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36 - La mansión de los Fischer

Abel se detuvo en seco al contemplar la imponente silueta de la mansión de los Fischer, una estructura que parecía desafiar al tiempo mismo. Sus pensamientos revoloteaban en el torbellino de emociones que la vista de aquel lugar despertaba en él. ¿Estaría escrito en su destino regresar a este sitio? Se preguntó en voz baja, casi perdida entre el susurro del viento que jugueteaba con las hojas caídas a sus pies.

La mansión de los Fischer, un lugar que había sido testigo de su felicidad más inocente, ahora se erguía como un monumento a los recuerdos que parecían tan lejanos y, sin embargo, tan claros como en el instante en el que fueron creados.

La presencia de la mansión lo dejaba sin aliento. No había necesidad de acercarse para reconocerla; cada detalle estaba grabado en su memoria con la nitidez de un sueño vívido. Era la casa donde había compartido preciosos momentos durante su primera luna de miel, un remanso de paz y amor en medio de las tragedias que lo atormentaban.

Abel se tomó un momento para observar la estructura con detenimiento, como si estuviera redescubriendo cada uno de sus rincones. La mansión imponía su noble presencia en el medio del jardín, sus paredes de madera negra parecían susurrar historias olvidadas a los visitantes. La primera planta se erguía majestuosa, con ventanas altas y estrechas que parecían observar con curiosidad a los visitantes que se aventuraban por sus alrededores. El segundo piso, en cambio, revelaba una faceta más íntima de la mansión. Ventanas más pequeñas, adornadas con cortinas de encaje que ondeaban al viento, permitían vislumbrar el interior de las habitaciones que albergaban los secretos más profundos de la familia Fischer. Aquí, entre las sombras que danzaban en los rincones oscuros, se ocultaban los recuerdos más preciados y las tragedias más dolorosas, envueltos en un manto de misterio que se resistía a ser revelado. En el tercer piso se contemplan una hilera de balcones de hierro forjado que se extendían a lo largo de la fachada, ofreciendo vistas panorámicas del exuberante paisaje que rodeaba la mansión.

A lo lejos, en uno de los extremos, una torre se elevaba hacia el cielo, coronada por un campanario. Abel recordó que en lo alto de esa torre se encontraba una pequeña iglesia, un refugio de fe y esperanza creado por los Fischer en un intento de alejarse de la tristeza mundana que reinaba en Golden Valley. En el otro extremo se alzaba una segunda torre, sin embargo, permanecía oculta a los ojos de Abel. En su interior, un simple ático se extendía en un espacio acogedor y lleno de misterio, guardando secretos que solo los más allegados a la familia Fischer tenían el privilegio de conocer.

Pero era la vegetación la que realmente le daba un encanto único a la mansión. Enredaderas de un verde exuberante se enroscaban alrededor de sus paredes, como abrazando la estructura con una caricia natural. Aquel manto de hojas ocultaba gran parte de la casa, como si quisiera protegerla del mundo exterior.

Abel avanzó unos pasos más, sintiendo bajo sus pies el crujir de las hojas secas que cubrían el suelo. Se percató de que no estaba siguiendo el camino que conducía a la entrada principal de la mansión, lo cual explicaba por qué aquel sendero parecía tan poco transitado y, a su vez, tan ajeno a sus recuerdos. Una sensación de desconcierto se apoderó de él por un instante, pero pronto fue reemplazada por una extraña calma, como si estuviera siendo guiado por una fuerza mayor hacia un destino desconocido.

—Dios ha decidido enseñarme un camino oculto para llegar a donde quería estar…—Musitó Abel para sí mismo con cierto toque de incredulidad, dejando que sus palabras se perdieran en el susurro del viento que revolvía la espesa niebla. Esperaba encontrar consuelo en los recuerdos que aquella mansión guardaba entre sus muros, una chispa de luz en medio de la oscuridad que amenazaba con consumirlo. Y así, con el corazón lleno de esperanza y los recuerdos como guía, continuó su camino hacia aquella morada que alguna vez había sido su refugio.

Abel se tomó su tiempo para contemplar la majestuosidad de las paredes de la antigua mansión, dejando que sus ojos recorrieran cada detalle con atención. Fue entonces cuando notó cómo el sendero que había estado siguiendo parecía desviarse hacia el interior de unos arbustos frondosos que crecían en los alrededores de la mansión. La sorpresa lo embargó ante este giro inesperado, y se detuvo unos instantes para observar con mayor detenimiento. ¿Qué secreto ocultaban aquellos arbustos? Se preguntó, intrigado por la perspectiva de descubrir algo nuevo en este lugar cargado de recuerdos.

Abel se acercó a los arbustos y se inclinó para examinar el sendero. A medida que sus ojos recorrían el suelo, comprendió por qué tan poca gente transitaba por este camino. El sendero estaba apenas marcado en comparación con el resto del terreno, y solo aquellos que prestaran una atención extraordinaria podrían notar su presencia. A simple vista era indetectable, pero bajo ojos curiosos se notaría que el pasto estaba ligeramente más pisado en esta dirección, formando un sendero oculto. Sin embargo, lo más intrigante no era la presencia del sendero en sí, sino la vegetación que rodeaba el final del mismo y el misterio que parecía ocultar. El final del sendero estaba sutilmente oculto tras unos arbustos que parecían entrelazarse como guardianes vigilantes de un secreto oscuro. Mientras que la entrada al sendero se inicia por el paso bajo unos tablones rotos, añadiendo una capa adicional de dificultad para descubrir su existencia. Bajo estas condiciones, era prácticamente imposible notar la presencia de este camino a menos que uno estuviera buscando activamente señales de su paso.

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Abel se preguntó si aquel sendero realmente lo conducía hacia alguna parte o si era simplemente una ilusión creada por su propia mente. La diferencia entre el pasto pisado y el pasto virgen era tan sutil que incluso comenzaba a dudar de su existencia. ¿Tenía sentido la existencia de un sendero que vaya desde las vallas de madera hasta un matorral de arbustos pegados a una de las paredes de la mansión? La incertidumbre lo invadió, alimentando su deseo de descubrir la verdad que se ocultaba detrás de aquellos arbustos.

Decidido a despejar sus dudas, Abel se dispuso a apartar los arbustos, consciente de que la tarea no sería fácil debido a las pequeñas espinas que los cubrían. Cada tirón y cada empujón le enviaban punzadas de dolor, pero su voluntad de descubrir lo que se ocultaba al otro lado era más poderosa que cualquier molestia. Con paciencia y determinación, perseveró en su esfuerzo, apartando las ramas espinosas una a una hasta revelar lo que los arbustos guardaban celosamente.

Abel se encontró con un pequeño claro, apenas lo suficientemente grande como para albergar a una persona. Sin embargo, la modestia de su tamaño no menguaba su impacto. Era como si aquel espacio despejado fuera un oasis en medio de la densa vegetación que lo rodeaba, una invitación silenciosa a adentrarse en su interior en busca de lo desconocido.

Intrigado por lo que podría encontrar, Abel se adentró en el claro con paso vacilante, dejando que sus sentidos se impregnaran del ambiente que lo rodeaba. Aunque no vio nada fuera de lo común a simple vista, podía sentir la electricidad en el aire, como si el mismo lugar estuviera impregnado de un aura de misterio y secretos oscuros.

Abel luchaba contra las espinas que se aferraban a su abrigo de motociclista mientras se abría paso a través de los arbustos espinosos. Con cada paso, el dolor aumentaba. Las espinas comenzaron a clavarse más profundamente en su piel, pero él continuó adelante, impulsado por la urgencia de descubrir lo que se ocultaba al otro lado. Finalmente, logró atravesar la barrera espinosa y emergió en el pequeño claro que se abría ante él.

Su sorpresa fue notoria al descubrir la existencia de un objeto oculto entre los arbustos. Apoyado contra la fachada de la mansión, un pequeño cajón de madera yacía apenas unos centímetros sobre el pasto, camuflado hábilmente entre las enredaderas y los arbustos circundantes. Abel se acercó con curiosidad, preguntándose qué misterios podía albergar aquel modesto contenedor.

“¿Por qué ocultaron esta caja con tanto empeño?” Pensó Abel, mientras apartaba las enredaderas que cubrían el cajón. Para su sorpresa, la tarea resultó ser más fácil de lo que esperaba, lo que le hizo sospechar que las enredaderas no habían crecido de forma natural sobre la caja, sino que habían sido colocadas deliberadamente para ocultarla.

Al apartar las enredaderas, se reveló ante sus ojos una trampilla oculta. ¿Podría tratarse de una entrada secreta a la bodega de vinos de la mansión? La idea parecía plausible, dada la ubicación estratégica del cajón y su evidente intención de pasar desapercibida. Sin embargo, algo en su interior le decía que la respuesta no sería tan simple como imaginaba.

—No recuerdo haber visto esta entrada durante mi luna de miel… —Reflexionó en voz alta, recordando los días felices que había pasado en aquel lugar junto a su difunta esposa—Tiene sentido que por aquí antiguamente ingresaran los barriles con alcohol. Recuerdo que en la bodega había una trampilla con un tobogán de hierro oxidado diseñado para cumplir justamente esa función, pero este cajón es mucho más grande…

La duda lo invadió, pero la curiosidad pudo más. Abel colocó su mano sobre la vieja trampilla de madera y sintió el frío del metal oxidado penetrando su cuerpo. Tiró con determinación. Al principio, la trampilla se resistió, las clavijas oxidadas protestaban contra el movimiento, pero con un esfuerzo adicional, la trampilla cedió y se abrió lentamente ante él.

La luz que se filtraba apenas alcanzaba a iluminar lo que se revelaba ante sus ojos. Una escalera de madera en mal estado descendía hacia la oscuridad absoluta, invitándolo a descender hacia las profundidades desconocidas del sótano de la mansión. Sin recordar haber visto esa escalera en el pasado, su curiosidad se vio avivada por la incertidumbre de lo que podría encontrar al final de aquellos escalones cubiertos de moho y humedad.

Abel no se dejó desanimar por la falta de luz. Con una sonrisa de anticipación, recordó que llevaba la solución a ese problema en su bolsillo. Sacó su celular y activó la linterna, iluminando el oscuro interior de la habitación subterránea. Con la luz de su teléfono, pudo distinguir el polvoriento y maltratado suelo del sótano. La presencia de polvo y el deterioro del piso le causaron un atisbo de emoción, ya que era evidente que aquel lugar había permanecido oculto y olvidado durante mucho tiempo. Los guías del pueblo, encargados de mantener las propiedades en buen estado, seguramente desconocían la existencia de este sótano secreto, lo que añadía un aura de misterio y excitación a su descubrimiento.

Con ansias de desentrañar los secretos que yacían bajo la mansión de los Fischer, Abel se adentró en la trampilla con precaución, asegurándose de no resbalar en los inseguros escalones de madera. Mientras descendía, su mente se llenaba de recuerdos de tiempos pasados, de momentos compartidos con Ana durante su luna de miel, un contrapunto reconfortante a la intriga y la incertidumbre que ahora lo acompañaban en su descenso hacia lo desconocido.