Abel había evitado usar el mapa la última vez que se encontró perdido entre la niebla, ya que su diseño era minimalista, casi caricaturesco. Unos pocos dibujos y caminos estaban representados de manera simplista, suficiente para un turista casual, pero inútil para alguien perdido en medio del valle. El único camino que figuraba en el mapa hacia la mansión Fischer era el del sendero principal, es decir, el camino que iba desde el pueblo hasta la entrada de la mansión. Anteriormente, Abel no tenía un punto de referencia claro para guiarse con el mapa, ya que no sabía exactamente cuál de todos los posibles senderos estaba recorriendo. Pero esta vez, partía desde la tranquera que daba entrada a la mansión, por lo que el mapa podía ser de gran utilidad.
Abel desplegó el papel finamente doblado y examinó el boceto del camino que debía recorrer; aunque esta comprobación era más una forma de calmar su miedo a perderse que algo útil. Pero más allá de los nervios, el sendero principal estaba demasiado marcado en el terreno para perderse, por lo que no había forma de desviarse. Era una línea recta bordeada con arbustos y curvas muy suaves; lo único incómodo era que el terreno era montañoso, lo que requería un esfuerzo extra en las subidas y cuidado para no resbalar en las bajadas.
Al comprobar que no había cruces ni intersecciones donde pudiera perderse, Abel guardó el mapa. Con paso firme y apresurado, comenzó a alejarse de la mansión, dirigiéndose al pueblo. La idea de Abel era atravesar el pueblo para evitar perderse nuevamente entre la niebla. Las multas por los destrozos ya no le importaban en absoluto debido al macabro giro que había tomado la situación. Si en el pueblo se cruzaba con un guía, saldría corriendo o directamente le rompería el rostro con tal de llegar a su moto. En estos momentos, su vida estaba en riesgo, y ningún guía de este pueblo era digno de su confianza. Además, su mente estaba más concentrada en la posibilidad de que su hija realmente estuviera viva en ese “otro mundo” que en el peligro que el pueblo representaba. Con un nuevo asesino y un sobreviviente, había nuevas pruebas y nuevas posibilidades, y para el desesperado corazón de Abel, esas posibilidades, por más minúsculas que fueran, no podían pasarse por alto. Sin embargo, no era tiempo de explorar, era el momento de escapar. Buscar a una niña en este pueblo lleno de gente peligrosa y sin ayuda era algo que solo un imbécil haría.
Abel recorrió el sendero hasta llegar aproximadamente a la mitad del camino. Entonces, se detuvo y sacó su celular. Ya estaba lo suficientemente lejos de la mansión como para estar seguro de haber perdido al asesino. Era momento de pedir ayuda a la comisaría más cercana, la cual estaba a varias horas de distancia. Probablemente, él llegaría al estacionamiento antes de que la policía arribara al pueblo.
Pudo haber llamado a la policía antes, pero Abel solamente se percató del verdadero peligro de Golden Valley cuando salió del sótano y se cruzó con el guía nauseabundamente gordo. Antes, la situación era un juego del gato y el ratón, donde las consecuencias de ser atrapado eran una multa y un doloroso dolor de culo con un trámite engorroso que terminaría implicando horas o días de trabajo comunitario. No obstante, desde que vio a ese monstruo nauseabundo, supo que el juego había acabado. Desde ese momento, Abel pensó en la opción de llamar a la policía. Sin embargo, el destino nunca le dio la calma que necesitaba para hacerlo.
Primero tuvo que esconderse, luego escapar, finalmente encontró una pausa en la despensa de la mansión, no obstante, en la misma también se encontraba el joven Martín, quien había mostrado en más de una oportunidad no estar en sus cabales. Llamar a la policía frente a él podía terminar en un ataque inesperado. Pero ahora la situación era otra, finalmente estaba lejos de todo el mundo y su mente se sentía lo suficientemente segura para tomarse una pausa y pedir ayuda. Era tiempo de dejar de estar solo en esta lucha por su supervivencia.
Abel desbloqueó la pantalla de su celular y vio un sólido 15% de batería restante. Esta cantidad de batería era muy poca para muchas cosas, pero en estas condiciones, era suficiente para hablar por un buen tiempo con la policía. Tras marcar el número de teléfono de la comisaría, esperó a que alguien respondiera del otro lado. La policía rural no estaba tan acostumbrada a recibir llamadas que interrumpieran su pacífica vida de pueblo, por lo que era común que se tardaran en contestar.
*…* Nadie atendía.
A pesar de que nadie atendía la llamada, Abel no perdía la paciencia, puesto que se lograba escuchar la música que la comisaría había puesto para las llamadas en espera. Sabía que tarde o temprano alguien lo atendería. Sin embargo, la elección de la música era bastante rara: una pieza clásica, lenta, monótona y melancólica. Se trataba de un adagio, con violines que susurraban notas largas y sostenidas, casi como si estuvieran llorando en silencio. El acompañamiento de un piano apenas se distinguía, tocando acordes suaves y espaciados, que parecían resonar con una tristeza contenida. A medida que la música avanzaba, se escuchaba el tenue lamento de un violonchelo, cuyo sonido profundo y grave añadía una capa de melancolía, envolviendo a Abel en una atmósfera demasiado triste para la situación que estaba viviendo.
La melodía era simple, repetitiva, casi hipnótica, lo que aumentaba la sensación de monotonía. No había cambios bruscos, ni crescendos emocionantes, solo una constante línea de sonidos que parecía extenderse infinitamente, como si el tiempo se hubiera detenido. La música parecía diseñada para calmar, pero en el contexto de la espera ansiosa de Abel, resultaba perturbadoramente apática.
The author's tale has been misappropriated; report any instances of this story on Amazon.
Mientras escuchaba, Abel no podía evitar sentirse atrapado en una especie de limbo musical, un espacio entre la desesperación y la esperanza. ¿Había alguien del otro lado dispuesto a escuchar se suplica de ayuda? Cada nota le recordaba la situación en la que se encontraba, aislado, rodeado de una niebla espesa y con la incertidumbre de lo que vendría a continuación. Cada segundo que pasaba, la música lo hacía sentir más solo, más consciente de la gravedad de su situación. Sin embargo, a pesar de lo deprimente que era la melodía, Abel encontraba un extraño consuelo en ella, como si fuera una compañía silenciosa en su soledad, una presencia etérea que entendía su sufrimiento sin necesidad de palabras.
“¿A quién se le habrá ocurrido poner una música tan depresiva? Si alguien con tendencias suicidas llamará, se cortaría las venas solo de escucharla. Supongo que en la vida rural, la depresión debe estar muy lejos de los problemas del día a día…” Pensó Abel, mientras bajaba un poco el volumen del celular; temeroso de que la música se escuchara demasiado alto y anulase la protección que le daba el espeso manto de la niebla.
Pasaron aproximadamente 15 minutos y Abel comenzaba a impacientarse. Se había sentado en una roca grande cercana al sendero, aprovechando para descansar sus cansadas piernas en aquel incómodo asiento improvisado.
—Se están tardando un montón en atenderme… —Se quejó Abel, mirando la niebla que lo rodeaba con desconfianza— Considerando la hora a la que estoy llamando, me imagino que habrá, a lo mucho, dos personas despiertas en la comisaría del pueblo cercano. ¿Justo ahora tienen dos llamadas entrantes? No, deben estar ocupados con algún trámite engorroso.
Llamar a la policía y que nadie atendiera era incómodo para cualquiera, especialmente dado que cuando se marcaba este número no era precisamente para una charla casual. Pese a todo, Abel se alegró de que al menos pudiera realizar la llamada, ya que inicialmente había dudado de que hubiera cobertura en el área.
Otros cinco minutos pasaron, y la canción en la sala de espera estaba por terminar. Justo cuando el silencio impuso su presencia, un policía atendió la llamada:
—Mucho gusto, ¿quién está llamando? —La voz al otro lado era femenina y sonaba ligeramente adormilada.
—Mi nombre es Abel —Dijo él, tratando de mantener la calma—Necesito ayuda urgente. Estoy en Golden Valley, cerca de la mansión Fischer. He escapado de un asesino. Necesito que me envíen ayuda lo antes posible.
Hubo una breve pausa antes de que la policía respondiera:
—Entiendo, señor. Mantenga la calma. Redirigiremos la llamada a la comisaría más cercana y ellos enviarán una patrulla inmediatamente. ¿Puede mantenerse seguro mientras llega la ayuda?
—Sí, pero no sé por cuánto tiempo podré seguir escapando —Respondió Abel, mirando a su alrededor con creciente nerviosismo— Estoy en el sendero principal que va de la mansión al pueblo, mi objetivo es llegar al estacionamiento para escapar. ¿Cuánto tardarán en llegar? ¿Por qué no mandan una patrulla desde su comisaría?
—Me temo que no podemos enviar una patrulla de inmediato —Contestó la oficial con una urgencia profesional— La patrulla tardaría aproximadamente 12 horas en llegar si la enviamos desde nuestra localidad. Pero no se preocupe, Abel. Redirigimos la llamada y la comisaría del pueblo más cercano a Golden Valley entrará en contacto con usted. Tranquilícese, ellos harán todo lo posible para llegar rápidamente. ¿Tiene suficiente batería en su teléfono para mantenerse comunicado hasta que llegue la policía?
—Apenas un 15%, pero espero que dure lo suficiente —Respondió Abel.
—Bien, manténgase en la línea si es posible —Ordenó la oficial— Estamos redirigiendo la llamada. No se mueva del sendero principal y trate de mantenerse a salvo.
La oficial colgó y la música melancólica que Abel había estado escuchando durante la interminable espera volvió a sonar. La melodía triste y repetitiva parecía hacer eco en su mente, intensificando la sensación de soledad. Cada nota parecía prolongar el tiempo, como si el destino mismo se tomara un descanso para observar su sufrimiento. Sin embargo, había una luz al final del túnel: la esperanza de que la ayuda estaba en camino.
Abel decidió tomar un momento para contemplar el paisaje que apenas podía distinguir. La niebla envolvía el valle en un manto blanquecino, difuminando la vegetación y creando un mundo de contornos borrosos. Mirar la niebla le permitió desconectarse brevemente de la desesperación y la adrenalina que lo habían acompañado hasta ahora. El silencio del valle, interrumpido solo por el tenue murmullo del viento y la melancólica melodía que salía de su celular, ofrecía un extraño consuelo.
Mientras observaba el paisaje sombrío, Abel permitía que su mente vagara entre la calma del entorno y la tormenta emocional que se libraba en su interior. La niebla, con su quietud inquietante, parecía querer absorberlo todo, arrastrando consigo sus miedos y esperanzas. A medida que la canción en la sala de espera se acercaba a su fin, Abel sintió el peso de cada segundo que pasaba. Finalmente, antes de que la canción se desvaneciera por completo en el silencio, una voz quebrada y ligeramente angustiada emergió del teléfono, interrumpiendo la monotonía de la escena. La voz del oficial reflejaba un cansancio palpable, como si la llamada fuera solo una molestia más en un día, ya lo bastante complicado:
—¿Hola?, ¿quién está llamando?