Con un andar cansado, Abel se arrastró hasta la puerta de su hogar. El viudo lanzó un suspiro, buscó el llavero en su bolsillo y abrió la puerta con un gesto de desgano. El sonido metálico del crujir de la cerradura resonó en el zaguán, como un eco de los años pasados.
*Crihh*… Las manos de Abel temblaron, el llavero cayó al suelo con un ruido sordo, mientras Abel miraba con una creciente inquietud el piso del zaguán.. Algo estaba fuera de lugar.
Una carta amarillenta y arrugada yacía en el suelo, justo en el centro del pasillo. La tinta, desvanecida por el tiempo, formaba palabras que parecían susurrarle un chiste demasiado usado para causarle gracia alguna. Sobre la carta, con letra grande y urgente, estaba escrito:
“Para Abel Neumann”.
Abel lanzó una mirada cautelosa a la calle donde se encontraba su casa, buscando alguna figura sospechosa. La avenida estaba llena de gente, una multitud de personas caminando con la cabeza gacha, absorta en sus propios problemas. Nadie parecía notar su presencia. Nadie, excepto él.
*Plock*... Abel cerró la puerta de metal con un movimiento rápido y decidido, temiendo que la persona que estaba husmeando en su vida pudiera infiltrarse en su hogar.
¿Quién había dejado esa carta? ¿Por qué estaba dirigida a él? ¿Por qué esta carta era tan extrañamente similar a aquella que había visto en el manicomio y a la vista en la tumba de Ana hace tanto tiempo atrás? No podía ser la misma carta, ¿o sí?
Con un mar de dudas inundándolo, Abel recogió la carta del suelo, debatiendo si debía abrirla o si debía quemarla sin más preámbulos. Pero la curiosidad de saber qué contenía la carta terminó ganando la batalla interna y el viudo la abrió para descubrir su contenido:
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"Querido Abel Neumann:
Ha pasado mucho tiempo y sin lugar a duda deben ser muchas las preguntas que debes querer realizarme y más aún son las preguntas que deben surgirte luego de leer esta carta. Lo cierto es que no tengo las respuestas a dichas preguntas, pero conozco el sitio a donde puedes encontrarlas.
Ven a buscarme en Golden Valley, en la mansión de los Fischer.
Espero que podamos volver a encontrarnos pronto.
Tu adorada esposa, Clara Müller"
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Al leer la misma historia repetida otra vez, pero ahora con la letra de Clara, Abel se enfureció como nunca antes lo había hecho y con un gesto violento, desgarró la carta en mil pedazos, mientras gritaba con rabia:
—¡Pero qué clase de persona desalmada se burla así de la desgracia de los otros!
Acto seguido, Abel corrió hacia la sala de recepción y prendió la chimenea. Luego tomó la pala que se usaba para retirar las cenizas y recogió todos los restos de la carta hecha pedazos en el suelo del zaguán.
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El viudo tuvo la obsesión de no dejar un solo pedacito de carta en el suelo y cuando se aseguró que la había recogido toda con la pala, Abel se dirigió a la chimenea e incendió los pedazos de la carta.
Acto seguido, Abel corrió uno de los sillones de la habitación y lo direccionó a la chimenea. Sentándose con comodidad en el sillón, el viudo observó con una mezcla de satisfacción, locura y odio cómo la carta se reducía a cenizas.
—Infeliz… Como se atreve este mal parido… idiota…—Abel no paraba de maldecir murmurando para sí mismo, mientras observaba obsesionadamente como la carta desaparecía entre las llamas.
*Ring*…*Ring*… Se escuchó el sonido de una llamada entrante desde el teléfono fijo de la casa.
—Desgraciado… inútil…—Abel ignoró la llamada y siguió maldiciendo en voz baja mientras miraba fijamente a la chimenea, como si no quisiera perderse un solo segundo de esa escena.
*Ring*…*Ring*… El teléfono continuó escuchándose, pero la postura de Abel no cambió.
Finalmente, la llamada se detuvo, pero otro ruido pudo escucharse:
*¡¡Papá, el teléfono!!*…*¡¡Te están llamando, papá!!*.. El celular de Abel comenzó a vibrar desde el bolsillo de su traje.
Al escuchar la voz de su hija, Abel salió del trance y buscó su teléfono con preocupación; si alguien buscaba llamarlo por sus dos teléfonos era porque algo malo había ocurrido.
Abel miró la pantalla: el número era desconocido, pero eso no hizo más que preocupar a Abel; temía que sus padres hayan tenido un accidente mientras regresaban a casa desde el velorio de Clara y lo estuvieran llamando desde el hospital.
Abel deslizó su dedo por la pantalla del teléfono con rapidez y preguntó:
—¿Hola? ¿Quién llama?
—¡Papá, no tengo mucho tiempo, tienes que escucharme!—Gritó una niña con desesperación y entre llantos.
La mano de Abel, no paraba de temblar y su mente se puso completamente en blanco, mientras sentía que su corazón latía con una violencia inédita. La niña que creía que las estrellas eran luciérnagas atrapadas en el cielo. La misma niña que había desaparecido sin dejar rastro le estaba hablando ahora mismo por teléfono. Con la voz temblorosa, Abel gritó:
—¿Sofía? ¡¿Eres tú, Sofía?!
—Soy yo, papá, no tengo mucho tiempo o se dará cuenta de que te estoy llamando—Comentó Sofía entre jadeos, parecía que hubiera escapado de algún lugar donde la mantenían encerrada.
—¡¿Dónde estás?!—Gritó Abel de inmediato—¡Dime donde estás e iré a buscarte!
—¡No! ¡No vengas nunca, eso es lo que él quiere!—Respondió Sofía con preocupación—¡Te llamaba para advertirte de que nunca debes regresar al pueblo que está rodeado de montañas! ¡Es una trampa, papá!
—¡¿Uno de los habitantes de ese pueblo te secuestro?!—Gritó Abel, casi desgarrándose la garganta por la desesperación—¡Dime cómo luce el lugar donde te encuentras!
—¡No! ¡Si te lo digo, vendrás y estarás atrapado por siempre en esta casa!—Gritó la niña entre llantos llenos de angustias—¡Prométeme que nunca vendrás a este pueblo!
—¡Carajo, Sofía, no te preocupes por mí!—Gritó Abel sintiendo como su corazón se partía al escuchar los desgarradores llantos de su querida hija—¡Dime donde mierda estás! ¡Te lo suplico, Sofía!
—Te quiero, papá…—Dijo Sofía entre lágrimas y en voz baja, como si hubiera aceptado que su destino no podía cambiarse.
—¡Sofía! ¡Pero por el amor de dios! ¡Por favor, dime cómo es el lugar donde estás!—Gritó Abel, pero notó que su hija había cortado la llamada.
La mano de Abel no paraban de temblar y lágrimas llenas de impotencia nublaban su visión; Abel temía que el enfermo mental que había secuestrado a su hija, la haya trastornado tanto que su querida niña pensara que no podía escapar de ese lugar o le harían algo malo a su padre.
Mientras trataba de recuperar la calma y buscar una manera de salvar a su hija, Abel llamó a la policía y le contó lo ocurrido.