Abel sintió su esperanza desvanecerse una vez más. Cada paso que creía haber dado hacia la salvación, cada posible ruta de escape que había imaginado, ahora se hacía añicos frente a la presencia de este hombre. Estaba atrapado, no solo en la mansión, sino en un juego mental del que no sabía cómo salir. Ese hombre lo había estado acechando desde el principio, siguiendo sus movimientos como un lobo hambriento sigue a su presa, pero sin nunca atacar, sin nunca moverse realmente. No devoraba su carne, devoraba su mente, su cordura.
“¿Qué diablos quiere de mí este tipo?”, pensó Abel. Era imposible que todo esto fuera solo una coincidencia. El acechador estaba disfrutando verlo sufrir, viéndolo arrinconado entre la muerte y la locura. Con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que estallaría en cualquier momento, el viudo tragó saliva mientras sus manos temblaban tanto que apenas podía sostener la lámpara de aceite con firmeza.
El miedo comenzó a transformarse en una furia desenfrenada. Estaba agotado física y emocionalmente. Había estado reflexionando excesivamente en pensamientos oscuros que había enterrado en lo más profundo de su ser para no tener que revivirlos nunca más, pero toda esa tristeza salió a luz debido a esta maldita mansión: la desaparición de su hija, el suicidio de Clara, los años de soledad, la muerte de Ana, y ahora la gota que rebosaba el vaso: esta persecución interminable por parte de los responsables de sus tragedias. El agotamiento se mezcló con la impotencia, la cual dio nacimiento al odio y todo aquello que había estado reprimiendo durante tanto tiempo explotó de golpe.
Su corazón comenzó a latir con fuerza, pero esta vez no era por el miedo, sino por la ira que lo consumía como un fuego incontrolable. ¿Cómo se atrevía este maldito a mirarlo de esa forma? ¿Qué clase de enfermo podía disfrutar de algo así?
—¡¿Qué mierda te pasa?! —Gritó Abel, su voz quebrándose entre el cansancio y la furia. No podía soportarlo más— ¿Por qué mierda me sigues a todas partes? ¿Es que te divierte verme así, hijo de puta?
El acechador no respondió. Solo lo miró, manteniendo su sonrisa inquietante. Ese silencio solo hizo que la rabia de Abel aumentara más.
—¡Te estoy hablando, mal nacido! —Rugió Abel, sus manos temblando de ira y adrenalina. Era como si todo su cuerpo se preparara para atacar, pero al mismo tiempo, sabía que no tenía ningún control sobre lo que ocurriría después— ¡¿Qué clase de demente disfruta viendo a otro sufrir así?!
El acechador seguía sin moverse. Parecía inmune a los gritos de Abel, como si cada insulto, cada palabra, solo sirviera para aumentar su disfrute. Esa maldita sonrisa, cada vez más grotesca y retorcida, como si se alimentara del odio de Abel, seguía clavada en su rostro.
—¡¿Por qué no te largas, hijo de puta?! —Bramó Abel, al borde de perder completamente el control. Su respiración era errática, y podía sentir el calor de la ira quemándole por dentro. Quería hacer algo, cualquier cosa, pero estaba completamente bloqueado. Lo único que le quedaba era gritar—¡Vete a la mierda antes de que te mate! —Siguió vociferando, su voz cada vez más desesperada.
Fue en ese instante, en medio de su explosión de rabia, que Abel notó algo. Algo que, por un segundo, lo hizo callar. Por el rabillo del ojo, algo se movió. Al principio no lo creyó. Pensó que su mente, agotada por el miedo y la ira, le estaba jugando una mala pasada. Pero no, no era su imaginación.
Allí, al final del pasillo, entre las sombras, había una figura. Una sombra familiar. No era la de un viejo amigo.
Abel giró su cabeza lentamente, con el corazón saltándole en el pecho. Al final del pasillo, inmóvil como una estatua grotesca, estaba el gordo nauseabundo. Parecía desconectado de la realidad, mirando fijamente la pared frente a él, como si estuviera en un trance. Pero el grito de Abel lo sacó de su ensueño, y lentamente, como si fuera parte de una pesadilla, comenzó a girar su cabeza.
—Mierda… —Murmuró Abel, sintiendo cómo el terror se apoderaba de su cuerpo al ver la horrenda máscara que cubría el rostro deformado del gordo.
No hubo ningún juego esta vez. El gordo no intentó intimidar ni asustar. Iba por su vida. Echó a correr, su gran cuerpo moviéndose sorprendentemente rápido hacia Abel. Eso fue suficiente para sacarlo de su estado de shock. Sin perder ni un segundo, Abel giró sobre sus talones y corrió en dirección contraria, alejándose tanto del gordo que lo perseguía como del lobo feroz sonriendo de forma macabra en el patio.
El lobo, sin embargo, no se movió. No ataco. Siguió allí, con esa sonrisa espeluznante, inmóvil, observando la persecución como si fuera un mero espectador, sin intención alguna de involucrarse. Su presencia pasiva era casi tan perturbadora como la carga del gordo.
Abel no se atrevió a mirar atrás mientras corría. Sabía que si lo hacía, sus piernas podrían fallarle. Con el corazón latiendo desbocado, entró de nuevo al dormitorio donde se encontraba la trampilla, cerró la puerta tras de sí y, casi en pánico, corrió hacia el armario, cerrándolo, pero sin entrar en él. Abel había llegado a un punto de no retorno. Su plan no era refugiarse en las sombras ni seguir evadiendo el conflicto. No había tiempo para ello. No funcionaria. Sabía que el momento de la confrontación había llegado, que las cartas estaban sobre la mesa y que ya no había espacio para volver a escapar. Este no era un simple enfrentamiento; era el clímax de una saga épica, la culminación de una lucha titánica entre el héroe y el villano, el instante que la historia había estado exigiendo con una urgencia desesperada desde que él ingresó a Golden Valley. Nuestro héroe no podía seguir postergando su destino. El telón se alzaba, y el escenario estaba preparado para el duelo definitivo. Sus ancestros observaban desde las tribunas, el corazón de los lectores se emocionaba y el escritor reía orgulloso de su obra.
Moviéndose con la determinación de un hombre que sabe que no tiene otra opción, Abel se dirigió hacia la esquina de la habitación. Allí, en el rincón más oscuro, junto a la puerta, encontró su ángulo de ataque ¡El ángulo ciego! La presa se había transformado en depredador. Nuestro protagonista esperaba con paciencia, aguardando el momento justo para atacar. La trampa estaba lista.
No pasó mucho tiempo antes de que el gordo hiciera su entrada triunfal en la habitación, irrumpiendo con una violencia que resonó como un trueno en el silencio tenso que dominaba el lugar. Con una brutalidad casi desmedida, lanzó una patada descomunal contra la puerta, que se estrelló contra la pared con una fuerza que hizo temblar los cimientos de la mansión. Las bisagras, viejas y oxidadas, crujieron bajo la presión, apenas logrando evitar que la puerta se estrellara contra Abel, quien quedó a un suspiro de ser aplastado bajo el peso de la entrada. La fortuna lo cuidaba. La lectura se acelera. La escritura se ralentiza. Llegó el momento que todos esperaban.
El hombre gordo irrumpió con una furia ciega, sin preocuparse por las consecuencias. Sin un instante de vacilación, se lanzó hacia el armario, sus enormes manos destrozando la puerta con una fuerza brutal. Pero lo que encontró fue un vacío desolador: un espacio frío y estéril. No había nadie. El ratón en la esquina lo miraba de reojo, con la misma intensidad con que observa el queso que ha sido descuidado. El gato estaba muerto.
El héroe lanzó la lámpara de aceite con todas sus fuerzas. Años de lanzar tizas a sus compañeros en la escuela parecían volver a su mente. La lámpara voló en una lenta y dramática trayectoria, impactando de lleno en la gran espalda del gordo. El cristal estalló en mil fragmentos, como si quisiera que el espectáculo se apreciara en todos sus ángulos, y el aceite caliente se derramó sobre el demente.
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Por un momento, Abel sintió una ola de satisfacción al ver que había dado en el blanco. Pero esa satisfacción duró menos de un segundo. Una gigantesca explosión resonó en la habitación, cegando momentáneamente a Abel.
*Boom*…
Una bola de fuego azul estalló al impacto, envolviendo al hombre gordo en un infierno ardiente que alcanzó hasta el techo del dormitorio. El aceite no era aceite; era combustible. El fuego se desató con una brutalidad inhumana. Las llamas azules se apoderaron del cuerpo del gordo con una voracidad insaciable, devorando su carne en un festín infernal.
El gordo cayó al suelo, su cuerpo retorciéndose en un espasmo grotesco. Las llamas no eran cálidas, eran hirientes, desgarradoras. El fuego se arrastró por su piel como serpientes venenosas, quemando cada pedazo de carne expuesta. La piel se hinchaba, burbujeaba y se desgarraba con un sonido apasionante, mientras el fuego azulado continuaba su devastador avance. Los gritos del gordo eran un rugido de dolor indescriptible, una sinfonía macabra que dejó traumatizado al viudo.
El suelo se impregnó de sangre y grasa, mientras el hombre gordo se revolcaba en un dolor tan profundo que su descripción parecía rozar lo morboso. La habitación se llenó con el espantoso aroma de carne quemada.
—¡Mierda, la lámpara no tenía aceite! ¡Tenía combustible! —Gritó Abel, comprendiendo de golpe la gravedad de lo que acababa de suceder. La mansión era de madera, el gordo no saldría vivo de esta y muchos inocentes morirían…
La habitación comenzó a arder rápidamente. El fuego se extendió por los tablones del suelo, el armario y las paredes cercanas, mientras el hombre gordo seguía revolcándose de dolor. Su piel se estaba derritiendo frente a los ojos de Abel, y sus gritos eran tan desgarradores que probablemente se escuchaban por todo el valle de Golden Valley.
El horror paralizó a Abel. Lo que había querido hacer era simplemente llamar la atención del hombre gordo para apuntarle con el revólver, con la esperanza de que eso lo calmara lo suficiente como para negociar una salida. Usar el revólver era el último recurso. Pero lo que sucedía frente a sus ojos era algo mucho más siniestro.
El hombre gordo dejó de rodar por el suelo y, con esfuerzo, apuntó su mirada hacia Abel. Aunque su máscara grotesca seguía cubriendo gran parte de su rostro, Abel pudo sentir el odio puro que emanaba de sus ojos. El dolor ya no parecía ser la preocupación principal del demente. Ahora, lo único que importaba era vengarse del hombre que lo había arrojado a las llamas.
Abel sintió una ola de pánico recorrer su cuerpo. No había vuelta atrás. No había manera de enmendar lo que acababa de hacer. Todavía quedaba otro loco acechando por esta mansión. No podía perder el tiempo. Si no actuaba rápido, sería su vida la que terminaría en este capítulo.
Antes de que el hombre gordo pudiera recuperar siquiera un ápice de movilidad, Abel se lanzó hacia él con una furia descontrolada. No hubo tiempo para pensar en las consecuencias. Con un grito de rabia, propinó una violenta patada en la cabeza del hombre gordo. El golpe resonó en la habitación, un sonido seco y crudo que fue seguido por un eco escalofriante.
*Paff*…
El sonido de la patada chocó con la realidad de la habitación. Abel no se detuvo. Su furia le impulsó a levantar la pierna nuevamente, y con una brutalidad implacable, dejó que su bota descendiera una y otra vez sobre la cabeza del hombre gordo. Con cada golpe, el suelo de madera crujía y temblaba bajo el peso.
*Paff, Paff, Paff, Crack*…
Abel lanzó patadas con furia a la cabeza del hombre gordo, cada golpe resonando en la habitación con un impacto seco. La cabeza del gordo no resistió. La calavera se partió bajo los ataques repetidos. Huesos rotos y fragmentos de cerebro estallaron con cada patada, esparciendo una lluvia grotesca de sangre y dientes por el suelo. La sangre brotó en un torrente oscuro, salpicando las botas de Abel y tiñendo el suelo de rojo intenso.
La habitación se llenó de un humo espeso y negro, que se mezclaba con el fuego que devoraba todo. Las llamas rugían sin control, haciendo que el aire se volviera irrespirable. El fuego avanzaba implacable, amenazando con consumir toda la mansión.
Cuando Abel finalmente logró reaccionar, la habitación era un infierno. El suelo era un charco rojo oscuro. Sangre mezclada con fragmentos de carne que momentos antes formaban parte de un hombre vivo. O algo parecido. El cuerpo del gordo yacía inmóvil, un amasijo grotesco de carne quemada y huesos rotos. Estaba muerto. Lo había matado.
El olor era insoportable: una mezcla acre de carne carbonizada y humo que se filtraba en sus pulmones, quemándole las fosas nasales. El aire, espeso y caliente, lo envolvía como un sudario. Cada respiración era una batalla, cada bocanada un recordatorio de que debía escapar de esta habitación cuanto antes. Con las botas empapadas de sangre y los músculos agarrotados por la tensión, temblaba violentamente. La adrenalina seguía corriendo por sus venas, haciéndolo sentir vivo y al borde del colapso a la vez.
Sus ojos recorrieron la habitación en llamas, el fuego consumía cada rincón. Las paredes, ennegrecidas por el humo, crujían amenazando con derrumbarse. El tiempo se le escapaba entre los dedos, pero su mente aún estaba atrapada en esa imagen grotesca: el gordo, su piel pegada a sus botas, derretida, sus gritos extinguidos en un instante de horror. No era solo el fuego, era él. Él lo había matado.
Abel sacudió la cabeza, luchando por arrancarse de esa visión. No había tiempo para pensar, para procesar. No ahora. Las llamas se extendían, lamiendo los restos del armario, devorando todo a su paso. En cualquier momento el techo podría venirse abajo. Sin perder ni un segundo más, corrió hacia la ventana del dormitorio, esa maldita ventana que siempre había estado trabada. Pero eso ahora no importaba. Nada de lo que alguna vez había sido relevante, importaba en ese preciso momento. Solo había tres cosas en su mente: Salir. Escapar. Vivir.
Con una patada, los cristales se hicieron añicos, y el sonido del vidrio rompiéndose fue como una sentencia. El aire fresco del exterior se coló por el agujero, mezclándose con el humo asfixiante del interior. Abel no se detuvo a pensarlo dos veces. Sin mirar atrás, comenzó a colarse por la abertura, sintiendo el viento en su rostro, como una promesa de libertad. Pero esa esperanza duró menos de lo que le tomó dar un paso hacia adelante.
Allí estaba él.
El lobo feroz. De pie, inmóvil en el patio, con esa sonrisa que parecía más una mueca de locura que una expresión humana. Lo esperaba. Como si supiera que Abel intentaría escapar por esa ventana. Como si hubiera estado aguardando ese momento durante toda la noche. La expresión en su rostro no había cambiado en lo más mínimo; esa maldita sonrisa seguía clavada en su cara, perturbadora, imperturbable. La muerte de su compañero no le había afectado lo más mínimo. Era un lobo solitario, y Abel su cordero.
El viudo sintió cómo su corazón se le paralizaba por un segundo. El miedo le apretaba el pecho con una garra invisible. La furia y el terror se mezclaron, creando una combinación explosiva. Sin pensarlo, levantó su revólver, apuntando directamente hacia esa sonrisa enfermiza que parecía burlarse de su desesperación.
—¡Vete a la mierda ahora mismo o te juro que te mato! —Gritó Abel, con la voz rota, casi implorante, pero también cargada de un odio visceral. Podía sentir su propia desesperación en cada palabra, en cada segundo que pasaba viendo a ese loco sin reaccionar.
El hombre no dijo nada. Ni una palabra salió de esos labios torcidos. Solo el silencio, un silencio tan denso que parecía aplastar a Abel bajo su peso. Ni siquiera su sonrisa se inmutó. Seguía allí, inamovible, esperando, como si estuviera retando a Abel a hacer lo que decía.
—¡Qué mierda te pasa! ¡Vete! ¿¡Tanto quieres que te mate!? —Rugió Abel de nuevo, su voz desgarrándose en el aire. El eco de sus palabras rebotó en las paredes, pero ninguna de ellas pareció llegar a los oídos del acechador. No había respuesta, ni movimiento, ni siquiera una señal de que el hombre entendiera lo que Abel estaba diciendo. Era como si el lobo no tuviera nada que perder. Como si ya estuviera muerto, pero aún caminara, sonriendo. Y eso fue lo que desmoronó a Abel por dentro.
Algo dentro de él le decía que la única forma de salir de esta situación era matarlo. Pero no podía hacerlo. No porque le faltara coraje o voluntad, no. La pistola estaba cargada, funcionaba y él sabía bien cómo usarla. Pero sus manos temblaban incontrolablemente. La adrenalina que le había dado fuerzas ahora lo traicionaba, haciendo imposible que apuntara con precisión. Si disparaba, fallaría. Su corazón se lo advertía. Y si fallaba, este hombre, este monstruo, haría algo peor que solo matarlo. Algo que Abel no podía ni siquiera imaginar. Moriría. El lobo se lo comería.
Sus manos seguían temblando. Y el lobo solitario seguía sonriendo, esperando su momento.