Tras un último suspiro, Abel guardó el revólver en la cintura de su pantalón, sabiendo que por ahora no lo necesitaría. Sentía la presión fría del metal contra su piel, un recordatorio constante de que el arma seguía siendo su única salvación si todo salía mal. Se acercó al escritorio con pasos lentos, tomándose su tiempo, calculando cada segundo que pasaba. Tomó el estuche de velas, sacó la última que quedaba, pero no se apresuró a marcharse de inmediato. En lugar de eso, comenzó a hacer ruido deliberadamente, moviendo objetos, empujando cajas, manteniendo la fachada de que estaba simplemente reorganizando las cosas en el sótano como había hecho antes.
Todo formaba parte de su plan. Sabía que si ejecutaba su escape demasiado rápido, el acechador sospecharía. Tenía que hacer que su huida pareciera parte de una rutina, una serie de movimientos inofensivos y predecibles que no levantaran ninguna alarma. El lobo feroz no debía tener ninguna razón para pensar que algo fuera de lo normal estaba ocurriendo. Abel mantuvo un ritmo constante, pero dentro de su cabeza, el tiempo pasaba lento, contando los segundos uno por uno, esperando el momento justo para actuar.
Cuando consideró que había pasado suficiente tiempo, se dirigió hacia la caja que ocultaba la trampilla. La madera vieja y gastada crujió bajo sus pies mientras caminaba, pero eso no importaba; el sonido solo agregaba una capa más de normalidad a la escena que estaba representando. La trampilla hacia el pasillo subterráneo ya estaba abierta, y no había necesidad de cerrarla nuevamente. La clave de todo el plan era que el acechador nunca se atreviera a entrar en el sótano para verificar si Abel estaba allí. Mientras el loco allá arriba creyera que todo seguía igual, Abel podría escapar.
Sin perder tiempo, Abel se deslizó a través de la trampilla y comenzó a descender los estrechos escalones de madera, con un ritmo más rápido de lo que había imaginado. La adrenalina le daba un impulso adicional, pero no podía permitirse ningún error. La oscuridad del pasillo subterráneo lo envolvió de inmediato, y sin su teléfono para iluminar el camino, tuvo que confiar únicamente en su instinto. Prender una vela mientras descendía las escaleras de mano era imposible, por lo que se apoyó en la memoria y en el tacto para no tropezar.
Cuando sus pies finalmente tocaron el suelo del pasillo, Abel encendió la vela que había tomado, la llama temblorosa proyectando sombras irregulares en las paredes de piedra. La luz era débil, pero suficiente para guiar sus pasos. Sin embargo, Abel sabía que no podía hacer mucho ruido. El silencio era su mejor aliado ahora, así que avanzaba lentamente, asegurándose de que cada paso fuera lo más suave posible.
A medida que avanzaba por el angosto pasadizo, sus pensamientos fluctuaban entre el miedo y la determinación. El aire era denso, y el eco de sus pasos resonaba en sus oídos. Al llegar a la mitad del trayecto, se detuvo. Se quedó inmóvil por un momento, atento a cualquier sonido que proviniera del sótano. Escuchó, esperando detectar algún indicio de que el acechador había entrado para buscarlo. Pero el silencio era absoluto. No había nadie en el sótano. Abel sonrió, sabiendo que su plan había funcionado. “Ese idiota se quedó ahí arriba” pensó con satisfacción, una esa sonrisa amarga, cargada de ironía, volvió a formarse en su rostro. Una sonrisa grotesca, una imitación perfecta de la que el acechador solía mostrarle todo el tiempo.
Support the author by searching for the original publication of this novel.
Pero no era momento para celebraciones prematuras. Abel sabía que aún le quedaba un largo camino por recorrer antes de estar realmente a salvo. Aunque no tenía hambre ni sueño, el agotamiento mental era indudable. Por otro lado, el dolor punzante en su brazo roto le recordaba que estaba en una situación crítica, y que el hombre allá arriba no le había dado respiro durante, al menos, medio día.
Con un ritmo pausado, Abel siguió avanzando por el pasillo. Cada paso era un recordatorio de la locura en la que había caído, y aunque el miedo aún lo acechaba, algo dentro de él había cambiado. Era un coraje extraño, mezclado con una pizca de locura, lo que le permitía seguir adelante sin pensar demasiado en las posibles consecuencias.
El pasadizo no era muy largo. En apenas unos minutos, Abel llegó al final. El techo del pasillo se curvaba ligeramente, y al levantar la vista, notó algo familiar: como la última vez, una fina luz se filtraba a través de los tablones de madera que cubrían la trampilla. Esa luz significaba una cosa: la lámpara en el dormitorio de arriba aún seguía encendida. La idea de que la salida estuviera tan cerca le dio un impulso adicional de energía, pero también trajo consigo un torrente de dudas.
Esta era, sin duda, la parte más sencilla del plan, pero también la más incierta. Abel recordaba con claridad los problemas que había tenido para encontrar esta trampilla la última vez. Si algo iba mal, si la trampilla se había atascado o si el mecanismo de apertura se había arruinado, su única vía de escape sigiloso podría volverse inalcanzable. Si ese fuera el caso, escapar de la mansión sin ser detectado sería prácticamente imposible. Habría que luchar.
Pero no había tiempo para especulaciones inútiles, había que probar suerte. “No voy a salir de aquí si no lo intento” se dijo a sí mismo, con una renovada sensación de confianza. Después de todo, su plan había funcionado hasta ahora, y el hecho de que estuviera en esta posición, tan cerca de la salida, era prueba de que estaba tomando las decisiones correctas. Dejó la vela encendida en el suelo del pasillo y comenzó a subir las escaleras que llevaban a la trampilla.
Cada escalón le provocaba una punzada de dolor en el brazo, pero Abel no tenía intención de detenerse. El dolor era insignificante en comparación con la sensación de estar tan cerca de la libertad. Cuando llegó al último escalón, levantó una mano hacia la trampilla. Cerró los ojos por un momento, casi como si estuviera rezando por su éxito, y empujó con todas sus fuerzas.
Para su alivio, los tablones comenzaron a ceder. El crujido de la madera era como música para sus oídos. “Gracias, Dios” murmuró. La trampilla se abrió con una lentitud agonizante, pero lo importante era que se estaba abriendo. Manteniendo la respiración y moviéndose con la misma cautela que había tenido hasta ese momento, empujó un poco más, hasta que el hueco fue lo suficientemente grande como para que pudiera salir. Con una última mirada al pasillo subterráneo, supo que estaba más cerca que nunca de dejar atrás este infierno.