—Próxima estación: Hospital Santa Catalina.
Un hombre de unos 35-40 años alzó la mirada desde su asiento y vio con cansancio como un cartel se iluminaba en la puerta del subte indicando cuál era la siguiente estación. Su rostro reflejaba el peso del agotamiento, como si llevara sobre sus hombros toda la fatiga acumulada de una serie de eventos cada vez más desafortunados. Sus ojos celestes parecían opacados por la falta de sueño y el estrés. Un destello de luz iluminó su semblante cuando el cartel electrónico en la puerta del subte anunció la próxima estación, parecería que se estaba acercando a su destino, aunque la emoción apenas se reflejó en su expresión, demostrando que el próximo destino no era del todo agradable.
Vestido con un traje negro que contrastaba con su rostro pálido, el hombre llevaba una corbata roja que destacaba como un punto de color en medio de la monotonía de la rutina diaria. Su cabello rubio, largo y descuidado, caía sobre sus hombros como una cortina desordenada, como si el hombre hubiera dejado de preocuparse por su apariencia hace mucho tiempo. La barba que cubría su rostro, desaliñada y sucia, era un reflejo físico de su estado emocional: el hombre parecía haberse resignado a dejar que las cosas siguieran su curso sin intervenir demasiado.
Si tenía que pasar, que pasara.
Entre la multitud apretujada del vagón, el hombre sostenía con precaución un ramo de flores rojas, un contraste sorprendente con la grisura que lo rodeaba. Sus manos temblaban ligeramente, temerosas de que el tumulto del metro pudiera aplastar y arruinar las delicadas flores que sostenía con tanto cuidado. Era evidente que estas flores no eran solo un gesto casual; llevaban consigo un significado más profundo, quizás un intento desesperado de encontrar belleza y esperanza en medio de la desolación de su vida.
Este hombre era nada más y nada menos que Abel, pero parecía que muchas cosas ocurrieron en su vida en estos 10 años que habían pasado desde que visitó Golden Valley.
*...¡¡Papá, el teléfono!!...¡¡Te están llamando, papá!!...* De repente, el constante murmullo del vagón se vio interrumpido por la voz alegre de una niña.
Con cuidado y tratando de no dejar caer las flores, Abel buscó en el bolsillo hasta encontrar un teléfono negro bastante moderno. La pantalla brillaba con la notificación de una llamada entrante con el inesperado nombre de “Manicomio San Benito”.
Deslizando su dedo, Abel respondió la llamada, su corazón latiendo con una mezcla de ansiedad y temor: —¿Pasó algo con Clara? —Preguntó, mientras ponía el teléfono en altavoz, luchando por escuchar sobre el estruendo del subte.
—Sí, lamento informarle que ha habido un accidente —Respondió una voz femenina, cargada de preocupación y tristeza.
—¿Podría repetirlo? —Rogó Abel, su mente luchando por procesar las palabras que acababa de escuchar.
—La señora Müller está en cuidados intensivos en este momento —Dijo la mujer, con una nota de tristeza en su tono.
Abel sintió un nudo en la garganta, el miedo y la impotencia ardiendo en su pecho—¡¿Pero cómo pudo suceder esto?! ¡Se supone que tenían que evitar que estas cosas pasaran!—Exclamó, su voz llena de furia y frustración— Hace unas semanas, ustedes me dijeron que Clara estaba progresando y que estaba cerca de aceptar que nuestra hija estaba muerta.
—Somos médicos, nunca mentiríamos sobre el estado de un paciente —Respondió la mujer, tratando de mantener la calma en medio de la tormenta emocional que estaba desatándose al otro lado de la línea—Su esposa sufrió un brote psicótico después de recibir una carta.
—¡Una carta no puede tener tanto poder sobre ella! —Gritó Abel, incapaz de comprender cómo algo tan trivial podía desencadenar una tragedia de tal magnitud.
—La carta fue armada específicamente para lastimar la débil salud mental de su esposa—Explicó la mujer, su voz llena de disgusto ante la crueldad de la situación—Desde el hospital abrimos una causa penal y estamos investigando con la policía quien envió la carta. Le garantizo que haremos todo lo posible para encontrar al culpable.
—¿Qué tan grave es su estado? ¿Está… está muy mal? —Preguntó Abel, apenas capaz de articular las palabras, su voz quebrándose con la angustia.
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—Lamentablemente…—Respondió la mujer, pero antes de que pudiera recibir la respuesta completa, la comunicación se cortó abruptamente.
—¿Hola? ¡No se escucha! ¡¿Podría repetirlo?!—Gritó Abel, desesperado, pero sólo recibió el silencio como respuesta.
Cuando Abel quiso ver si el altavoz del teléfono se había desactivado por error, se dio cuenta de que la pantalla del teléfono estaba completamente negra. La batería se había agotado en el momento más inoportuno.
—¡Mierda, justo ahora se me tenía que acabar la batería del celular!—Maldijo Abel, sintiendo una oleada de frustración y desesperación.
Abel levantó la cabeza y desvió la mirada hacia el cartel que anunciaba la próxima estación del metro. Trató de no impacientarse: justamente se dirigía a visitar a su esposa, por lo cual podría ir al manicomio y preguntar directamente qué ocurrió en la recepción.
Con gestos mecánicos, guardó su teléfono en el bolsillo de su traje, preparándose para enfrentar lo que sea que le esperará al llegar. Sin embargo, antes de que pudiera siquiera retirar la mano del bolsillo, un movimiento inesperado lo tomó por sorpresa.
Un niño de unos 8 a 10 años se le acercó con el puño cerrado, como invitándolo a chocar los puños en un gesto amistoso. El chico tenía el pelo negro desaliñado, unos penetrantes ojos verdes y su rostro estaba salpicado de suciedad, como si hubiera estado en una pelea recientemente. A pesar de la sonrisa en su rostro, el niño mostraba signos evidentes de una vida difícil: su ropa desgastada, sus zapatos rotos y un cabello grasiento que no le favorecía en absoluto.
El contraste entre la aparente inocencia del niño y el tumulto emocional de Abel era evidente, pero el viudo sacó la mano del bolsillo y aceptó el gesto con un débil asentimiento.
—¿Se encuentra bien, señor? Parece un poco agitado, como si se hubiera olvidado de algo importante —Comentó el niño con una sonrisa, aliviado de haber recibido respuesta.
—Sí, sí...—Respondió Abel, mirando al niño con perplejidad—Estoy bien, solo fue como si experimentara un déjà vu.
Abel observó la vestimenta del niño y notó los agujeros en sus zapatos y las manchas en sus pantalones. Un sentimiento de familiaridad lo invadió, como si ya hubiera cruzado caminos con este pequeño en el pasado.
Al captar la mirada de Abel, el niño preguntó con una sonrisa:
—¿Tendría unas monedas para poder comprar algo de comida?
—Sí...—Respondió Abel de inmediato, mientras buscaba en sus bolsillos—¿Tienes padres? ¿Estás perdido, chico? Podría llamar a la policía para que te ayuden, o llevarte a un orfanato. Seguramente vivirías mejor que en las calles.
Abel extrajo su billetera y le entregó al niño todo el dinero que tenía.
—No estoy perdido…—Dijo el niño con una sonrisa radiante al recibir el dinero—Mi mamá está trabajando en el subte, estoy ayudándola…
Después de guardar el dinero en su bolsillo, el niño ignoró la mirada compasiva de Abel y se acercó a la persona sentada junto a él para pedir limosna.
Abel permaneció inmóvil, observando al niño mientras pedía limosna durante un largo rato. La edad del chico coincidía con la de su hija cuando desapareció, lo que avivaba en Abel la angustiosa posibilidad de que su propia hija estuviera en algún lugar del mundo, enfrentando una realidad similar a la del niño frente a él, pidiendo limosna para sobrevivir otro día más hasta el fin de los días.
A pesar de que habían pasado casi dos años desde la desaparición de su hija, su esposa no había perdido la esperanza de encontrarla con vida. Aunque todas las señales apuntaban a que había sido secuestrada y asesinada, el culpable seguía sin ser encontrado y el cuerpo de su hija nunca había sido hallado.
Por otro lado, Abel había luchado durante mucho tiempo por convencerse de que su hija ya no estaba viva. La amarga realidad le recordaba constantemente que en la mayoría de los casos de desapariciones de niños, la policía rara vez lograba encontrarlos con vida. Sin embargo, la negación no había hecho mella en la determinación de su esposa, cuya salud mental se había deteriorado progresivamente debido a este asunto. Finalmente, la situación había llegado a un punto crítico y Abel se vio obligado a internarla en un manicomio en un intento desesperado por obtener ayuda para su esposa y preservar lo que quedaba de su cordura.
—Estación: Hospital Santa Catalina.
La voz del altavoz resonó en el vagón, interrumpiendo los pensamientos de Abel. Se levantó apresuradamente de su asiento y se dirigió hacia la puerta del metro, empujando a los demás pasajeros que bloqueaban su salida.
Con la mente enfocada en su esposa, Abel salió del tren justo a tiempo antes de que las puertas se cerraran de nuevo. Sin embargo, al llegar a la plataforma, se dio cuenta con desesperación de que había olvidado el ramo de flores en el asiento del subte. Un suspiro escapó de sus labios mientras veía cómo las puertas se cerraban, llevándose consigo su pequeño gesto de amor y preocupación.
Con un sentimiento de impotencia revolviéndole el estómago, Abel se encaminó hacia el Manicomio San Benito, el único lugar donde esperaba encontrar respuestas sobre la salud de su esposa y, tal vez, algo de consuelo para su propio tormento interior. Las sucias calles de la ciudad se extendían ante él, reflejando el caos que reinaba en su mente.