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50 -El sótano (4)

Con una sonrisa que reflejaba el triunfo de su ingenioso plan, Abel observó el solitario y frío sótano en donde se encontraba, aunque dicha sonrisa no perduró mucho. El hedor del baúl se había impregnado en su propia ropa, haciéndole difícil soportar las náuseas. Intentando ignorar el malestar, se dirigió al escritorio y sacó la vela que había guardado en su bolsillo. Sin duda, había sido una excelente idea esconderla, pues con la vela escondida solo quedaba la cera caliente como el único rastro que delataría la reciente presencia de una persona en este frío sótano. Sin la luz de vela como delator, el ruido logró ser atribuido a alguna rata haciendo su guarida en el sótano, o al menos eso era lo que pensaba nuestro inocente protagonista.

Lamentablemente, en el proceso de guardar la vela, esta quedó completamente destrozada. Abel guardó desprolijamente los restos de cera en uno de los cajones del escritorio y buscó la caja con velas, sacando otra para encenderla y así conservar la batería de su celular, que ya estaba en niveles alarmantemente bajos.

Con la luz de la vela iluminando y calentando débilmente la habitación, el viudo encontró la paz que necesitaba para recordar la existencia de la dichosa caja de plata, la cual había dejado tirada en el suelo mientras preparaba su escondite. Ahora que tenía más tiempo, pensó que sería una buena idea investigar qué escondía esta inusual caja cuya adquisición le había causado más problemas de los que había anticipado.

Después de hacer memoria y encontrar la ubicación de la caja de plata, Abel la llevó al escritorio. Sentándose con cuidado, observó la superficie de la caja con detenimiento. La plata brillaba tenuemente bajo la luz de la vela, revelando intrincados grabados que cubrían toda su extensión. Líneas y curvas entrelazadas formaban patrones florales y geométricos, creando una apariencia de antigüedad y elegancia. En el centro de la tapa, una inscripción en latín grabada con delicadeza decía: «Abandonare Tristitia Vitae» («Abandonar la tristeza de la vida»), rodeada por un sol naciente que emergía detrás de una montaña.

El viudo se tomó todo el tiempo del mundo para examinar la caja, temeroso de caer en una situación mortal, pero a su vez ansioso por comprender mejor los sucesos que acarrearon la tragedia en la que se había convertido su vida. El esfuerzo que le había costado encontrar el manojo de llaves y la caja lo hacían sentir que estaba a punto de desvelar algo importante, algo que podría cambiar su percepción de todo lo que había ocurrido unos años atrás.

Abel pasó los dedos por la inscripción, sintiendo las letras y los símbolos bajo su piel, intentando desentrañar el significado oculto de las palabras. Pero no sabía latín. Con un suspiro de resignación, Abel deslizó sus dedos hacia el cierre de la caja, un pequeño mecanismo de engranajes que emitió un suave “clic” cuando lo presionó. Sin embargo, la caja permaneció cerrada. Abel se dio cuenta de que necesitaba la llave correcta para desvelar el secreto escondido.

Agarró el manojo de llaves que tanto esfuerzo le había costado encontrar. El sonido metálico de las llaves oxidadas tintineando en su mano resonaron por el sótano vacío, preludio de que los planes del asesino estaban por cumplirse tal cual había escrito en su diario. Observó cada llave con detenimiento, probándolas una a una en el mecanismo de la caja. Cada intento fallido aumentaba la tensión en el aire. La caja se resistía a ser abierta, como si guardara un secreto demasiado importante para ser revelado fácilmente.

Finalmente, después de numerosos intentos, una llave encajó perfectamente en la cerradura. Abel sintió un leve temblor en sus manos mientras giraba la llave con cuidado. El mecanismo cedió con un chasquido definitivo, y Abel retiró la llave, sintiendo un alivio mezclado con una creciente ansiedad.

Tomó una profunda respiración y colocó ambas manos sobre la tapa de la caja. La levantó lentamente, como si temiera lo que podría encontrar dentro. La tapa se abrió con un suave crujido, revelando el contenido oculto en su interior.

El primer destello de lo que había dentro fue suficiente para hacer que Abel se detuviera, sus ojos ampliándose en una mezcla de sorpresa y comprensión. El contenido de la caja resultó ser, en cierta forma, decepcionante, aunque también coherente con la historia del asesino que Abel se había construido en su mente.

El interior de la caja estaba forrado con terciopelo rojo oscuro, que contrastaba fuertemente con la fría plata exterior. A primera vista, el contenido parecía simple, pero el contexto lo cargaba con una historia oscura y triste. Dentro de la caja había únicamente dos objetos, ambos acomodados de forma perfecta, como si la caja hubiera sido diseñada específicamente para ellos. Esto no tenía mucho sentido, o al menos no si uno pensaba que este tipo de cajas se vendían de forma masiva en la antigüedad.

En un compartimento perfectamente diseñado, yacía un revólver de tambor, su superficie plateada decorada con intrincadas incrustaciones de rosas de oro. El arma era grotescamente elegante, su diseño cuidadoso y detallado le daba un aspecto de pieza de colección más que de herramienta diseñada para matar. Al lado del arma, en un pequeño compartimento, reposaba una única bala. Era una bala común y corriente, aunque su presencia solitaria en la caja le daba un aire siniestro. Abel la tomó entre sus dedos, sintiendo su peso frío y metálico. No había nada especial en ella a simple vista, pero la carga simbólica que representaba era ineludible.

Abel miró los objetos con preocupación. ¿Qué historia se ocultaba detrás de esta arma y su única bala? La elegancia y el costo del revólver sugerían que pertenecía a alguien de la alta sociedad y no al asesino, quizás el antiguo dueño de la mansión coleccionaba este tipo de objetos. La bala solitaria, por otro lado, insinuaba un propósito macabro y definitivo, como si estuviera destinada a un único, pero crucial, disparo.

Abel observó la bala con atención. A primera vista, no tenía nada de especial, aunque, sin saber mucho sobre armas, podía deducir que por su tamaño no era meramente decorativa; estaba hecha para ser utilizada en el revólver que yacía junto a ella. Sin muchas ganas de tocar el arma, dejó la caja a un lado y volvió a revisar el diario del asesino, el cual se había caído del escritorio durante su desesperada búsqueda de un escondite.

—Tanto esfuerzo te tomaste para encontrar la llave de una caja que supuestamente guarda tu escapatoria, una larga y decadente búsqueda realizada por ti para escapar de tus miserias. Pero al abrirla resulta que la desgraciada caja solo contiene un arma y una bala. No hay que ser un adivino para saber cómo tenía que terminar tu historia…—Murmuró Abel débilmente, mirando el arma en la caja, como si se tratara de un chiste mal contado en donde él era objeto de burla.

“Un revólver de tambor con la capacidad de alojar 6 balas… , y solo había una lista para usar…, pero el enfermo no se suicidó y tuvo que cagarme la vida a mí y a mucho más primero” Estimó Abel; al parecer esta historia no había terminado como se intuía en el diario, puesto que la bala seguía sin usarse, o tal vez todavía no había llegado el momento de que el asesino usara esta bala.

“El asesino perdió la cabeza al punto de que después de arruinar la vida de esas 99 personas marcadas en la lista, pensaba en suicidarse. Y lo logró, el muy malnacido lo logró. Después de joderme la vida, el enfermo mental se mató, pero no con la maldita bala. Fue con el frío roce de la guillotina, dándome un sangriento espectáculo que nunca seré capaz de olvidar” Pensó Abel mientras sus puños se cerraban con fuerza en un gesto de contener el odio que le producía comprender que el asesino se salió con la suya.

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Molesto por descubrir que la muerte del asesino que arruinó su vida solo fue una forma de satisfacer un aberrante fetiche, Abel cerró la caja con el revólver y la guardó en el escritorio. Esa arma solo le serviría para recordarle cómo el asesino se había burlado de él cuando la justicia le hizo pagar por los crímenes que había hecho.

O aún peor…

El asesino estaba tan corroído por sus morbosos fetiches que pensaba que Abel se quitaría la vida al descubrir tan amarga verdad. Pero el viudo era fuerte, no por elección, sino porque la vida y las tragedias que le había traído este asesino lo habían forjado en el fuego del sufrimiento. Las pérdidas y el dolor no lo habían quebrado; al contrario, lo habían hecho implacablemente resiliente.

Abel observó el cajón donde había guardado la caja, y una oleada de emociones lo recorrió. Sintió la tristeza, la ira y la desesperación que habían intentado consumirlo tantas veces, pero también sintió algo más profundo: una determinación férrea. Sus dedos se tensaron mientras tomaba el viejo diario del asesino y lo observaba como si la misma alma de su más profundo enemigo se hallará en su interior, sus nudillos se blanquearon, y su mandíbula se apretó con una mezcla de rabia contenida y desafío.

No había lugar para la cobardía en su corazón. El suicidio solo lo alejaría de su preciada hija por toda la eternidad. Cada tragedia, cada momento de angustia, había cimentado su resolución. Los recuerdos de sus esposas lo anclaban a la vida, lo impulsaban a seguir adelante a pesar del abismo de dolor en el que a veces se encontraba. No era solo la venganza lo que lo mantenía en pie, sino un profundo sentido de justicia y la necesidad de encontrar la verdad detrás de la maraña de horrores que había desatado el asesino. De comprender su mente, su historia, sus motivos.

—Qué idiota pensaría que me iba a rendir habiendo llegado tan lejos —Murmuró el viudo, con una sonrisa amarga curvando sus labios—Ese malnacido no sabía con quién se estaba metiendo.

Pero esas palabras fuertes que salían de su boca como el bramido de un héroe no lograron ocultar una profunda debilidad interna que había ardido en el corazón de Abel.

El viudo no podía sacarse de la cabeza como sus ojos se habían encontrado con los del asesino justo antes de que la llama de su vida se extinguiera bruscamente, la anciana cara de ese enfermo que sin disimulo alguno aún se atrevía a mirarlo a los ojos luego de todo lo que había hecho. Esos ojos que le recriminaban silenciosamente que el verdadero culpable era él, por no haberle prestado más atención a la advertencia que había recibido tras encontrarse con la primera carta en la tumba de Ana. Por no cuidar a su hija con más empeño, por haberla perdido de vista en un descuido para nunca más ser encontrada, y por no ayudar a su esposa a recuperar la chispa de la vida tras la pérdida de su hija.

Y en el fondo…, Abel sabía que el asesino tenía razón. Todo fue su culpa. Si su esposa nunca lo hubiera conocido, ella estaría feliz, contenta con otro hombre y otra hija a quien mimar. Sus cenizas no estarían en una fría urna. Si él no hubiera seguido sus caprichos por armar una familia, su amada hija no habría sufrido los últimos momentos de su vida con ese demente. Si su primera esposa no se hubiera encontrado con un hombre tan desafortunado, entonces ahora Ana estaría exponiendo sus cuadros en las más importantes exhibiciones de todo el mundo, sorprendiendo a la gente con su arte y dando emoción a la vida de quienes se complacen en ver cosas bellas. Su talento habría florecido, llevando alegría y belleza a innumerables personas, en lugar de ser apagado prematuramente.

Era su nombre el que estaba escrito en el diario del asesino, no el de la valiente Ana Weber, ni el de la alegre Clara Müller, ni mucho menos el de la inocente Sofía Neumann. Abel Neumann era el nombre que figuraba en el diario maldito. El asesino había centrado su odio y su locura en él, y esa realidad pesaba como una fría lápida sobre sus hombros.

Miró sus manos temblorosas, sintiendo el peso del diario volverse irrelevante contra el peso de sus propias decisiones. La vida que había intentado construir se había desmoronado, llevando consigo a las personas que más amaba. Sus más gratas alegrías se transformaron en los errores que creaban monumentos a su fracaso, y el arrepentimiento era una sombra que lo seguía a dondequiera que fuera.

La imagen de Ana, con sus pinceles y lienzos, brillaba en su mente. La veía en una galería, rodeada de admiradores, su rostro iluminado por una sonrisa que reflejaba su inmortal orgullo. Clara, corriendo por el jardín con risas contagiosas, tomada de la mano de un joven apuesto cuyo rostro era indistinguible, y Sofía, con sus ojos llenos de curiosidad e inocencia, escuchando los cuentos infantiles que un padre de rostro desconocido le contaba para que durmiera como solo un niño podía hacerlo. Todos estos recuerdos eran fantasmas de una vida que nunca llegó a ser, fragmentos de un futuro que él había destruido por su mera existencia.

El peso del arrepentimiento lo doblaba, la tristeza lo sumergía en un océano de desesperación. Abel sabía que nunca podría deshacer el daño hecho, que nunca podría traer de vuelta a sus seres queridos. La vida que había soñado, la felicidad que había buscado, todo se había convertido en cenizas en sus manos.

Se quedó en el sótano, en silencio, sintiendo la profundidad de su pérdida quemar más que nunca. La tristeza era un abismo sin fondo, y el arrepentimiento, una cadena que lo mantenía atrapado en el pasado.

Sin embargo, la vida continuaba, y con el asesino muerto sus cadenas se habían roto. Ahora, Abel podía albergar la esperanza de que nadie más buscaría arruinarle la vida. Podía reconstruirse nuevamente. Pero incluso ese pensamiento alegre era efímero ante el recuerdo del asesino, su muerte aún permanecía grabado en su mente, una sombra oscura que no se disipaba con facilidad y siempre regresaba para atormentarlo.

Abel no tenía dudas: antes de ser decapitado, cuando el asesino lo vio, lo reconoció de inmediato, como si lo hubiera estado observando durante años, como si aquel encuentro antes de su condena fuera la culminación de un juego macabro que había estado planeando todo el tiempo. Ese reconocimiento en los ojos del asesino le helaba la sangre, una certeza inquietante de que había sido el blanco desde el principio.

Él lo había olvidado, su mente lo había obligado a olvidarse. Pero ahora, con el diario del enfermo entre sus manos, Abel recordaba su ejecución como si hubiera sucedido hace unos segundos. Cuando el asesino estaba por dar sus últimas palabras, lo miró directamente. Entre los cientos de familiares de las víctimas que habían sufrido la desdicha de cruzarse con ese enfermo y que estaban presentes en la sala, solo tenía ojos para él. No fue una mirada de burla, gracia, ni súplica. Fue una mirada cargada de algo que Abel no podía comprender del todo, una mezcla de odio hacia él y decepción consigo mismo.

Pero ahora, con el diario del culpable entre sus manos y el revólver guardado en el cajón, Abel tenía todas las piezas del rompecabezas que necesitaba para comprender lo que había sentido al observar al asesino en aquella ocasión. Era una mirada llena de frustración, una mirada que comprendía que la chispa de vida en los ojos de Abel aún no se había extinguido. El asesino sabía que Abel nunca usaría el revólver para quitarse la vida. Su último plan, con el cual esperaba coronar su macabra obra, no había salido como lo había planeado. Había fallado. Abel no se había rendido.

El asesino había hecho todo lo posible para quebrarlo, para hundirlo en la misma desesperación que él había sentido toda su vida. Pero Abel no se había rendido. A pesar de las tragedias, de la pérdida y del dolor, seguía luchando.

Recordar esa mirada, ese último intento de dominarlo, solamente fortalecía la determinación de Abel. Sentía la rabia arder dentro de él, una furia que no se extinguía, que lo impulsaba a seguir adelante, a no permitir que el legado de ese monstruo fuera su destrucción. La sensación de triunfo que Abel sintió al darse cuenta de esto era indescriptible.

Tan grande era la euforia que Abel logró sentir que, a pesar de todos los inconvenientes y la mala fortuna que había tenido este maldito día, el viaje a Golden Valley había valido la pena solo por haber encontrado este pequeño diario. Aunque el asesino había destrozado su vida , intentando llevarlo al borde de la desesperación, él seguía en pie, y esa era la gran lección que debía llevarse de regreso a su casa. No había cedido a la oscuridad que el asesino había tratado de imponerle. Esa chispa de vida, esa voluntad de seguir adelante, era la mayor derrota que podía infligir a su enemigo y su mayor esperanza.

Abel había iniciado este viaje para encontrar la paz consigo mismo, y en este momento, con el diario en sus manos, comprendió que gran parte del trabajo ya estaba hecho. A pesar de las tragedias, la locura del asesino y el inmenso dolor, había descubierto en su interior una fuerza que no sabía que poseía. Esa fuerza lo había mantenido firme, lo había llevado a Golden Valley y le había permitido descubrir la verdad. Ahora, con cada página del diario como testigo de su resiliencia, Abel se sintió más determinado que nunca a aprovechar la primera oportunidad que encontrara para escapar de este pueblo maldito para no regresar nunca más.