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68 - El sendero (5)

A ritmo de tortuga, Abel avanzaba por el sendero, cruzando arroyos con saltos precisos de piedra en piedra sobre el agua cristalina. Cada cruce era un pequeño triunfo, una batalla ganada contra la naturaleza. Las colinas se alzaban ante él como gigantes dormidos, y Abel las subía con la misma paciencia con la que las descendía, cada paso meticulosamente calculado para no romperse una pierna en el intento. En los tramos llanos, su ritmo se volvía constante y decidido, como si cada metro recorrido lo acercara a una revelación esperada desde hace mucho tiempo.

Las piedras sueltas bajo sus pies amenazaban con hacerlo tropezar, mientras que los arbustos que bordeaban el camino parecían murmurar advertencias de peligro. La espesa niebla que lo envolvía convertía el paisaje en un misterio, difuminando los contornos de los árboles y haciendo que todo pareciera más cercano y al mismo tiempo inalcanzable. Los tramos ascendentes parecían interminables, como si Abel estuviera escalando hacia el mismo cielo, mientras que las bajadas eran traicioneras, obligándolo a controlar cada movimiento para no caer. En los llanos, el sendero se extendía como una cinta infinita, tentándolo a correr, pero Abel sabía que debía conservar sus fuerzas para un hipotético escape que nunca llegaría.

El cansancio empezaba a pesar en sus músculos, pero la adrenalina mantenía su mente alerta. Cada vez que cruzaba un arroyo, el agua fría le daba un breve respiro, un recordatorio de que aún estaba vivo y en movimiento. Las colinas se volvían cada vez más escarpadas, y los arbustos parecían cerrar filas a su alrededor, como si el valle intentara atraparlo en sus entrañas.

Aunque pudiera parecer una redundancia describir cada uno de estos movimientos, el destino final del viudo justificaba la minuciosidad con que se examinaba cada detalle del trayecto. Puesto que al final del mencionado sendero, una larga valla de madera en mal estado se extendía hasta donde la niebla permitía ver. Abel se detuvo un momento para recuperar el aliento y observó la valla con desconfianza. La madera estaba cubierta de musgo y hongos, y los tablones rotos parecían susurrar burlas entre sus crujidos. Abel no pudo evitar sentir que todo el esfuerzo y el tiempo que había invertido en su travesía habían sido en vano. Cada paso, cada subida y bajada, cada cruce de arroyos, parecían haberlo llevado al lugar donde toda la tragedia había comenzado. Era como si, sin importar qué caminos tomara, el sendero siempre lo hubiera conducido a este punto exacto, un lugar donde el pasado y el presente se encontraban en un tenue abrazo: La mansión de los Fischer.

—No doblé nunca, no había un solo cruce, no perdí de vista el sendero ni una sola vez. Entonces, ¿cómo puede ser posible que esté viendo esta valla nuevamente? —Se preguntó Abel en voz alta, su tono lleno de incredulidad. Se acercó con cautela a los tablones de madera, sus manos temblorosas extendiéndose para tocar la superficie cubierta de hongos y musgo. Al hacerlo, se dio cuenta de que esta valla era idéntica a la que había visto antes, la misma que había cruzado para entrar en la mansión, la misma que había saltado para escapar de su verdugo. Sin embargo, el sendero por el que había caminado no se correspondía con sus recuerdos; no había ningún rastro de familiaridad en el terreno por el que había pasado la anterior vez que llegado esta mansión por error.

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El viudo, agobiado por la confusión y el agotamiento, se arrodilló para examinar más de cerca los tablones rotos. Su mente estaba envuelta en un torbellino de miedo e incertidumbre, buscando desesperadamente una explicación lógica para lo que estaba viviendo. Pero en ese momento, la lógica parecía ser un lujo fuera de su alcance. Lo único que quedaba era enfrentar lo desconocido una vez más, sin respuestas, solo con la esperanza de encontrar un nuevo camino en el que no se repitiera lo que prometía ser un ciclo sin fin.

—Estos son los mismos tablones rotos por los cuales entré la vez anterior… no tiene ningún sentido… —Murmuró Abel, mirando con perturbación los tablones de madera por los cuales uno podría agacharse para cruzar la valla.

Asustado por la idea de regresar a la mansión, Abel retrocedió unos pasos, moviéndose lentamente como si la valla ante él fuera la entrada a la guarida de una bestia. El viudo se giró con un impulso instintivo de escapar, deseando huir por el sendero que había recorrido, alejándose lo máximo posible de esa mansión que parecía ser un portal al infierno. Pero, antes de que pudiera poner en marcha su plan, algo en el horizonte lo detuvo en seco. La silueta de una figura, moviéndose con una lentitud inquietante, comenzó a tomar forma en la distancia.

—Mierda, eso es una persona, ¿o me lo estoy imaginando? —Murmuró Abel, susurrando como si las palabras pudieran ahogar el miedo que le recorría la espalda. Un escalofrío le atravesó el cuerpo, cada vello erizándose ante la visión de esa sombra que se aproximaba. Atrás de él, la mansión de los Fischer parecía estar convocando su alma, su silueta fantasmagórica ni siquiera visible a través de la densa niebla. Delante de él, una figura misteriosa seguía avanzando, un borroso manchón negro que parecía absorber la luz y la esperanza.

Abel se quedó paralizado, atrapado entre el horror de la mansión y el peligro inminente que se aproximaba. Su mente luchaba por encontrar una explicación, pero todo parecía confuso y aterrador. La figura avanzaba lentamente, sin calma y sin apuro, consciente de que su presa estaba acorralada.

Con la certeza creciente de que no podía esperar a enfrentar a esta amenaza desconocida, Abel se acercó a la valla con movimientos nerviosos. Se agachó por debajo de los tablones rotos, su respiración entrecortada mientras se deslizaba a través de la apertura. La madera astillada raspó su piel, y el sonido de sus movimientos resonó en el frío valle como un eco desesperado.

Una vez al otro lado, Abel salió disparado en dirección a la mansión, corriendo con la velocidad de una liebre asustada. Cada paso resonaba en sus oídos como un tambor, cada respiro se sentía como un grito en el silencio. La mansión, su refugio y su condena, se alzaba ante él, pero el pasto quemado, que había marcado la proximidad de su escondite, no estaba a la vista.

La desesperación se apoderó de Abel al darse cuenta de que el pasto quemado no estaba a la vista. Los arbustos que había identificado como puntos de referencia estaban allí, pero sin la señal que los confirmara, no podía estar seguro de si detrás de ellos se encontraba la trampilla que le ofrecería refugio inmediato. La situación era crítica: si no lograba desaparecer dentro de la mansión sin ser detectado, su destino sería incierto.