lograste escapar del infierno. Sí, eso es más creíble.
Las palabras salieron de su boca cargadas de sarcasmo, como si aún tratara de convencerse de la realidad de lo que acababa de vivir. En el fondo, sabía que cualquier explicación racional no era más que una mentira piadosa para calmar su mente.
Se detuvo un momento, casi sin quererlo, giró sobre sus talones para echar una última mirada a la pequeña casa de piedra que se encontraba a unos metros de distancia, la misma en la que había pasado su primera noche en Golden Valley. Sus ojos se posaron en el tejado, donde un hermoso pájaro carpintero se había posado, golpeando rítmicamente la madera entre las piedras con su pico. El sonido era constante y casi hipnótico, como un reloj que marcaba el paso del tiempo de forma inexorable.
Abel parpadeó varias veces, absorto por un instante en la simplicidad de aquella escena. El contraste entre la pureza del pájaro y la oscuridad de lo que acababa de vivir era casi insoportable. Por un segundo, pensó que tal vez, solo tal vez, la vida fuera algo más que blancos y negros. Que incluso en un lugar tan desalmado como Golden Valley, algo tan bello como aquel carpintero podía existir. Pero ese pensamiento fue fugaz.
Sacudió la cabeza con fuerza, como si intentara despejarse de cualquier vestigio de esperanza o ilusión. No había lugar para esos sentimientos aquí, no después de lo que había enfrentado. Con pasos firmes, pasó de largo la casa sin el menor interés en volver a cruzar sus puertas. No tenía la más mínima intención de pasar otra noche en ese sitio, ni de volver a respirar el aire enrarecido que impregnaba cada rincón del pueblo.
Su único objetivo era el estacionamiento, donde su vieja moto lo esperaba, intacta como una hija y fiel como una esposa, como un último vestigio de esperanza. Mientras caminaba por el último sendero que tenía por recorrer, sentía cómo su ansiedad disminuía poco a poco, sustituida por un apremiante deseo de poner la mayor distancia posible entre él y Golden Valley.
Abel se detuvo en seco a medio camino, incapaz de dar otro paso sin enfrentarse por última vez a la sombra de Golden Valley. Su mirada recorrió el pueblo, ese agujero maldito que parecía olvidado incluso por Dios, un lugar que se había tragado su alma y la había escupido de vuelta, hecha pedazos. El viento era suave, y el silencio que lo rodeaba solo hacía que el eco de sus pensamientos retumbara más fuerte en su mente. Respiró hondo, y tras unos segundos de amarga reflexión, dejó escapar un murmullo cargado de resignación:
—Vine a este lugar buscando respuestas… respuestas que, en el fondo, sabía que nunca encontraría. Y ahora… ahora me voy con más preguntas que certezas, como si todo hubiese sido una cruel broma. Si esto no es un final de mierda para esta historia, entonces no sé qué lo sería. Pero, ¿qué esperabas, Abel? —Se detuvo, su boca se torció en una mueca de amargo sarcasmo— ¿Un final feliz? En una historia de terror no hay finales felices. Solo hay finales… y este es el tuyo. No es uno bueno, no es uno abominable… solo un final, y punto.
El peso de sus palabras lo aplastaba, pero también sentía una extraña liberación en ellas. Era el final, sí, y por fin podía aceptarlo. Todo lo que había enfrentado, todo lo que había sufrido, culminaba en este momento. No había justicia poética, ni redención, ni paz. Solo el vacío de haber sobrevivido.
De repente, como si una chispa le hubiera prendido fuego por dentro, su postura cambió. Una oleada de furia contenida, de sarcasmo mordaz y desesperación acumulada lo invadió. Alzó la voz, primero con una amargura hiriente, luego con una firmeza desgarradora, dirigiéndose al vacío, al maldito pueblo que lo había torturado hasta el límite:
—¡Lo escuchaste, pueblo de mierda! ¡Este es el final de la historia! ¡Yo, Abel Neumann, me retiro como protagonista de tus macabras y desalmadas historias! ¡Me largo de aquí, y ojalá te pudras en el olvido junto con todos tus secretos de mierda! —Su voz resonaba en el aire, y con cada palabra, parecía escupir la rabia que había estado acumulando durante todo este tiempo— ¡Adiós, manga de dementes! ¡Adiós, pasado trágico! ¡Adiós, Golden Valley! ¡Y que Dios me proteja de volver a escuchar siquiera tu miserable nombre!
El eco de sus gritos se fue desvaneciendo entre las colinas, llevando consigo los últimos vestigios de todo lo que había soportado en ese lugar. Durante unos segundos, todo quedó en silencio, un vacío denso que parecía absorber sus palabras, como si el mismo pueblo lo estuviera escuchando, quizás incluso disfrutando de sus palabras finales. Palabras tan ridículamente dramáticas y pomposas que parecían más propias de un actor amateur perdido en una improvisación. Como si el protagonista hubiera intentado dar su gran discurso final solo para fracasar en el intento, y el director, con un perverso sentido del humor, hubiera decidido dejarlo así, preservando para siempre la absurda felicidad que el protagonista había alcanzado en ese instante final.
Abel cerró los ojos por un momento, dejando que el viento acariciara su rostro, llevando consigo la tristeza y el dolor. Abrió los ojos con un nuevo sentido de determinación. Ya no era el mismo hombre que había llegado a Golden Valley, buscando respuestas como un ciego en la oscuridad. Se sentía destrozado, roto en mil pedazos, pero también estaba decidido a seguir adelante, sin importar las cicatrices que llevara consigo.
Giró sobre sus talones y comenzó a caminar hacia el estacionamiento, con la espalda recta y el paso firme. Dejaba atrás Golden Valley, pero sabía que, de una forma u otra, ese lugar lo acompañaría para siempre, como una sombra que no podría desprenderse de su piel. Y mientras lo hacía, no podía evitar sentir un escalofrío recorriéndole la columna, como si el pueblo mismo lo estuviera observando, sabiendo que aunque Abel se marchara, jamás escaparía del todo.
Pero Abel no miró atrás.
Habiendo finalmente exorcizado los demonios que lo habían perseguido durante todo su viaje, Abel sintió cómo un peso invisible se desprendía de su alma. Con cada paso que daba hacia el estacionamiento, la tensión en sus hombros se desvanecía, su respiración se volvía más regular, y un leve atisbo de satisfacción se asentaba en su pecho. Por primera vez en mucho tiempo, se permitió la sensación de victoria, aunque sabía que la batalla había sido demasiado oscura como para celebrarla con verdadero entusiasmo.
El sendero se le hacía corto. El sol aún brillaba en el horizonte, arrojando sus gloriosos rayos dorados sobre las montañas. La luz pintaba el cielo con tonos cálidos, como si el universo mismo reconociera el fin de su odisea. Antes de que la oscuridad pudiera volver a acecharlo, llegó al estacionamiento, donde su fiel moto lo esperaba, hermosa y bella, como si todo lo que había ocurrido en Golden Valley fuera solo una pesadilla.
Abel sonrió, una sonrisa cargada de alivio. Al colocarse el casco, la rigidez en sus movimientos parecía disminuir, como si el simple acto de prepararse para irse lo devolviera a una realidad más manejable. Se subió a la moto, y cuando el motor rugió, el sonido llenó el aire con una energía vital, casi purificadora.
Giró el acelerador con determinación y arrancó con una velocidad que dejaba claro que no quería quedarse ni un segundo más en aquel lugar. La carretera serpenteaba frente a él, pero Abel no miraba atrás. No había necesidad. Golden Valley, con todos sus misterios, con todas sus sombras y cicatrices, ahora quedaba en su pasado.
A medida que avanzaba por la carretera, el viento fresco golpeaba su rostro y, por primera vez en mucho tiempo, Abel sintió algo parecido a la esperanza. El futuro que se extendía ante él era incierto, sí, pero también estaba lleno de posibilidades. Lo más importante: estaba lejos de ese maldito pueblo. Y eso era suficiente. Abel era feliz.