Sabiendo que meterle un balazo entre los ojos a ese malnacido no era una opción, y siendo consciente de que tirarse por la ventana para cagarse a trompadas con un demente era una locura que solo lo condenaría, Abel optó por la única salida que le quedaba: huir. Correr como un desgraciado antes de que todo lo que lo rodeaba se convirtiera en cenizas. El cuarto ya estaba por derrumbarse, las llamas consumían cada rincón con una voracidad insaciable, y quedarse un segundo más era firmar su sentencia de muerte. No había tiempo para vacilar, para pensar en alternativas imposibles. O se largaba a correr, o el fuego lo devoraría vivo.
Con el corazón desbocado y los músculos tensos por la adrenalina, Abel salió al pasillo como un animal acorralado, buscando desesperadamente una salida. Al final del pasillo vio la ventana abierta. Una bendición. Estaba ahí, como una invitación, un portal hacia la libertad, una posibilidad de supervivencia. Sin pensarlo, corrió hacia ella, dispuesto a lanzarse al vacío sin importar las consecuencias.
Pero el alivio que sintió fue breve, cruelmente breve. Al llegar a la ventana y comenzar a colarse por ella, algo le hizo detenerse en seco, casi como si una mano invisible lo hubiera empujado de vuelta al interior. En ese preciso instante, lo vio nuevamente. El lobo feroz. Estaba allí, esperándolo. No había corrido, no había saltado, ni se había movido con prisa alguna para llegar hasta ese punto. Simplemente, estaba ahí, como si hubiera materializado su presencia de la nada misma. No tenía sentido, ninguna lógica. El hombre debía haber corrido una distancia considerable para llegar ahí antes que él, pero no lo había hecho. No jadeaba, no había rastro de sudor en su rostro. Era imposible. Abel estaba dentro de la mansión, ¿cómo se suponía que alguien desde el patio podía haberle ganado en la carrera hasta esta ventana? ¿Cómo había estado siguiendo sus movimientos? ¿Veía atreves de los tablones de madera, había cámaras escondidas delatando sus acciones? Resultaba difícil de creer. Y, sin embargo, allí estaba, como si el tiempo y la lógica no aplicaran para él. Esa sonrisa demencial, burlona, parecía crecer, deformándose con cada segundo que pasaba, como si el simple hecho de estar ahí, desafiando toda razón, le provocara un placer sádico.
Completamente aturdido por la imposibilidad de la situación, el viudo retrocedió unos pasos tambaleantes y volvió a correr. No podía quedarse allí, no podía enfrentarlo. Tenía que regresar al dormitorio, esta vez sería más rápido. Llegaría primero. Allí había una salida, algo que lo salvaría de la locura. Entró de golpe en la habitación, abriendo la puerta de par en par, sus pasos resonaban en el suelo de madera con un eco desesperado. Se dirigió a la ventana rota, su última esperanza. Y entonces, el mundo se detuvo. Su respiración se apaciguó de golpe, como si el aire se hubiera vuelto inútil. La realidad comenzó a desmoronarse a su alrededor, como si todo fuera una ilusión desvaneciéndose. Una sensación de vacío le invadió, como si su presión arterial hubiera caído de repente, dejando su cuerpo pesado y su mente suspendida en el absurdo. Nada de lo que veía tenía sentido. Todo lo que lo rodeaba era una farsa, una pesadilla incomprensible que lo arrastraba hacia un abismo de locura.
Abel se detuvo en seco, su cuerpo paralizado por completo. Frente a él, donde debería estar la ventana rota que había destrozado para escapar, estaba otra vez el maldito acechador, con esa sonrisa que le helaba la sangre. Pero no fue la aparición del lobo feroz lo que lo hizo sentir como si el suelo se abriera bajo sus pies. No, lo que lo desarmó por completo fue el descubrimiento imposible: el vidrio de la ventana estaba intacto, como si nunca lo hubiera tocado. Y, lo más aterrador, la habitación ya no estaba ardiendo. El fuego que había visto devorarlo todo segundos atrás había desaparecido, como si jamás hubiera existido. Nada tenía sentido.
—¿Me confundí de habitación? —Preguntó, susurrando para sí mismo, con la voz temblorosa y llena de terror. No era posible. La ventana estaba intacta, y el fuego que había comenzado a consumir la habitación hace apenas unos minutos ya no estaba. Sin embargo, no podía estar equivocado. Este era el dormitorio. Miró a su alrededor con creciente horror y vio el cuerpo del gordo en el suelo, su carne chamuscada, su cráneo destrozado por los golpes que él mismo le había propinado. Esta habitación tenía que ser el dormitorio, los tablones ennegrecidos por el fuego y el cadáver eran prueba irrefutable.
Entonces, ¿cómo era posible? ¿Cómo había desaparecido el fuego? ¿Cómo el vidrio estaba de vuelta en su lugar, como si nunca hubiera sido tocado? El desconcierto y el miedo se apoderaron de Abel mientras sus pensamientos se arremolinaban sin control.”¿Me drogaron? ¿Es esto producto de la falta de oxígeno por el incendio y la pelea? ¿Me estoy muriendo ahora mismo y estoy alucinando?“Pensó, intentando darle algún sentido a lo que sus ojos le mostraban. Pero no había ninguna explicación lógica. No para algo así.
Con pasos lentos y pesados, se acercó al cuerpo en el centro de la habitación, el mismo que había masacrado con sus propios pies momentos antes. Cuando lo miró, su estómago dio un vuelco. La cabeza del hombre estaba completamente destrozada, hundida grotescamente, y fragmentos de su cerebro se esparcían por el suelo en un charco de sangre. La náusea golpeó a Abel con una fuerza brutal.
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—Lo maté… lo maté …—Susurró, sintiendo cómo el mundo comenzaba a girar a su alrededor. La comprensión de lo que había hecho lo atravesó como una cuchilla. El horror de haberle quitado la vida a alguien le cayó encima, pesado y abrumador, como una condena de la que no podía escapar. El aire se volvió irrespirable. *Buagh*… Las náuseas se apoderaron de él. Cayendo de rodillas sobre el cadáver, vomitó sobre el cuerpo sin vida, sus arcadas incontrolables, su mente en un estado de shock absoluto.
En medio de su desesperación, mientras el vómito se mezclaba con la sangre, el revólver que sostenía cayó de sus manos, haciendo un leve ruido al golpear el suelo. Abel no tenía fuerzas ni para llorar, aunque lo deseaba profundamente. Todo lo que quería era derrumbarse, dejar que el peso de su culpa lo aplastara por completo. Pero entonces, en el rabillo del ojo, vio esa sombra acechando desde el patio, la misma sonrisa que lo había estado atormentando desde hace horas, y supo que no podía rendirse todavía. No podía permitirse ese lujo. Aún quedaba otra amenaza. Aún había alguien que había sido testigo de su crimen. Alguien que también quería matarlo.
—¿Por qué no dices nada? —Gritó, su voz ronca y llena de desesperación mientras recogía su revólver, limpiando frenéticamente el vómito que lo manchaba— ¡Acabo de matar a tu amigo! ¿No te importa una mierda? —El eco de sus palabras resonó en la habitación, pero el hombre sonriente permaneció inmóvil, su expresión inalterable. Era como si su rostro estuviera congelado en esa maldita sonrisa. Y eso, más que cualquier otra cosa, hacía que la piel de Abel se erizara.
—¡Responde, por el amor de Dios!—Bramó Abel, caminando hacia la ventana, cada paso cargado de una mezcla de furia y terror—¿Me odias o me amas? ¿Me quieres ayudar o me quieres matar? ¡No te entiendo, carajo!
El lobo feroz permaneció inmutable, esa sonrisa estúpida y desquiciada seguía clavada en su rostro, tan vacía como antes. No había emoción en su rostro, no había reacción alguna. Simplemente, seguía allí, viéndolo, como si Abel fuera poco más que una distracción, o tal vez una obsesión.
Cada segundo que pasaba, Abel se hundía más en su propia desesperación. Ya no tenía el coraje para disparar. Perdió el “momento” donde nada lo asustaba y nada tenía consecuencias. Ya no tenía el impulso de hacerlo. Estaba agotado, emocionalmente destrozado. Esa sonrisa lo estaba volviendo loco, lo desgarraba desde dentro, pero sabía que no había escapatoria. El acechador no lo atacaría, no lo tocaría. Solo lo miraría. Lo seguiría. Y Abel, aunque lo odiaba, sabía que estaba completamente a su merced. No había plan alguno para sacarse esa molesta sonrisa de encima.
El miedo de Abel había dejado de ser un sentimiento pasajero, una reacción física ante el peligro. El miedo no era simplemente miedo. Era una sensación que trascendía el terror común, volviéndose una realidad paralela, un delirio en el que su mente se negaba a aceptar lo que sus ojos le mostraban. No era solo el lobo feroz con esa maldita sonrisa perturbadora. Era todo lo que lo rodeaba. Era cada paso que había dado en su vida. Era su propia historia.
Cada pieza del rompecabezas que había evitado mirar de cerca, cada advertencia ignorada, cada suceso fuera de lo normal que había tratado de enterrar en lo más profundo de su mente, ahora surgía con una fuerza arrolladora. Las tragedias. Las cartas. El viaje. La mansión de los Fischer. Los asesinos. Golden Valley. Todo aquello que había decidido ocultar, creyendo que mantener la razón lo salvaría, se tornaba en su contra. Había seguido adelante, aferrándose a una lógica que, hasta ahora, lo mantenía en pie. Pero la mansión había decidido destruir su último bastión de cordura. Sí, fue la mansión. Estaba viva. Ya no había dudas de eso. La casa ponía las reglas del juego y él solo podía jugarlo o rendirse.
La ventana intacta, la habitación que ya no estaba en llamas, el hombre que lo miraba como si fuera una simple pieza en un juego mucho más grande. Nada de lo que estaba viendo podía explicarse, y esa imposibilidad era más aterradora que la misma muerte. Había roto esa ventana. Lo había hecho. Sus pies aún sentían el impacto. Había sentido el calor abrasador de las llamas. Había matado a alguien. El olor a carne quemada aún impregnaba el aire. Sin embargo, la habitación lucía como si no hubiera pasado nada.
Las advertencias que había escuchado, las voces de los pocos que se atrevían a hablar de Golden Valley, volvieron a resonar en su mente, distorsionadas, confusas, pero claras en su mensaje: este lugar no era lo que parecía. La lógica había muerto junto con el hombre que yacía a sus pies, y Abel lo sabía. Lo había sabido todo el tiempo, pero se había negado a aceptarlo. Había mantenido una postura firme, una negación absoluta, había intentado ignorar lo imposible, había seguido adelante como si nada, aferrándose a la idea de que pensar en ello lo haría perder la cordura. Pero los últimos minutos… los eventos que había presenciado en este dormitorio fueron el golpe final. Algo dentro de él se quebró. No podía seguir negándolo.
Abel cerró los ojos un momento, intentando aferrarse a la última chispa de realidad que le quedaba. Pero esa chispa se desvanecía rápidamente, su mente cayendo en la única conclusión que hasta ahora había rechazado con todas sus fuerzas. Nada de lo que estaba experimentando tenía sentido. Lo que veía, lo que tocaba, lo que oía: todo desafiaba la lógica y la razón. No era un sueño, no era una alucinación. Esto era real, tan real como el latido de su corazón, como el aire chamuscado que apenas lograba respirar. No podía seguir ignorándolo. Cada fibra de su ser le gritaba la verdad que tanto había intentado reprimir.
—Estoy… —Murmuró con los labios temblando, apenas capaz de escuchar su propia voz—Estoy en otro mundo…
La revelación no fue un alivio, no fue una aceptación tranquila. Fue un golpe brutal, el último clavo en el ataúd de su cordura. Abel no lo estaba imaginando. Algo profundamente retorcido había arrancado los hilos de la realidad y lo había lanzado a un lugar donde las reglas que una vez conoció ya no tenían sentido. Lo supo con una certeza aterradora, tan clara como la sonrisa del hombre frente a él.
El mundo se había vuelto irreal.