La urgencia de desentrañar los siniestros enigmas que se escondían detrás de las anécdotas del asesino lo impulsaron a actuar, a enfrentarse de lleno al misterio que lo rodeaba. Sin embargo, la prudencia lo hizo dudar. No era sensato seguirle la corriente a su enemigo. Buscar la caja y la llave era una tontería que podía salirle muy caro.
Inseguro de qué camino tomar, Abel volvió a sentarse en el escritorio, sintiéndose estúpido por haberse levantado en primer lugar. Tomó la agenda negra, sintiendo el peso de sus decisiones y la incertidumbre del futuro. Con gestos mecánicos, comenzó a hojear las páginas amarillentas en busca de algo que quizás nunca estuvo allí.
Mientras Abel meditaba que hacer a continuación, el tiempo parecía estirarse como una sombra interminable, y la falta de sueño no hacía más que avivar las llamas de su ansiedad. En este sótano no había nada que hacer. Ponerse a dormir no parecía tan mala idea. Pero aproximadamente mediodía había transcurrido desde que había quedado atrapado en este sótano y su cuerpo no mostraba señales de hambre o sueño. No sabía qué le ocurría. Debía ser un extraño mecanismo de defensa ante los nervios que lo azotaban. No había otra explicación.
Releyendo una vez más las anotaciones del criminal, Abel recordó la mención de la misteriosa caja de plata oculta entre los baúles del sótano. ¿Qué podía haber ocultado el asesino en esa caja? Una peligrosa chispa de curiosidad ardía en su interior. Sin embargo, la sombra de la paranoia se cernía sobre él, recordándole la posibilidad de que aquellos baúles fueran trampas mortales dejadas por el asesino.
El perfil del asesino descrito por la policía no encajaba con alguien que utilizará bombas caseras en sus macabros fetiches, pero Abel no podía ignorar completamente el miedo que se agitaba en lo más profundo de su ser. Cauteloso, meditó durante mucho tiempo antes de decidir acercarse a los baúles, consciente de que cada paso que daba podía acercarlo al final de su historia.
Observó detenidamente los baúles, analizando cada grieta y cada astilla en busca de cualquier indicio de peligro. Aunque el aspecto desgastado y descuidado de los baúles sugería que no albergaban ningún tipo de trampa sofisticada, Abel sabía que la mente del asesino era un laberinto retorcido. Nada era seguro. Sin embargo, la falta de indicios evidentes de peligro le otorgó la confianza necesaria para continuar con su investigación.
El sótano estaba envuelto en una oscuridad insoportable, apenas iluminado por la débil luz de la vela. En el centro de la habitación se encontraban tres baúles antiguos que destacaban sobre las modernas cajas que los rodeaban. No había duda de que estos baúles habían sido muebles costosos y majestuosos en su época, pero ahora parecían muebles rescatados de un basurero. Eran los vestigios de una época oscura en donde Golden Valley intercambiaba el preciado oro de sus minas a cambio de vidas humanas.
Los baúles no eran demasiado grandes ni demasiado pequeños, el más grande de ellos siendo del tamaño de las maletas que se usan para realizar viajes largos. Si no fuera por el deterioro, estos muebles podrían pasar desapercibidos entre las numerosas cajas que había dispersas por el sótano. Abel contempló los baúles desde la distancia, observando cómo estaban cubiertos por una fina capa de musgo que se extendía desde las escaleras hasta sus bases. La humedad del sótano había tomado posesión de ellos, dejando su huella en forma de hongos que formaban manchas ennegrecidas que salpicaba sus superficies.
Con cautela, Abel se acercó a los baúles, sintiendo la tensión en el aire mientras se preparaba para enfrentar a lo desconocido. Las bisagras oxidadas crujieron con cada intento de abrir los muebles, emitiendo un sonido que resonaba en la quietud del sótano como el llanto de un anciano no dispuesto a salir de su cómoda rutina. A pesar de su esfuerzo por ser sigiloso, la tarea se volvía cada vez más difícil, y la preocupación por ser descubierto lo invadía con cada crujido.
Tras una rápida inspección, la posibilidad de una trampa mortal se había desvanecido. Era imposible colocar una trampa cazabobos en un baúl que ni siquiera podía abrirse. Ese era el gran drama, ninguno de los tres baúles se abría con normalidad; sus mecanismos de apertura estaban rotos por el paso del tiempo o trabados por la mala fortuna del viudo.
Después de probar suerte intentando abrir los tres baúles, Abel decidió comenzar investigando el baúl más grande, el cual parecía ser el único que podía abrirse. Este baúl, hecho de madera, mostraba todas las señales del paso implacable del tiempo. Las grietas y podredumbre marcaban su superficie, mientras que el musgo y los hongos imponían su presencia, arruinando la belleza original del baúl pero otorgándole a su vez un cierto encanto natural. Sus clavos, redondos, antiguos y oxidados, se aferraban desesperadamente a su lugar en un intento inútil de conservar su utilidad.
Con un esfuerzo considerable, Abel logró abrir una pequeña abertura en el baúl de madera, pero pronto se dio cuenta de que algo obstruía el mecanismo de apertura, impidiendo que se abriera completamente. Una fina tela o algún material similar se había enredado en el mecanismo. El viudo frunció el ceño al darse cuenta de que solamente podía distinguir unas telas dispersas a través de la estrecha abertura. Ninguna caja de plata estaba a la vista, pero aún no se podía descartar que la caja que buscaba estuviera en el fondo del baúl.
Abel intentó con algo de fuerza romper la tela que impedía la apertura del baúl. Con cada empuje, la tela parecía resistirse con mayor ferocidad, desafiando sus intentos de desentrañar el misterio que se escondía dentro. La paciencia de Abel se quebró. Con delicadeza, nunca abriría este baúl. Aplicó más y más fuerza, sintiendo la frustración crecer dentro de él con cada intento fallido. Pero a pesar de sus esfuerzos, el baúl se mantuvo obstinadamente cerrado.
Su plan no había funcionado. El baúl había ganado la batalla. Exhausto y enojado, Abel tuvo que admitir la derrota y soltó el baúl. La tapa cayó pesadamente, cerrando la pequeña abertura con un estruendo ensordecedor.
*Pluff…* Abel se detuvo en seco; el fuerte ruido de la madera chocando contra la madera lo había asustado, haciéndolo retroceder con un sobresalto.
El miedo revivió su cordura y lo alertó de su error. Estaba haciendo demasiado ruido, y si seguía intentando forzar la apertura del baúl, llamaría la atención de todos los guías que trabajaban en esta mansión. Esto no podía continuar de esta forma. No podía darse el lujo de armar semejante escándalo. Pero la tarea no era tan fácil como parecía, el paso del tiempo o su mala fortuna había sellado los tres baúles con una firmeza que desafiaba cualquier intento de exploración silenciosa.
Abel reflexionó sobre el riesgo que enfrentaba. La imprudencia del aburrimiento y la falta de peligro inmediato lo empujaban a continuar, pero sabía que cada acción llevaba consigo un riesgo. Se encontraba en una situación delicada y no sería prudente alertar a los guías de su presencia.
En lugar de seguir forzando la apertura del baúl con fuerza bruta, Abel decidió usar su ingenio y buscó una solución más astuta. Recordó haber visto una tijera en el primer cajón del escritorio, entre los útiles para dibujar. Abel se acercó nuevamente al escritorio y extrajo la tijera. Era pequeña y modesta, pero su filo parecía lo suficientemente afilado como para cortar los fragmentos de tela que bloqueaban la apertura del baúl.
Con la tijera en su mano, Abel retornó al baúl y se inclinó sobre la abertura, sintiendo el gélido suelo bajo sus rodillas mientras se preparaba para enfrentar el trabajo duro. Un olor desagradable y penetrante le golpeó las fosas nasales al abrir la pequeña apertura nuevamente, pero eso no lo detuvo. Comenzó a cortar la tela que le impedía avanzar, ignorando el hedor nauseabundo que desprendía el baúl e inundaba el aire a su alrededor. Poco a poco, el mecanismo de apertura se fue liberando, hasta que finalmente toda la tela había sido cortada.
*Cliiink*… Las bisagras del baúl crujieron a medida que Abel abría el baúl con lentitud, como si temiera que el ruido convocará a los fantasmas que poblaban su imaginación. La lucha para abrir este baúl había sido agotadora, y para colmo las recompensas fueron nulas. El rostro del viudo se llenó de decepción al descubrir que en su interior no se hallaba lo que buscaba. No había ninguna caja de plata. Tampoco había señales de joyas, monedas o documentos valiosos, solo pilas y pilas de prendas antiguas.
La pila de ropa dentro del baúl era una amalgama de prendas que parecían haber sobrevivido a siglos de abandono. No había orden ni cuidado en su disposición; las prendas estaban amontonadas de manera descuidada, como si hubieran sido arrojadas allí con desdén, en lugar de ser atendidas y dobladas. La humedad del sótano se había infiltrado en cada fibra del tejido, dejando tras de sí un rastro de moho y hongos que marcaba cada prenda con manchas oscuras y desagradables. A pesar del estado deplorable de la ropa, aún se podía vislumbrar la elegancia y refinamiento de épocas pasadas. No era ropa barata. Los vestidos, los chales, los trajes y las faldas, aunque sucios y desgastados, aún conservaban vestigios de su antigua belleza. Sin embargo, cualquier rastro de glamour se veía eclipsado por la repugnante capa de mugre y polvo que cubría cada centímetro de tela.
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Abel observó la montaña de ropa con cierta repulsión, preguntándose qué secretos yacían ocultos entre los pliegues. Pero cualquier impulso de meter la mano para explorar más a fondo entre la ropa fue rápidamente sofocado por el olor nauseabundo que emanaba del baúl. Aunque el hombre ya había percibido el hedor mientras despejaba el mecanismo de apertura, con la tapa completamente levantada, el penetrante aroma se volvía insoportable, amenazando con hacerlo retroceder en su búsqueda.
El olor que golpeó las fosas nasales de Abel no era el típico que se esperaría encontrar en una pila de ropa húmeda y mohosa. No, era algo mucho más nauseabundo, más penetrante y perturbador de lo que hubiera imaginado. Era como si el baúl hubiera sido el escondite de una criatura que ya había pasado a mejor vida hacía mucho tiempo. No cabían dudas: el hedor era el distintivo olor de carne en descomposición.
Instintivamente, Abel se apartó, cubriéndose la nariz con la mano en un intento desesperado por bloquear el olor penetrante. La idea de que entre las prendas pudiera ocultarse una rata muerta o algo aún más macabro cruzó por su mente, llenándolo de un profundo disgusto.
“¿Qué hago?” Abel se encontraba en un dilema mientras luchaba contra la repugnancia que le invadía. La idea de cerrar el baúl y olvidarse del asunto cruzó por su mente, pero fue rápidamente descartada por el recuerdo del arduo trabajo que había supuesto abrir el baúl. No tenía ni idea de cuán grande o pequeña era la caja de plata que andaba buscando, lo que significaba que la caja que buscaba podría estar oculta debajo de la montaña de ropa sucia. El problema era que eso solo era una posibilidad, por otro lado, no había dudas de que algún animal muerto se encontraba entre las prendas; el olor a muerte era difícil de ocultar y aún más difícil de replicar.
Paralizado por sus dudas y temores, Abel reflexionó sobre su situación. Sin embargo, un recuerdo inesperado se filtró en su mente, trayendo consigo una chispa de determinación. Recordó la mirada de desdén que le había lanzado aquel vaquero que conoció durante su viaje por la ruta, cuando admitió haberse asustado de ver los restos del cadáver de un animal. En ese momento, una oleada de claridad lo golpeó: sería absurdo retroceder por algo tan trivial como un ratoncito muerto.
El viudo tomó la tijera que había utilizado recientemente y la utilizó como una especie de pinza improvisada, manteniendo la mayor distancia posible entre sus manos y la ropa nauseabunda que había dentro del baúl. Con paciencia, fue sacando una por una las prendas, desvelando lentamente los tesoros ocultos entre los pliegues del tiempo. Con cada pieza de ropa que sacaba, un hedor a podredumbre invadía la habitación, saturando el aire con su presencia nauseabunda. Sin embargo, lo más inquietante no era el olor, sino las perturbadoras pistas que emergían junto con cada prenda, confirmando que su intuición no era simplemente producto de una mente agotada, sino la voz de una verdad macabra: manchas oscuras de sangre seca, agujeros causados por roedores e insectos, trozos de carne desgarrada. El espectáculo era tan grotesco que Abel apenas podía contener las náuseas que amenazaban con hacerle vomitar en cualquier momento.
Pero a pesar de la repulsión que sentía, el viudo sabía que no podía detenerse. Había llegado demasiado lejos como para retroceder ahora, y la promesa de encontrar la caja de plata era demasiado tentadora como para ignorarla. Con una determinación férrea, continuó sacando la ropa del baúl, rezando para que su búsqueda no lo condujera hacia algo aún más horripilante y aterrador que un ratoncito muerto.
Fue entonces cuando la búsqueda dio sus frutos. En el centro de lo que parecía ser el nido de un animal, Abel descubrió un llavero repleto de llaves oxidadas. No cabía duda alguna; una de esas llaves debía ser la famosa llave oxidada mencionada en las anécdotas del asesino. Sin embargo, la escena que se presentaba era mucho más perturbadora de lo que había imaginado inicialmente. Restos de carne podrida y gusanos se deslizaban sobre el llavero y las prendas circundantes. El cadáver del animal había sido devorado por los gusanos hasta no dejar rastro de su existencia, lo cual lejos de tranquilizar a Abel lo preocupaba. Era imposible saber si estos restos eran realmente de un ratoncito muerto o de una de las numerosas víctimas del asesino. Abel solo podía confiar en que el asesino no estuviera tan demente para tener los restos de sus víctimas en su lugar de trabajo.
El hombre prefirió no pensarlo más de la cuenta. Contuvo el impulso de vomitar y utilizó la tijera para sacar el manojo de llaves oxidadas del baúl. Con un gesto de disgusto, depositó el llavero sobre una de las numerosas cajas dispersas por el sótano, tratando de apartar de su mente la imagen repugnante que había presenciado.
El viudo continuó revolviendo las prendas en busca de la caja de plata, pero pronto se dio cuenta de que no tenía sentido seguir buscando en este baúl. Observando el tamaño de las llaves en el llavero, supuso que la caja que buscaba debía ser del tamaño de una caja de zapatos, por lo que era imposible que la pasara por alto luego de haber sacado tantas prendas. Con un suspiro resignado, cerró el baúl. Sintió un ligero alivio al liberarse del insoportable olor a muerte que emanaba del interior. Solo quedaban dos baúles más por investigar, pero la mitad de la búsqueda se había completado.
A diferencia del primer baúl investigado, el segundo baúl era de un tamaño más compacto, similar al de una maleta de mano. En lugar de estar hecho de tablones de madera, estaba hecho completamente de metal, pero no era un metal reluciente y resistente, sino una masa corroída y oxidada por la humedad del sótano. Los años de abandono se reflejaban en la pérdida de cada detalle que había dado belleza a este baúl.
Abel no necesitó abrir el mueble para vislumbrar su contenido. Los grandes agujeros en la tapa de metal oxidado permitían vislumbrar el interior del baúl, revelando una colección de herramientas y utensilios antiguos. Martillos, serruchos, cucharas y una variedad de objetos se amontonaban en su interior, todos ellos mostrando el mismo deterioro que el baúl que los aprisionaba.
A pesar de la esperanza inicial, la mala corazonada de Abel se intensificó al observar el mal estado de las herramientas. Dada la poca luz proporcionada por la vela, distinguir entre un destornillador y un martillo dentro del mar de óxido naranja era una tarea casi imposible. Sin más opción, el hombre se vio obligado a recurrir a la linterna de su celular para iluminar el interior del baúl. Debía ser rápido o podría quedarse sin batería. Con habilidad, maniobró para hacer entrar la luz a través de un pequeño agujero, mientras observaba los objetos en el interior a través de otro agujero más grande.
“No veo nada” Pensó Abel mientras inspeccionaba el contenido del baúl. Aunque lograba distinguir la capa superficial de herramientas, era evidente que el objeto que buscaba podía estar oculto debajo de ellas. El problema residía en que mover esas herramientas provocaría un ruido considerable, lo que sin duda llamaría la atención de los guías. Por lo tanto, debía encontrar una forma de visualizar el fondo del baúl sin hacer demasiado ruido.
El viudo reflexionó durante unos minutos, sopesando sus opciones, hasta que finalmente se decidió por la que parecía ser la idea menos arriesgada. Optó por generar un ruido repentino y breve, en lugar de un ruido continuo que alertara a cualquier oyente sobre su presencia. Su plan consistía en intentar forzar un trozo de metal del baúl, aprovechando su aparente fragilidad. Si su estimación no fallaba, únicamente tenía que doblar un poco ese trozo y crearía la abertura que necesitaba para mover las herramientas en el interior del baúl sin hacer tanto ruido.
Abel se quitó la campera de motociclista que llevaba puesta y envolvió su mano en ella para protegerla del afilado metal oxidado. Con un movimiento rápido y enérgico, tiró con fuerza, logrando forzar la chapa de metal en el techo del baúl. Sin embargo, el resultado fue mucho más estruendoso de lo que había anticipado. El sonido resonó en el sótano, llenando el espacio con una cacofonía metálica que pareció retumbar en las paredes de toda la mansión.
A pesar del alboroto, el esfuerzo de Abel dio sus frutos y logró doblar un trozo de metal lo suficientemente grande como para considerar el baúl como abierto. Un sentimiento de victoria momentánea se mezcló con la ansiedad mientras evaluaba los posibles efectos de su acción. La incertidumbre sobre lo que encontraría dentro del baúl y el temor a las consecuencias del ruido lo impulsaron a actuar rápidamente.
Abel usó la tijera para ir moviendo las herramientas poco a poco, haciendo el menor ruido posible. El aroma penetrante del metal oxidado saturaba sus sentidos mientras exploraba el contenido del baúl. Pero sus esfuerzos fueron en vano. No había caja alguna. En su lugar descubrió una colección de herramientas extrañas, algunas de las cuales despertaron en él una inquietud inesperada.
Algunos objetos parecían tener una función médica, con su forma y diseño evocando imágenes de instrumentos utilizados en cirugías y tratamientos antiguos. Sin embargo, otros objetos emanaban una aura más siniestra, sugiriendo un propósito mucho más oscuro: eran elementos de tortura. Abel pudo distinguir collares oxidados, grilletes retorcidos, aparatos para extraer dientes, entre otros artefactos que parecían destinados a causar dolor y sufrimiento. La visión de estas herramientas antiguas despertó en Abel una profunda sensación de repulsión.
¿Acaso estas herramientas fueron utilizadas por el asesino, o eran simplemente vestigios de un pasado más sombrío y cruel? La respuesta no tardó en aparecer: por la antigüedad del baúl, estas herramientas debían haber sido testigos de horrores inimaginables mucho antes de que el asesino surgiera en escena. Esta revelación golpeó a Abel con una mezcla de desilusión y comprensión tardía: eran las herramientas de un médico que trabajaba cuando la mina estaba activa.
Tras esa comprensión, la idea de que el asesino pudiera haber escondido la caja de plata entre este mar de herramientas le pareció una tontería. Por un lado, abrir el baúl era una tarea imposible. Por otro lado, la idea de que el asesino hubiera colocado la caja por uno de los agujeros del baúl, para luego revolver el contenido y ocultarla entre el mar de herramientas, parecía una idea demasiado rebuscada y poco práctica. ¿Por qué el asesino se tomaría tanto trabajo para esconder la caja de plata? El criminal quería que fuera encontrada; ocultar la caja de esa forma no tenía ningún sentido alguno.
Abel lamentó no haber considerado esta posibilidad antes. Ahora, era demasiado tarde para lamentarse. Dejando de lado las herramientas oxidadas, se preparó mentalmente para enfrentar el último baúl. Si el asesino no mentía, en dicho baúl encontraría la caja que buscaba.