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22 - La Despedida

*Kikiriki*…*Kikiriki*… Abel abrió los ojos con una sacudida, torturado por el cacareo penetrante de los gallos que lo apartaba de la tranquilidad de su sueño. Trató de volver a dormir, pero los gallos parecían obstinados en despertarlo.

Maldiciendo internamente a los animales de la estancia, Abel se deslizó fuera de su bolsa de dormir con un bostezo en señal de protesta. El aire frío de la madrugada se colaba por las grietas de la madera de la casa en ruinas, provocando que su respiración formará nubes de vapor en el aire helado.

La luz del amanecer apenas empezaba a teñir el horizonte cuando Abel salió de la casa en ruinas. El aire fresco le golpeó la cara como una cachetada imprevista, recordándole las noches de acampada que había tenido en su infancia con su padre. El rocío cubría el suelo como un manto de lágrimas, haciendo que cada paso fuera una tortura. La arboleda parecía impregnada de una atmósfera relajante, donde las gallinas gritaban buscando llamar la atención de los demás animales.

El chirriar metálico de la cremallera de su chaqueta resonó entre los cacareos, impidiendo que el aire fresco siguiera torturando. Con paso decidido, Abel se dirigió hacia su moto, decidido a continuar su viaje. Sin embargo, su determinación se vio desafiada por el desafío de hacer caber la bolsa de dormir en el reducido espacio del compartimento trasero de la moto. La bolsa de dormir era muy grande y de suerte entraba en el poco espacio que tenía.

Con gestos de frustración, luchó por acomodar el objeto dentro del limitado espacio disponible, enfrentándose a la obstinación de la bolsa de dormir que se resistía a ceder ante sus intentos. Fue en medio de esta lucha contra la intransigencia de la bolsa de dormir que una sombra pasó velozmente por el rabillo del ojo de Abel. Sus sentidos se agudizaron, alerta ante la presencia inesperada, y giró la cabeza con rapidez en un intento por identificar la amenaza.

Solo encontró el paisaje familiar de los árboles balanceándose al compás de la suave brisa matutina.

—Debió ser una gallina saltando…—Murmuró para sí mismo, sacudiendo la cabeza para librarse de la sensación de paranoia. Apretó los dientes y se obligó a concentrarse en la tarea que tenía entre manos, obligando finalmente a la bolsa de dormir a entrar en el pequeño compartimiento.

Con todo guardado, Abel sacó una bufanda roja de otro compartimiento, y la enrolló alrededor de su cuello, sintiendo el calor reconfortante que le ofrecía. Se ajustó el casco con determinación, asegurándose de que cada correa estuviera en su lugar.

Abel se subió a su moto, decidido a emprender el camino hacia la última etapa de su viaje. Pero apenas comenzado a arrancar el motor, su instinto le hizo detenerse bruscamente. Un destello brillante en el suelo, justo donde había visto la sombra, capturó su atención y despertó su curiosidad.

Bajó de la moto con cautela y se acercó con paso vacilante hacia el objeto brillante, preparado para ver que lo había asustado. Pero lo que descubrió lo dejó paralizado en el sitio, congelado por el horror y la incredulidad. No era un tesoro misterioso lo que brillaba, sino una pila de huesos rotos que yacían esparcidos por el pasto, mezclados con trozos de carne y ropa desgarrada.

El pánico de la sorpresa lo tomó con la guardia baja, pero luego, con un esfuerzo de racionalidad, Abel comenzó a examinar más detenidamente los restos esparcidos ante él. Los huesos eran indistinguibles, pero por su tamaño uno diría que le pertenecieron a una vaca o algún animal grande. No había duda de que no eran los huesos de una pobre gallina que cayó bajo la trampa de un zorro astuto. Aun así, la ropa vieja era desconcertante, por su estado deteriorado tranquilamente podría ser el antiguo nido de alguna de las gallinas ¿Pero por qué un nido de gallina tendría huesos tan grandes desparramados a su alrededor?

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Una explicación comenzó a formarse en la mente de Abel mientras su corazón aún latía con fuerza. Supuso que aquellos huesos yacían como los despojos de algún animal carroñero, que había encontrado una presa muerta en la zona y se había alimentado de ella, dejando estos restos atrás.

Aunque la explicación parecía lógica, Abel no podía evitar sentir un escalofrío recorriendo su espalda mientras contemplaba lo que quedaba del cadáver de esta pobre criatura. La visión le resultaba impactante y perturbadora, especialmente para alguien acostumbrado a la vida de ciudad, ajeno a las crudas realidades de la naturaleza.

Con un suspiro, decidió apartar la mirada de los restos y seguir adelante con su viaje. Subió nuevamente a su moto, tratando de despejar su mente de la imagen perturbadora. Con el motor rugiendo, se alejó de la arboleda, dejando atrás los huesos rotos y la sangre derramada, pero llevando consigo una sensación de intranquilidad que no podía sacudirse fácilmente.

Abel se dirigió hacia la puerta del motel para despedirse del anciano que lo había ayudado. Pero al llegar, se encontró con una escena desconcertante. El viejo ya estaba despierto, regando las flores en el jardín delantero y disfrutando de una taza de café humeante.

—Parece que eres de los que madrugan…—Comentó Abel con una sonrisa forzada, tratando de disimular el desconcierto que aún sentía por lo ocurrido.

—Al que madruga, Dios lo ayuda, joven —Respondió el anciano con una voz ronca, dejando entrever un toque de sarcasmo en sus palabras. Luego, su expresión se volvió más seria—Te veo algo perturbado, ¿te sentiste incómodo durmiendo en la casa en ruinas?

Abel negó con la cabeza, intentando apartar de su mente los recuerdos desagradables.

—No, para nada, no puedo quejarme. Le estoy muy agradecido por haberme brindado un lugar donde pasar la noche —Respondió Abel, haciendo un gesto de gratitud con la mano—Solo me topé con los restos de un animal en la arboleda y me dio un toque de pena.

El anciano lo observó con intensidad, como si pudiera ver a través de él, y dejó escapar un suspiro cargado de frustración.

—¿Te parece razonable no temer a la maldición de Golden Valley, pero sí al cadáver de un animalito? —Preguntó el anciano con una mezcla de incredulidad y reproche en su voz.

Abel soltó una risa irónica, sin darle demasiada importancia a las supersticiones del anciano: —No se preocupe por mí. Ya tengo el arma que me regalo para defenderme de los fantasmas que habitan en el pueblo maldito —Respondió con una sonrisa burlona, tratando de quitarle peso a la conversación.

El anciano le devolvió una sonrisa triste y le deseó suerte en su viaje a Golden Valley. Al terminar la despedida, Abel se ajustó el casco nuevamente, preparándose para partir hacia su destino. Pero antes de que pudiera dejar atrás el motel, el vaquero le gritó desde atrás con una advertencia:

—Aunque te parezca imposible lo que te espera en Golden Valley: todo tiene un sentido. ¡Espero que no sufras mucho y mueras con una sonrisa, joven!

Las palabras del vaquero resonaron en los oídos de Abel, quien, por inercia, detuvo su moto y se giró para enfrentar al hombre. Sin embargo, al girarse, notó con desconcierto que el anciano ya no estaba allí.

Aturdido y confundido, Abel se quedó inmóvil durante un momento, tratando de procesar lo que acababa de suceder. ¿Había sido una alucinación?

Perplejo por la desaparición repentina del anciano, Abel retrocedió con su moto hacia la entrada del motel, escudriñando el área en busca del vaquero. No obstante, este parecía haberse desvanecido en el aire. Abel se encontró contemplando la puerta del motel, indeciso sobre si debería aventurarse a abrir la puerta y buscar al anciano o simplemente seguir su camino.

Quizás el vaquero había optado por refugiarse del frío en el interior del motel, pero Abel no recordaba haber escuchado el sonido de la puerta abrirse. Sin embargo, reconoció que su atención podría haber estado completamente absorbida por el ruido ensordecedor del motor y el casco que llevaba puesto.

Con un ligero rubor de vergüenza por su indecisión, Abel volvió nuevamente hacia su moto y decidió partir del motel. Después de todo, el anciano ya se había despedido, y parecería algo ridículo regresar y buscarlo dentro del edificio. No obstante, también le parecía descortés abandonar la posibilidad de continuar la conversación con alguien que le había brindado ayuda y sabiduría.

Con un nudo de indecisión en el estómago, Abel aceleró su moto y se encaminó hacia Golden Valley. Sabía que aún le esperaban unas largas y agotadoras 12 horas de viaje.