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18 - El asesino

El día de la ejecución llegó envuelto en un manto de solemnidad y pesar. Abel se encontraba entre los familiares de las víctimas, quienes se congregaron frente a la entrada de la cárcel donde se llevaría a cabo el desenlace final de esta triste historia. El ambiente era sombrío, impregnado por una mezcla de dolor, rabia contenida y un anhelo insondable de justicia. Cada rostro reflejaba el peso de la pérdida, la ausencia de aquellos que ya no estaban y la angustia por lo que nunca volvería.

En el fondo de sus corazones, una esperanza cautiva se apoderaba de todos los presentes. Anhelaban el regreso de aquellos que habían desaparecido, anhelaban que simplemente se hubieran enfadado y se hubieran marchado. Que aún estuvieran ahí, en algún lugar, viviendo sus vidas, ignorando su dolor. Incluso la idea de ser odiados o ignorados parecía más reconfortante que la frialdad de la muerte.

Para estas familias que habían soportado años con la agonizante incertidumbre de un ser querido desaparecido, ese silencioso desdén y la indiferencia del paradero desconocido ofrecían un destello de consuelo en la oscuridad. Un consuelo efímero, pero suficiente para mantener viva la llama de la esperanza en sus corazones. Los ausentes se convertían en fantasmas benevolentes, perdidos, pero aún presentes en los sueños y recuerdos de aquellos que los amaban.

Sin embargo, toda esa esperanza se desvanecía en el momento en que la muerte se presentaba como una implacable verdad. El asesino, cuya condena sería sellada este día, era el responsable último de las tragedias que habían marcado sus vidas.

El lugar de la ejecución estaba envuelto en un aura lúgubre y desolada. La sombría fachada de la prisión se alzaba imponente, como un testigo silencioso de los horrores que albergaba en su interior. Sus paredes de concreto y alambre de púas se extendían hasta el horizonte, marcadas por las cicatrices del abandono y el paso del tiempo. Grafitis sin aparente sentido adornaban los muros, uno diría que los presos se volvieron locos al escribir tales cosas sin sentido, pero luego recordaba que los dibujaron los que estaban en el exterior. La naturaleza había cubierto generosas porciones del gigantesco muro con enredaderas y maleza, como si intentara ocultar los oscuros secretos que yacían en su interior.

Las puertas de hierro oxidado de la prisión parecían estar al borde de desmoronarse. Sin embargo, eran vigiladas con recelo por dos policías vestidos con esmero para la ocasión, sus uniformes pulcros en marcado contraste con el ambiente de desolación que los rodeaba. Portaban armas de calibre desproporcionado, una precaución innecesaria en un escenario donde lo más peligroso serían hombres armados con cuchillos improvisados.

Era un día sombrío, envuelto en una neblina grisácea que oscurecía el cielo y enturbiaba los pensamientos de todos los presentes. El clima frío y húmedo penetraba en los huesos, haciendo temblar incluso a los más valientes. Las corrientes de aire gélido se filtraban por las grietas de las ventanas rotas de la prisión, emitiendo un gemido inquietante que parecía provenir de las profundidades de la misma tierra. El constante golpeteo de la lluvia contra el techo de chapa añadía una capa adicional de melancolía a la escena, como si cada gota fuera un eco de los lamentos de aquellos que enfrentaron su destino tras estos muros.

Las cámaras de los periodistas se alineaban en las afueras de la prisión, ansiosas por capturar cualquier detalle que pudiera alimentar el voraz apetito del público por esta historia dramática. Los flashes intermitentes destellaban como destellos fugaces en la penumbra, iluminando la escena con una crudeza despiadada. Para ellos, el dolor y la privacidad de los verdaderos protagonistas de la historia eran meros detalles secundarios, eclipsados por el deseo de obtener una primicia, de alimentar el morbo del público ávido de sensacionalismo.

Era un año electoral, y los políticos no podían dejar pasar la oportunidad de una tragedia tan impactante. El dolor y el sufrimiento siempre fueron un arma política para conseguir unos cuantos votos extra. Pero era un arma de doble filo. Un arma que solo unos pocos sabían utilizar. No fueron pocos los que terminaron perdiendo su estatus por no tener cuidado al usar el dolor ajeno para cumplir sus propias metas. Pero ellos eran los grandes políticos de esta nación, los grandes maestros del noble arte del engaño. Sabían a la perfección que tenían que hacer este día.

Con sonrisas falsas y discursos vacíos, los políticos se presentaban frente a las cámaras. Para ellos, la prisión era un escenario perfecto para lucirse frente a los ciudadanos, para mostrar su supuesta compasión y solidaridad con las víctimas. Eran los mejores artistas, maestros de la simulación, en el teatro de la política no conocían parangón, capaces de derramar lágrimas de cocodrilo para la audiencia desprevenida, mientras ocultaban sus verdaderas intenciones tras una máscara de compasión fingida. Pero detrás de sus máscaras de hipocresía se escondía la verdadera naturaleza de su ambición desmedida, una sed insaciable de poder y reconocimiento que no conocía límites.

Mientras los payasos llevaban a cabo su circo, los familiares de las víctimas se aferraban unos a otros en un gesto de solidaridad silenciosa, compartiendo el peso de su dolor. Las lágrimas corrían libremente por sus rostros y sus palabras frente a las cámaras eran escasas, pero significativas. Cada uno llevaba consigo el recuerdo imborrable de aquellos que habían sido arrebatados de sus vidas.

Abel se mantenía en silencio con la foto de su querida hija entre sus manos. Su mirada perdida entre las frías puertas de la prisión, absorto en sus propios pensamientos. Su corazón golpeaba con fuerza en su pecho, una amalgama de esperanza y desesperación se arremolinaba en su interior. La posibilidad de que Sofía aún estuviera con vida lo mantenía esperanzado, pero al mismo tiempo, una voz interna le susurraba que no era así: Sofía había muerto.

Independientemente del destino de su hija, el día de hoy tenía un significado especial. Hoy se prometía justicia para Sofía, una venganza por todos los momentos de felicidad que le habían sido arrebatados tras su secuestro. Clara encontraría la paz que tanto anhelaba desde el instante en que el asesino había irrumpido en sus vidas. Mientras que para Abel este día marcaba el momento de la verdad, el enfrentamiento directo con el hombre que había sembrado el caos y la destrucción en su existencia.

En el interior de la prisión, el asesino aguardaba con una indiferencia gélida su destino. Sus ojos vacíos no reflejaban remordimiento ni arrepentimiento, sino una frialdad que helaba el alma de quienes lo contemplaban. Para él, la ejecución era sólo un paso más en su viaje a lo largo de su vida, un destino inevitable al que se había resignado desde hacía mucho tiempo.

El bullicio político se detuvo abruptamente cuando las puertas de la prisión se abrieron lentamente, revelando al hombre que sería conducido hacia la guillotina. Un murmullo de indignación recorrió la multitud, acompañado por el eco ahogado de los sollozos reprimidos. Abel apretó los puños con fuerza, sintiendo cómo la balanza de la justicia finalmente se inclinaba a su favor.

El asesino no mostró su cara ante los familiares de las víctimas, solo su encorvada espalda podía verse. Con paso firme y la mirada fija en el suelo, el asesino siguió a su escolta y se adentró en la prisión, avanzando hacia el lugar de la ejecución. El verdugo aguardaba en silencio, su rostro oculto tras una máscara impasible. El momento había llegado, el momento de hacer que el culpable enfrentara las consecuencias de sus actos.

Los familiares de las víctimas avanzaron por los fríos y oscuros pasillos de la prisión, sumidos en un silencio sepulcral que solo era interrumpido por el eco de sus propios pasos. Al llegar a la sala donde se llevaría a cabo la condena, el ambiente se volvió aún más sombrío. El lugar carecía de ventanas, sumido en una penumbra opresiva que reflejaba la pesadez del momento. Una gran cantidad de sillas habían sido dispuestas para los presentes, mientras que al fondo de la sala se alzaba una antigua guillotina y un verdugo vestido a la antigua, esperando para ejecutar la sentencia.

Abel ya había sido informado sobre la forma en que se llevaría a cabo la condena, por lo que su semblante no mostraba sorpresa alguna. Aunque la guillotina había caído en desuso hacía décadas, nadie se había molestado en eliminar este método de ejecución de entre los posibles legalmente. Los políticos de turno vieron en la imagen del asesino en la guillotina una oportunidad para proyectar una imagen de firmeza y justicia ante la tragedia, sin importarles las implicaciones morales de tal decisión.

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Abel no sabía quién era el político que había impulsado con tanto empeño la ejecución, pero sospechaba que se trataba de alguien influyente. Muchas cosas parecían estar mal con lo que estaba sucediendo este día. Desde la rápida condena del criminal, ignorando gran parte de sus derechos, hasta el uso de la guillotina como método de ejecución. Pero lo más perturbador era la presencia de los periodistas dentro de la prisión, listos para capturar el momento de la decapitación, sin que nadie cuestionara la barbarie de tal acto. Sin embargo, Abel tenía la mente ocupada en otro lugar en esos momentos: por primera vez, estaba viendo el rostro del famoso asesino.

Los medios de comunicación no habían mostrado su rostro hasta entonces, ya que la policía no lo había permitido. Era un acuerdo político para revelar la identidad del asesino solo en el momento de su ejecución, un espectáculo morboso diseñado para aumentar el impacto del evento. Pero lo más sorprendente era que ninguno de los familiares de las víctimas había visto o hablado con el asesino, incluido Abel. Había escuchado descripciones, lo que la policía había contado, pero nada más. Se le repetía hasta el hartazgo que no podía interferir en el trabajo de los profesionales y que todo sería revelado en su debido momento, desconociendo si esto también fue arreglado por alguien para generar más impacto en el momento culminante de la ejecución. Pero independientemente de las circunstancias, ese impacto se había producido. Al encontrarse con los fríos ojos del asesino, la expresión de Abel se distorsionó en una mueca de odio y frustración que nunca antes había mostrado.

El famoso asesino era un anciano de entre 80 y 90 años que irradiaba una serenidad que parecía desafiar la solemnidad del momento. A pesar de su avanzada edad y la evidencia de los estragos del tiempo en su físico, emanaba un aura de elegancia y calma que contrastaba con la crudeza del entorno. Con unos pocos dientes restantes y una postura encorvada, su presencia sugería más una aceptación de su destino que cualquier indicio de resistencia.

A pesar de los años, el anciano conservaba una apariencia encantadoramente apuesta. Era evidente que en su juventud había sido un hombre de gran atractivo, todo un caballero. Sus ojos verdes brillaban con una chispa de inteligencia y curiosidad, mientras que su cabello blanco y cuidadosamente peinado añadía un toque de distinción a su semblante. Sin rastro de barba, su rostro estaba pulcro y bien cuidado, acentuando su aire de dignidad.

Vestido con un elegante traje negro y una corbata blanca, el anciano parecía haberse tomado el tiempo para vestirse con esmero para la ocasión. Dos guantes blancos adornaban sus manos, añadiendo un toque de formalidad a su atuendo. A simple vista, podría parecer un caballero amable y distinguido, como un abuelo dispuesto a compartir sus experiencias y brindar consejos a quienes lo necesitaran.

Su semblante tranquilo y las ocasionales sonrisas que esbozaba sugerían que había asumido su destino con una calma casi sobrenatural. Sin embargo, todo eso cambió cuando posó sus ojos en Abel. Una expresión de desconcierto cruzó su rostro, como si no pudiera creer lo que veían sus propios ojos. Abel, por su parte, también se vio sorprendido al darse cuenta de que el anciano lo reconocía. Pero no era odio lo que reflejaban los ojos del anciano, sino miedo, enojo consigo mismo y una profunda falta de comprensión. Parecía como si la pacífica resignación de su muerte hubiera sido repentinamente interrumpida por la presencia de Abel, dejando al descubierto una confusión insondable en su interior.

El silencio pesaba en la sala de ejecuciones, cargado de una tensión insoportable que parecía ahogar cualquier intento de respirar. Los presentes se encontraban inmersos en un estado de expectativa y ansiedad, mientras el anciano y Abel enfrentaban sus miradas en un momento que desafiaría los cimientos de sus propias existencias.

Sorprendido por el reconocimiento del anciano, Abel se vio reflejado en el rostro del hombre con una mezcla de asombro y confusión ¿Cómo podía ser que el asesino reconociera su rostro entre tantas otras caras en la sala? La pregunta ardía en su mente, pero antes de que pudiera formularla en palabras, la mirada del anciano se desvió hacia otro lado, como si quisiera escapar de la verdad que había encontrado en los ojos de Abel.

El anciano parecía sumido en una lucha interna, como si los recuerdos del pasado se agolparan en su mente en un torbellino de emociones encontradas ¿Qué significaba ese reconocimiento? ¿Acaso Abel representaba algo más que una cara conocida? Las dudas y el temor se reflejaban en sus ojos, desafiando la serenidad que había intentado mantener hasta ese momento.

El verdugo, en silencio y con una calma imperturbable, aguardaba el momento de cumplir con su deber. Su figura alta y esbelta contrastaba con la fragilidad del anciano, pero su rostro permanecía oculto bajo la sombra de su capucha. No había juicio en sus acciones, solo la ejecución fría y precisa de una sentencia dictada por la ley.

Mientras tanto, los familiares de las víctimas observaban la escena con una mezcla de dolor y rabia contenida. Para ellos, el anciano no era más que un monstruo que había arrebatado la vida de sus seres queridos. El asesino parecía ajeno a la tormenta de emociones que lo rodeaba y en silencio colocó su cabeza en la guillotina. Su mirada se perdía en el vacío, como si estuviera atrapado en un mundo propio, lejos de la realidad que lo rodeaba ¿Qué secretos guardaba su mente? ¿Qué verdades ocultas se escondían tras su apariencia apacible?

La voz del verdugo, firme y penetrante, resonó en la sala, rompiendo el silencio sepulcral que la envolvía—¿Unas últimas palabras?—Inquirió con una calma que contrastaba con la brutalidad de los acontecimientos que ocurrían a continuación.

El anciano pareció despertar de su letargo. En un último acto de resistencia, levantó la mirada hacia Abel, un destello de reconocimiento cruzó su mirada, como si el viudo fuera el blanco de su resentimiento y odio acumulado a lo largo de los años. En ese fugaz momento de conexión, ambos hombres se enfrentaron a la verdad que los unía y separaba al mismo tiempo, una verdad que trascendía las palabras y los actos. Los labios del anciano se separaron lentamente, como si estuviera a punto de pronunciar palabras cargadas de veneno y maldición, pero antes de que pudiera emitir sonido alguno, el verdugo actuó con una rapidez sobrenatural.

Con un movimiento preciso y despiadado, el verdugo activó la guillotina. El sonido metálico del filo cortando el aire resonó en el silencio de la sala, y por un instante, todo pareció detenerse en el tiempo.

*Slash*… La cabeza del anciano se separó de su cuerpo con un estallido de sangre morboso, salpicando la guillotina y las prendas del verdugo.

Los ojos sin vida del anciano quedaron fijos en Abel por un último instante, irradiando un odio y una advertencia que trascendían la muerte misma. Era como si su espíritu se negara a abandonar este mundo sin dejar una marca indeleble en la mente de su enemigo. Esos no eran los ojos de un villano derrotado, sino los de un héroe frustrado. Pero antes de que pudiera revelar su verdad, la guillotina hizo su trabajo final, y su cabeza rodó hacia la canasta con un ruido sordo y perturbador.

La sala quedó sumida en un silencio sepulcral, un vacío opresivo que parecía ahogar cualquier intento de reacción frente a la brutalidad de lo que acababa de ocurrir. Ni un solo murmullo se escuchaba entre los presentes, como si estuvieran paralizados por un terror insondable que les impedía articular palabra o moverse siquiera.

El verdugo permanecía en su posición con una calma perturbadora, como si estuviera acostumbrado a presenciar actos de violencia tan horribles como este. Sus acciones habían sido ejecutadas con una precisión inquietante, sin un ápice de remordimiento o duda en su semblante. Había impedido al anciano pronunciar sus últimas palabras con una frialdad que helaba la sangre, como si su objetivo no fuera solo ejecutar una sentencia, sino también privar al condenado de cualquier atisbo de humanidad o redención.

Sin embargo, la reacción del público ante esta atrocidad era aún más perturbadora. Nadie parecía reaccionar, como si estuvieran en un trance hipnótico, incapaces de asimilar la magnitud de lo que acababan de presenciar. Sus rostros permanecían impasibles, sus miradas perdidas en el vacío, como si estuvieran siendo manipulados por fuerzas invisibles que escapaban a su comprensión.

Abel, sumido en sus propios pensamientos y emociones, tampoco parecía notar la extrañeza que envolvía la sala. Su mente estaba en blanco, incapaz de procesar el torrente de emociones que lo embargaba en ese momento. La muerte del anciano, aunque esperada, había dejado un vacío en su interior, un eco sordo de lo que alguna vez había sido un deseo ardiente de venganza y justicia.

La venganza fue completada. La justicia se había cumplido, pero las preguntas sin respuesta seguían acechando en las sombras de su mente. ¿Qué había motivado al anciano a cometer tales actos atroces? ¿Qué secretos se habían llevado a la tumba con él?

En el silencio que siguió a la ejecución, Abel se enfrentó a la realidad de que, aunque el culpable hubiera sido castigado, la verdad aún seguía esquiva. Y mientras los presentes abandonaban la sala, llevándose consigo sus propias verdades y mentiras, Abel se quedó atrás, sumido en sus pensamientos, en busca de respuestas que quizás nunca encontraría.