El miedo de Abel era evidente a simple vista; su cuerpo temblaba sin control, y no era para menos. La puerta que hasta hace un segundo había parecido imposible de abrir, ahora se había abierto sola, como si la mansión misma lo estuviera invitando a pasar. Ese simple hecho, aunque aparentemente inofensivo, sacudió a Abel hasta lo más profundo de su ser.
—¿Ho~hola? ¡¿Martin?! —Gritó Abel, su voz teñida de pánico mientras el revólver en su mano temblaba peligrosamente. Cualquiera que estuviera cerca de él en este momento habría corrido el riesgo de recibir un disparo por error, ya que el arma parecía a punto de escaparse del control del viudo. Solo por miedo le dispararía a la primera sombra que se moviera.
La mansión respondió solo con silencio. El eco de su voz murió rápidamente, dejando a Abel con el peso de su propia respiración entrecortada. Si quería respuestas, tendría que obtenerlas por su cuenta. Eso solo podía significar una cosa: debía acercarse a esa puerta que lo invitaba a entrar, aunque todo en su interior le rogaba que se mantuviera alejado.
Dando un paso a la vez, Abel se fue aproximando, su cuerpo cada vez más tenso con cada metro recorrido. A cada paso, se detenía brevemente, esperando escuchar algún sonido que lo alertara de un peligro al acecho. Sin embargo, la falta de cualquier ruido delator solo lo animaba a avanzar un poco más. Finalmente, se encontró a escasos centímetros de la entrada.
—Martin, voy a entrar. No me saltes encima o podrías recibir un disparo por error —Advirtió Abel, alzando la voz en un intento desesperado por mantener el control. Sentía cómo sus manos sudorosas estaban haciendo que el agarre de su revólver se volviera menos firme, y la incomodidad le recorrió el cuerpo.
Cumpliendo con su palabra, dio el último paso, se colocó frente a la puerta abierta y rápidamente apuntó con el revólver hacia el interior. Pero sus miedos no tomaron forma tangible. Lo que encontró fue una habitación aparentemente vacía. Aún así, no pudo relajarse. La tensión en el aire era palpable, y la posibilidad de que algo estuviera acechando en las sombras seguía presente.
—… *Coff*… Qué olor a mierda… *Coff, Coff*… —Tosió Abel, llevándose el brazo roto al rostro para cubrirse la nariz mientras contenía las arcadas que amenazaban con hacerle vomitar. El hedor nauseabundo que impregnaba la habitación era casi insoportable, un aroma penetrante y asfixiante que invadió sus fosas nasales al instante.
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Era un olor tan abrumador que Abel tardó unos momentos en recuperarse. Tras contenerse lo mejor que pudo, se dio cuenta de que no había sentido tal peste la última vez que estuvo en esta despensa. Ese pensamiento lo llenó de una mezcla de curiosidad y temor. Algo había cambiado. Impulsado por esa inquietud, el viudo decidió entrar para investigar.
La habitación, como la recordaba, era un almacén sencillo con varias cajas apiladas en una esquina. Sin embargo, ahora notaba algunos cambios sutiles. El suelo, las paredes y el techo seguían siendo de madera vieja y deteriorada, pero algo diferente captó su atención: unas largas estanterías llenaban las paredes, repletas de latas de comida oxidadas y en evidente mal estado. Abel recordó que, durante su anterior visita, esas latas habían sido de colores brillantes, frescas, como si acabaran de ser puestas en el estante. Ahora, parecían haber estado ahí por décadas, cubiertas de herrumbre y moho. Dedujo que este cambio era la fuente del nauseabundo olor que llenaba la habitación.
—Martin, ¿estás por aquí, muchacho? Soy, yo, Abel, necesito tu ayuda nuevamente… —Preguntó mientras aguantaba la peste, avanzando más hacia el interior de la habitación. El olor se volvía más denso, más intenso a medida que avanzaba, pero no había señales del joven.
De repente, con el corazón en la boca, Abel notó algo en una de las esquinas de la habitación. Una figura. La sangre se le heló, y su instinto lo hizo girar violentamente, apuntando con el revólver hacia la sombra. No disparó, logró contenerse. Sus ojos, forzándose a enfocar en la penumbra, reconocieron finalmente lo que había allí.
—Chico… ¿estás bien?… —Preguntó Abel al ver que la figura era Martin, el joven que le había salvado la vida en su anterior encuentro. Sin embargo, algo no estaba bien. Martin estaba inclinado hacia una de las cajas, con la mitad de su cuerpo metido en ella, como si estuviera buscando algo dentro. No respondió a las preguntas de Abel, ni siquiera mostró señales de haberlo escuchado.
—¿Se te perdió algo? ¿Necesitas mi ayuda, muchacho? —Preguntó Abel, acercándose lentamente con el arma aún en la mano, aunque más baja. Pero no tuvo que llegar hasta donde estaba Martin para notar algo aterrador: el joven no se movía en absoluto. Su cuerpo estaba completamente rígido, inmóvil como una estatua. A pesar de la postura extraña, no había el más mínimo indicio de vida.
Preocupado, Abel se acercó más. La tensión en su pecho creció mientras extendía una mano temblorosa hacia el joven. Con un ligero toque, puso su mano en el hombro de Martin, esperando una reacción, algún tipo de respuesta. Pero lo que sintió fue una rigidez helada.
—¿Pasó algo, muchacho? ¿Se te quedó la mano atorada? —Dijo Abel, su voz temblando mientras intentaba, sin éxito, darle la vuelta al joven.
La sensación era horrible. Algo estaba terriblemente mal.