Tras finalmente obtener una reacción por parte del lobo feroz, Abel quedó en silencio durante varios segundos, mirando esa abominable sonrisa que parecía hacerse cada vez más monstruosa y grotesca con cada segundo que pasaba. Sentía cómo la realidad se le escapaba de entre los dedos, como si cada segundo que miraba a esa figura lo alejara más y más del mundo que una vez conoció.
Sin decir una sola palabra, Abel finalmente se dio media vuelta. Dejando al lobo sonriéndole la nuca. Con una lentitud cargada de resignación, salió de la habitación. Su mente, nublada por la confusión y el terror, solo tenía un objetivo: encontrar la despensa donde había hallado a Martin, el joven que le había advertido sobre la existencia de este otro mundo. Ese mismo mundo que ahora parecía tragárselo. Irónicamente, aquel muchacho, a quien Abel había tratado como un loco, ahora era su única esperanza para no caer en la locura. Necesitaba respuestas, respuestas sobre el mundo en el que había caído y en el que parecía estar perdiéndose.
Caminó por el pasillo oscuro y retorcido de la mansión, sintiendo que con cada paso que daba, la distancia entre él y la cordura se hacía más grande. Finalmente, tras lo que parecieron horas, llegó a la puerta que buscaba. Sin perder un segundo, intentó abrirla, pero la puerta permaneció cerrada. Frustrado, Abel comenzó a tocar con los nudillos, esperando alguna respuesta.
*Tock, tock*…
El sonido de sus golpes resonaba en el pasillo, pero del otro lado no había nada. Silencio. Solo el opresivo silencio que tanto lo atormentaba en este lugar.
—¿Hola? ¿Martín? ¡Muchacho, ¿aún estás ahí?! ¡Tengo que preguntarte varias cosas! —Gritó Abel con desesperación, esperando que su voz llegara al joven al otro lado. Pero el eco de sus palabras fue lo único que volvió a él. Ni una respuesta, ni un sonido.
Ansioso por no ser ignorado, Abel acercó su oído a la puerta, esperando escuchar algún movimiento, algún indicio de vida al otro lado. Pero todo fue en vano. Lo único que pudo oír fue el maldito silencio que llenaba cada rincón de la mansión.
*Tock, tock, tock*…
Abel insistió, tocando la puerta con más fuerza, esperando que el joven se decidiera a abrir, pero nada cambió. No había respuesta alguna.
—¡Martín, soy yo! ¡Estoy perdido, muchacho! ¿No puedes ayudarme un poco? —Rugió Abel, golpeando la puerta con más violencia. La ansiedad y la frustración comenzaban a apoderarse de él. Pero el resultado fue el mismo. La puerta no se abrió, y del otro lado seguía sin haber señales de vida.
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*Tock, tock, tock, tock*…
Abel tocó de manera frenética, golpeando la puerta hasta que la paciencia terminó de agotarse y su desesperación se transformó en una furia ciega. Comenzó a patear la puerta con fuerza, decidido a entrar, sin importar si tenía que destrozarla o incluso romper las gruesas paredes de madera que la rodeaban.
—¡Abre la puta puerta, mocoso! ¡¿No ves que necesito tu ayuda?! ¡Si yo te ayudé, ahora te toca devolverme el favor, carajo! —Gritó Abel con rabia mientras sus pies golpeaban la puerta con furia. Sabía que la situación no ameritaba menos: había aceptado que estaba atrapado en un infierno, y su única fuente de respuestas estaba al otro lado de esa maldita puerta. Necesitaba la ayuda del joven para poder sobrevivir, para afrontar lo que venía. No dudaría en hacer lo que fuera necesario para volver a verlo.
Las patadas continuaron, pero no lograban nada. La puerta seguía intacta, y Abel, exasperado, trató de forzar la cerradura, girando el pomo con tanta violencia que terminó arrancándolo de su sitio.
*Click, click, crack*…
El pomo cedió bajo la fuerza de Abel, quien lo arrojó con frustración al suelo. El sonido metálico del pomo rodando por el piso hasta perderse en la neblina que cubría el suelo fue lo único que rompió el silencio.
—¡Por favor! Te lo suplico, estoy desesperado. ¡Abre la puerta, Martín! ¡No quiero morir aquí, no quiero seguir en este lugar! ¡Quiero volver a casa, abrazar a mis padres, empezar de cero, vivir mi vida, por favor, ayúdame! —Suplicó Abel, y unas lágrimas comenzaron a rodar por su rostro. Pero la respuesta seguía siendo la misma: nada. Solo silencio. Sus lágrimas de cocodrilo eran inútiles ante la fría madera.
El tiempo pareció detenerse mientras Abel continuaba intentando todo lo que se le ocurría para que el joven al otro lado abriera la puerta. Patadas, súplicas, engaños, amenazas, sobornos, chantajes… nada funcionaba. Parecía que el joven no estaba ahí, o peor aún, que simplemente lo ignoraba.
Finalmente, agotado y sintiendo que la desesperación lo consumía, Abel se rindió. Decidió cambiar de táctica y buscar herramientas en el sótano que pudieran ayudarle a forzar la puerta de una manera más efectiva. Se dio la vuelta, dispuesto a marcharse, cuando de repente un sonido inusual captó su atención.
*Cruiiiik*…
Un ruido suave, pero claro, algo se había movido. Abel se giró bruscamente, sacando su revólver y apuntando con rapidez. Pero cuando miró, no había nadie. Nada. Solo la oscuridad del pasillo. Sin embargo, algo había cambiado. La puerta que había estado cerrada hasta entonces, la puerta que tanto había golpeado y pateado, estaba abierta.
Abel bajó el arma lentamente, su corazón latía con fuerza mientras una mezcla de alivio y terror recorría su cuerpo. Allí estaba, esa maldita puerta finalmente se había abierto para él.