Novels2Search

73 - El sótano (4)

—¿En serio vas a quedarte ahí mirándome todo el día? ¿No tienes nada que hacer? ¿Nada que decir, ni siquiera tus malvados planes para cuando me atrapes, o algo aburrido sobre tu vida en este pueblo fantasma? Llevas unas cuantas horas ahí afuera y todo lo que haces es sonreír como un estúpido… —Preguntó Abel, sintiendo cómo su miedo se desvanecía poco a poco ante la indiferencia del acosador. Si no fuera por los ligeros movimientos de su cabeza para seguir sus movimientos, Abel podría haber pensado que se trataba de un maniquí dejado ahí para torturarlo.

—Vamos, al menos dime tu nombre, prometo no decírselo a nadie… —Insistió Abel, su paciencia comenzó a agotarse, mientras la idea de entablar una conversación amistosa con el lobo feroz se hacía más y más “coherente” en su cabeza. Sus palabras salían entrecortadas, el agotamiento mental asomando en cada frase.

—Yo soy Abel Neumann, padre de una niña, viudo de dos esposas, hijo de unos padres encantadores. ¿Tú quién eres? Me imagino que tienes toda una historia escondida detrás de esa gigantesca sonrisa… —Comentó Abel alegremente, aunque la risa en sus palabras era más una burla de sí mismo que un reflejo de verdadero humor. Su cordura estaba a punto de colapsar, y cada palabra parecía una súplica para que el silencio no se tragara todo.

El acosador, sin embargo, se mantenía obstinadamente callado, observando a Abel sin emitir un solo sonido. La inactividad del hombre comenzó a enfurecer a Abel, quien empezó a reconsiderar la utilidad de negociar con alguien que ni siquiera se molestaba en responder.

—Siempre he pensado que las personas son como los libros… —Continuó Abel, intentando romper el hielo con una frase genérica— Cada una tiene una historia que contar, llena de capítulos interesantes y pasajes oscuros. Mi hija, por ejemplo, fue como un libro que se terminó abruptamente, pero aun así fue un buen libro. Era increíble cómo podía encontrar alegría en las cosas más simples, cómo su risa llenaba la casa, incluso en los días donde me peleaba con su madre por tonterías tan triviales que ya ni las recuerdo.

El acosador no movía un músculo, su rostro impasible como una máscara de piedra. Abel siguió hablando, como si su monólogo pudiera hacer que el silencio se volviera más tolerable.

—Recuerdo una vez, cuando Clara todavía recordaba cómo sonreír. Era el cumpleaños de Sofía y decidimos hacer una fiesta sorpresa. La casa estaba decorada con globos y serpentinas, y ella entró, toda emocionada, y se quedó boquiabierta al ver el salón lleno de gente. Se lanzó a los brazos de su madre y empezó a llorar de felicidad. Fue uno de esos momentos perfectos que te quedan grabados en la memoria para siempre. Qué lindos días aquellos… ¿Tú tienes familia? ¿Hijos, hijas, perros?...¿Alguien o algo?…

Abel hizo una pausa, mirando al acosador con la esperanza de ver algún signo de reacción, pero el hombre seguía imperturbable. La ausencia de respuesta solo hacía que el eco de sus propias palabras pareciera más fuerte, como si el silencio fuera una burla cruel.

—Y mi primera esposa… —Continuó Abel, con la voz temblorosa y cargada de tristeza— Ana… Ana tenía una manera especial de hacer que todo pareciera mágico. Se parecía tanto a Sofía en su alegría, en su forma de ver el mundo, que a veces me costaba creer que no eran la misma persona. Eran tan parecidas en esa forma contagiosa de iluminarlo todo con una simple sonrisa. Ana era una pintora talentosa, siempre estaba con los pinceles en mano, buscando capturar los horrores del mundo en sus lienzos.

Abel se quedó en silencio por un momento, su mente viajando atrás en el tiempo.

—Recuerdo cómo solía mostrarme sus pinturas, cómo se iluminaba al contarme la historia detrás de cada trazo. Una vez, pintó un paisaje de nuestro pequeño jardín en primavera. Capturó cada detalle, cada flor, cada rayo de sol, y me decía que lo hizo pensando en cómo nos hacía sentir. El cuadro sería perfecto si no hubiera sido por un pequeño detalle: en una de las esquinas del patio había un drogadicto desnudo, raquítico y muy enfermo que se estaba masturbando mirando a las flores.

Abel dejó escapar una risa amarga, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—Qué locura, ¿no? Para ese entonces, el hermanastro de Ana había muerto por una sobredosis, y el cuadro parecía reflejar esa oscuridad. Nunca le pregunté a Ana por qué incluyó esa imagen tan inquietante en el paisaje. Ella, de manera inconsciente, evitó mencionarlo mientras me explicaba el resto del cuadro. Cuando Ana murió, su madrastra se llevó ese cuadro consigo. No tengo idea de qué podía encontrar de bonito en él, pero lloró al verlo, entre lágrimas de alegría contenida. Era una mezcla extraña de tristeza y algo más, algo que parecía tener una historia oculta que nunca llegué a comprender. Maldito destino, maldito coraje que me faltó para preguntar…

Abel se quedó en silencio por un momento, dejando que el dolor de esos recuerdos llenara el espacio entre ellos.

—Con Ana, solíamos reírnos mucho en esos días. Apasionados en las noches y disfrutando las tardes llenas de color y creatividad. Ella tenía una visión del mundo que hacía que todo pareciera más hermoso, más real. Pero incluso en esa belleza, había sombras que nunca entendí del todo. Ahora, mirando hacia atrás, me doy cuenta de cuán trágico es que esos momentos de alegría también estuvieran llenos de tristeza. La vida no era solo lo que veíamos con los ojos, sino también las historias que sus cuadros escondían detrás de ellos.

El dolor en la voz de Abel se hizo más palpable mientras continuaba.

—Cuando Ana murió, todo cambió. El mundo se derrumbó a mi alrededor. Ella era tan joven, llena de vida y sueños. La pérdida fue devastadora, un vacío que no podía llenar con nada. Pero entonces, llegó Clara, llegó Sofía y era como si Dios me hubiera dado otra oportunidad. Sofía tenía esa misma chispa, esa misma alegría que Ana había tenido. Era como una pequeña réplica de todo lo bueno que había perdido. A veces me preguntaba si era una especie de regalo divino, un consuelo para un hombre que no sabía cómo seguir adelante.

Abel hizo una pausa, dejando que los recuerdos fluyeran mientras se perdía en la nostalgia.

—Recuerdo que tanto Sofía como Ana tenían esa curiosa costumbre de preparar la cena los domingos. Una gran casualidad, ya que nunca les propuse la idea. Sofía solo sabía hacer ensaladas, pero siempre había algo especial en las cosas hechas por tus hijos, incluso si a veces el azúcar se confundía con la sal. Esos errores eran alegres e inocentes, y de alguna manera, los hacíamos disfrutar. Clara y yo solíamos fingir que esas ensaladas estaban deliciosas, porque lo eran, al menos para nosotros.

Una sonrisa triste cruzó el rostro de Abel mientras continuaba.

—Ana, por otro lado, era una cocinera excepcional, aunque su estilo no era extravagante ni lujoso. Sus platos eran simples, pero tenían una magia especial. Preparaba comidas caseras que daban calma y paz. En los días fríos, una sopa caliente que reconfortaba el alma. En verano, un helado casero que te transportaba a tu infancia.

—Había algo en la simplicidad de esos momentos que les daba un sentido profundo. Nos reíamos juntos, compartíamos las historias del día mientras la comida se enfriaba en la mesa. Nunca tuvimos una discusión, nunca una pelea. Con Clara las hubo y algunas muy serias, pero Ana era la esposa perfecta: amable, alegre, con una belleza exótica que hacía que cualquier hombre se sintiera afortunado solo por tenerla a su lado. Parecía ser un regalo dado por Dios para alguien que no había hecho nada para merecerlo.

Abel hizo una pausa, sus ojos nublados por el dolor mientras rememoraba aquellos tiempos.

—Era demasiado buena para un idiota como yo. A veces me pregunto qué veía en mí, por qué me eligió. Ella siempre decía que era el destino, y yo, como un tonto, simplemente asentía y disfrutaba de lo que el destino me ofrecía. Me hacía sentir que era un hombre afortunado, aunque en realidad no había hecho nada para ganarme tal suerte. Me pregunto cómo sería la vida si aún estuviera aquí. Todo sería mejor. Salvo por la ausencia de Sofía.

Las palabras de Abel empezaban a sentirse como un monólogo, una conversación con el aire. La calma se hacía evidente en cada pausa, cada silencio, y Abel empezaba a disfrutar de hablar solo.

—Sabes, siempre he pensado que la vida es una serie de historias interconectadas. Justamente con Martin hablamos del tema, ¿Conoces a Martin? Él es otra de tus víctimas, vive en la mansión, pero de seguro ni conoces su nombre. Mucho menos su sufrimiento… El punto es que su filosofía se parece mucho a la mía. Tú y yo, por ejemplo, somos personajes en una trama que aún no entendemos completamente. Yo el protagonista y tu el secundario de turno. O quizás yo soy el héroe, y tú eres el villano, o tal vez somos solo dos almas perdidas tratando de encontrar nuestro lugar en este pueblo maldito…

Su voz se apagó, el cansancio pesando sobre cada palabra. Abel se pasó una mano por el rostro, intentando sacudirse la sensación de cansancio que lo embargaba. El silencio del acosador se hacía más pesado, más molesto.

—Mira, sé que probablemente no te importe, pero necesito que al menos me digas algo… Vamos… Dime por qué haces esto, por qué has decidido quedarte en la entrada esperando… A veces, entender la motivación de alguien puede hacer que sus acciones tengan más sentido…—Su voz tembló, y sus palabras se hicieron más suplicantes, como si de alguna manera el simple acto de hablar pudiera cambiar el curso de su destino.

El acosador permaneció impasible, como una sombra que no podía ser tocada. Abel sintió una oleada de desesperación recorrer su cuerpo, su mente tambaleándose al borde de la locura.

—¿Sabes? —Continuó Abel, hablando consigo mismo más que con el hombre— A veces, pienso que todo esto es una especie de mal sueño del que voy a despertar en cualquier momento. Que voy a abrir los ojos y encontrarme en casa, con mi hija corriendo por el pasillo, mi esposa sonriendo desde la cocina. Pero en lugar de eso, estoy aquí, hablando con una pared, tratando de encontrar sentido en donde no lo hay. No hay motivos, ¿no?… ¿Solo es el placer de matarme?… Te entiendo, yo también hice tonterías solo por capricho.

Abel suspiró, perdiéndose en sus pensamientos.

—Cuando era niño, una vez hice algo de lo que me arrepentí profundamente. Tenía unos doce años, creo. Había un viejo perro en el vecindario, un perro callejero que todos conocían. Era viejo, flaco, y siempre parecía hambriento. No sé qué me pasó por la cabeza, pero un día, con unos amigos, decidimos molestarlo. Le lanzamos piedras y lo acorralamos en un callejón. Recuerdo su mirada, esa mezcla de miedo y dolor. Lo hicimos solo por diversión, por el puro placer de sentirnos poderosos sobre una criatura indefensa.

Abel se detuvo, su voz quebrándose.

—En ese momento, no pensé en las consecuencias. Era un niño. No pensé en lo que le estábamos haciendo al pobre perro. Solo quería impresionar a mis amigos, sentirme superior. Pero esa noche, cuando regresé a casa y me acosté en la cama, no podía dejar de pensar en esos ojos. No pude dormir. Al día siguiente, fui al callejón y encontré al perro muerto. Lo había matado, lo habíamos matado. Me sentí horrible, como si un peso inmenso cayera sobre mis hombros.

Las lágrimas comenzaron a llenar sus ojos mientras hablaba.

—Nunca se lo conté a nadie, ni siquiera a mis padres. Me carcomía por dentro, y aún lo hace. Fue un acto de crueldad sin sentido, un capricho estúpido. Siempre me pregunté qué tipo de persona era capaz de hacer algo así, y la respuesta fue devastadora: yo. Yo fui capaz de hacerlo. Y desde entonces, he vivido con esa culpa, ese remordimiento que nunca se va.

Abel se limpió las lágrimas con la manga, su voz ahora un susurro.

—Así que sí, entiendo el impulso de hacer cosas terribles solo por el placer de hacerlo, por sentirte vivo de alguna manera. Pero también sé que ese placer es vacío, que solo deja un vacío aún mayor en el alma. Me arrepiento cada día de lo que hice, y supongo que nunca podré redimirme completamente por ello.

Miró al acosador, que seguía en silencio, como si fuera una estatua, riendo con una sonrisa grotesca.

—Pero tú… tú no tienes ese remordimiento, ¿verdad? Para ti, esto es solo un juego, una diversión macabra. Me pregunto, ¿alguna vez te arrepientes de algo? ¿O tu vida está tan vacía que ni siquiera sientes ese peso?

Abel se quedó en silencio, esperando una respuesta que nunca llegó. La habitación se sentía más claustrofóbica con cada segundo que pasaba, como si las paredes se cerraran lentamente alrededor de él. La mirada del acosador lo incomodaba como un taladro perforando su cordura. La desesperación se apoderó de él, una mezcla de enojo y frustración que bullía bajo la superficie de su piel. Estaba acorralado, física y emocionalmente. Cada vez que intentaba encontrar sentido en la situación, solo encontraba más preguntas sin respuestas, más oscuridad sin luz. ¿Por qué él? ¿Por qué su familia? ¿Qué había hecho para merecer esto? Su mente se llenaba de imágenes confusas, de recuerdos dolorosos y de la sensación abrumadora de estar perdiendo el control.

Cerró los ojos, tratando de calmar su respiración, pero solo conseguía que los pensamientos se arremolinaran más rápido, como un huracán desatado en su mente. Pensó en todas las veces que había intentado hacer lo correcto, en todas las decisiones que había tomado con la esperanza de proteger a los suyos, solo para terminar aquí, atrapado en este infierno. Abel sintió que su cordura se desmoronaba lentamente, pieza por pieza, como una torre de cartas derrumbándose bajo la fuerza del soplo del viento.

De repente, un pensamiento se apoderó de su mente, claro y nítido como un rayo de luz en la oscuridad.

—Sofía… —Murmuró Abel, su voz rasgada por el dolor— Era tan joven cuando desapareció. Tan pequeña, tan llena de vida. Recuerdo su risa, cómo llenaba la casa con una alegría que ahora parece un eco lejano. Me gustaba tanto su voz que la puse como tono de llamada cuando ella desapareció, una forma infantil de no perderla, de tenerla siempre presente. Mi pequeña Sofía… Fue mi culpa. Yo la perdí de vista. La busqué por todas partes, recorrí cada rincón, pregunté a cada persona. Pero nada. Nunca supe qué le pasó.

Abel respiró hondo, como si se preparara para zambullirse en un doloroso mar de recuerdos.

—Todo comenzó aquel día. Clara se había ido de viaje de negocios por una semana y era la primera vez que me tocaba ir a buscar a Sofía al colegio. Siempre lo hacía Clara porque decía que le quedaba de pasada y le gustaba hablar con las otras madres. Era una mentira. No le quedaba de pasada, solamente era una mentira. En su mente era un fracasado. Le daba vergüenza que yo no trabajara y no quería que los padres de los amiguitos de Sofía se enteraran.

Abel hizo una pausa, sintiendo la frustración y la tristeza mezclarse en su interior.

—Aunque económicamente no lo necesitábamos, Clara me ofreció muchas veces un trabajo en la compañía que gerenciaba. Cosas tontas como lavar los baños, ser el guardia de un almacén, ser su secretario o cualquier otro trabajo secundario, pero yo siempre los rechacé. Siempre con una excusa diferente, pero al final ella se dio cuenta de que simplemente no tenía la menor gana de trabajar. Vivíamos bien, la plata nunca fue un problema en nuestra vida, y yo prefería dedicarme a mis hobbies, hacer ejercicio, ayudar a Sofía con los deberes de la escuela. Eso causó muchas peleas entre nosotros. Clara sentía que yo era una mala influencia para Sofía, que le enseñaba una vida que no tenía “valor”, que era una “mentira”.

Abel dejó escapar una risa amarga.

—Ah, plata, plata y más plata. Clara medía el éxito de las personas por su trabajo, por su dinero, por sus estudios, por sus propiedades, por sus contactos. Lo hacía demasiado, sus padres le habían quemado la cabeza para pensar de esa forma. Y ella también quería quemar a Sofía con ese chip de mentalidad esclava, siempre atenta a lo que el dinero dictara… Pero, ¿a quién engaño? Clara solo quería lo mejor para Sofía porque la amaba. Era mi culpa no comprender que el éxito laboral había hecho muy feliz a mi esposa, siempre atribuyendo las felicidades de la vida al dinero y a su trabajo. Y por eso quería que su amada hija pudiera seguir sus mismos pasos y eso le diera una vida feliz, cómoda y tranquila, como la que ella disfrutaba.

Abel suspiró, su voz se volvió más suave, casi un murmullo.

—En la mente de Clara, yo la amaba por el dinero que ella tenía, no tengo dudas de eso… Incluso llegó a decírmelo en más de una ocasión cuando discutimos. Por eso quería que Sofía fuera “exitosa”, porque una mujer “exitosa” y con plata hasta podía comprar el marido que quisiera. Me lo recordó en más de una ocasión. Agradezco que Sofía fuera demasiado joven para entender lo que su madre me decía, porque ni siquiera yo entendía qué ganaba ella al decirme eso.

Abel hizo una pausa, mirando al vacío mientras los recuerdos se agolpaban en su mente.

—Tampoco la culpo… Se acostumbró a dar órdenes en el trabajo, se acostumbró a que sus padres le cumplieran todo sus caprichos y se acostumbró a que la gente se dejara comprar por un poco de dinero. Sus exnovios siempre le chupaban la concha cada vez que ella reclamaba, siempre se arrastraban por ella. A ella le gustaba ser la protagonista, el centro del mundo. Lo que no entiendo es cómo nos casamos y cómo tuvimos una hija. Porque todas nuestras peleas eran exactamente por lo mismo: yo no cedía a algo que ella me exigía. Aunque supongo que eso era lo que en el fondo a ella le gustaba de mi personalidad, que fuéramos tan distintos. Sin embargo, eso nunca me lo dijo, siempre fue demasiado orgullosa para decirme lo que realmente le gustaba de mí.

Abel sonrió con tristeza, sus ojos reflejando una mezcla de nostalgia y dolor.

—No es que todo lo que Clara hiciera me pareciera horrible. Al fin y al cabo, me casé con ella por una razón. Me encantaba esa forma caprichosa y vibrante que tenía, como si siempre fuera la estrella de una gran película. Siempre me atrajeron las mujeres enérgicas, aquellas que se movían con determinación, que me desafiaban y proponían nuevas aventuras. Yo, en cambio, siempre fui más tranquilo, más pacífico, quizás hasta un poco aburrido para algunos. Pero, sabes, esas diferencias también nos llevaron a discusiones muy serias…

Abel hizo una pausa, su expresión se endureció mientras continuaba.

—Cuando las cosas se ponían feas, Clara podía ser realmente despiadada. En esas peleas, sacaba todo su arsenal para lastimarme. Era muy “explosiva”, y no se contenía. Podía herirme con sus palabras, desenterrando cualquier inseguridad que tuviera. Aunque disfrutaba de su energía y su pasión, esa pasión podía ser muy dolorosa cuando la usaba para lastimarme.

Abel se detuvo un momento, su mirada perdida en el suelo.

—Yo era muy terco en muchas cosas… demasiadas cosas… Por ejemplo, me costó mucho cambiar el celular que me había regalado Ana por uno nuevo, y nunca pude mudarme de la casa en donde había vivido con Ana. Y eso que el padre de Clara directamente me compró una casa sin avisarme, casi exigiéndome que nos mudáramos. Siempre fue así nuestra relación, difícil. Con Ana todo era un sueño, con Sofía un milagro y con Clara un parto. Pero había amor, no te engañes, siempre hubo amor y eso es lo que importa. Éramos felices, hasta que… hasta que ocurrió la tragedia.

El silencio volvió a llenar la habitación, pesado y opresivo. Miró al acosador, que seguía sin responder, pero Abel ya no esperaba una respuesta. Estaba hablando con el vacío, tratando de encontrar un sentido a lo que prometía ser el final de su vida. Se detuvo, su voz temblando al recordar las discusiones de un pasado cada vez más distante y efímero.

—Clara y yo… nunca logramos encontrar un equilibrio en nuestra felicidad. O nos amábamos mucho o nos odiábamos con la misma intensidad. Ella era una mujer de negocios, fuerte y decidida. Yo era más relajado, disfrutaba de las cosas pequeñas. Pero, ¿sabes qué, mi pequeño lobo sonriente y de pocas palabras? No creo que nuestras peleas fueran realmente por nuestras diferencias. Porque antes de que tuviéramos a Sofía, todo eso no ocurría. Las peleas eran por tonterías y Clara lograba contenerse con sus insultos.

Abel suspiró profundamente, como si estuviera a punto de desvelar un oscuro secreto.

—Por ejemplo, nunca me había tratado como un amante comprado con dinero durante nuestro noviazgo, ni siquiera mencionó el tema de que me pusiera a trabajar, o me desprecio por ser un hombre de pocos amigos. Las discusiones eran por otras cosas en aquel entonces, siempre en torno a Ana, mi primera esposa. Eso la molestaba, le molestaba que no lograra superarlo, pero siempre fue muy amable cuando discutíamos sobre sacar los cuadros, cambiar el celular o que dejara de visitar su tumba. Ella quería que fingiera que Ana nunca existió, y yo no podía lograrlo… Comprendo su dolor, debe ser difícil casarse con un viudo. Así que no me molestaban ese tipo de discusiones, y en general nunca me atacaba de forma tan “explosiva” en aquel entonces. Pero desde que nació Sofía, las cosas cambiaron… No exactamente cuando nació, pero sí en algún momento cuando nuestra hija creció… Fue mi culpa…

Abel exhaló un largo y profundo suspiro, como si el peso de lo que estaba por decir le aplastara el pecho. Cerró los ojos por un momento, sumergiéndose en sus pensamientos, reviviendo esos recuerdos que, hasta ahora, había mantenido ocultos incluso de sí mismo. Al abrirlos de nuevo, la mirada de Abel era distinta: oscura, casi perdida, cargada de una verdad que lo había atormentado por años.

—Voy a contarte algo que ni yo mismo me atreví a admitir en su momento. Es algo que jamás le dije a Clara, ni se lo diría a nadie más. Nadie puede enterarse de esto, nadie me comprendería… Ni siquiera yo lo comprendía del todo en su momento. Es una de esas cosas que te rondan la cabeza, como una sombra que no puedes sacudirte, pero que al mismo tiempo te niegas a enfrentar, porque el solo hecho de pensarlo te hace sentir como una basura de persona.

Hizo una pausa, como si las palabras se resistieran a salir, su pecho subía y bajaba con dificultad. No era fácil admitir algo así, ni siquiera en esta situación, frente a alguien que ni siquiera debería importarle. Pero sentía la necesidad de liberarse de esa carga, de poner en palabras ese pensamiento que lo había carcomido lentamente.

—Clara… —Dijo con un nudo en la garganta, sin mirar directamente al acechador—A veces yo sentía que Clara envidiaba a Sofía.

Dejó que la frase flotara en el aire, como si su peso fuera tan denso que pudiera aplastar cualquier otra cosa en la habitación. Abel no podía creer lo que acababa de decir, pero una parte de él se sintió aliviada al soltarlo, aunque eso también le asustaba.

—Clara envidiaba a Sofía. Envidiaba la relación que teníamos. Ella se esforzaba tanto, trabajaba largas horas por darle un mejor futuro a nuestra hija, y yo siempre estaba ahí, en casa, disfrutando de cada momento con nuestra hija. Clara muchas veces me dijo entre lágrimas que Sofía me veía como un héroe, lo que nunca me reveló fue que eso la hacía sentir insuficiente, como si nunca pudiera conseguir algo similar a nuestra relación, por más que lo intentara… Pero no era solo eso, ¿sabes? Si hubiera sido solo eso, se lo habría contado a mi padre. Probablemente nos habríamos reído mucho del asunto, porque él era un veterano de guerra y no tenía que trabajar demasiado. Cuando era joven, yo también lo quería más a él que a mi madre, que siempre estaba en el trabajo. Es algo normal, cosas que pasan. Son tonterías de niños, tonterías que le agregan sabor a nuestra infancia, ¿no?

This text was taken from Royal Road. Help the author by reading the original version there.

Tragó saliva, como si el amargo sabor de sus propias palabras le quemara la garganta. Su mirada se perdió por un momento, tratando de encontrar las piezas de ese rompecabezas que siempre había tratado de evitar.

—Sé que suena terrible, pero… había algo muy oscuro en la envidia de Clara, no era precisamente la envidia que una madre tendría por su hija. Algo que no le puedo decir a nadie cercano. Ni a un amigo, ni a mi esposa, ni a mis padres. A nadie, salvo a alguien como tú, que probablemente esté tan enfermo como para entender mis miedos…

Se detuvo de nuevo, la angustia y el miedo visibles en su rostro.

—A veces, Clara miraba a Sofía con una intensidad que me asustaba. Había una mezcla de amor y resentimiento en sus ojos que nunca entendí del todo. Era como si, en el fondo, deseara tener la vida que Sofía tenía, la atención y el cariño que yo le daba. Pero lo que más me aterraba era la idea de que esa envidia pudiera haberla llevado a hacer algo… algo terrible.

Abel cerró los ojos, luchando contra las lágrimas y el terror que sentía.

—Sofía desapareció bajo mi cuidado. Yo fui el que la perdió de vista. Sin embargo, me duele admitirlo, pero parte de mí siempre ha temido que Clara pudiera haber tenido algo que ver. Que, en un momento de desesperación y celos, pudiera haber… No lo sé. Nunca tuve pruebas, y no quiero pensar mal de ella, pero esos pensamientos me han atormentado desde entonces.

Abel se detuvo, su respiración irregular, como si las palabras le costaran más de lo que podía soportar. La angustia y el remordimiento se reflejaban en cada línea de su rostro.

—¿Sabes qué es lo peor? Durante el primer año en que Sofía desapareció, Clara actuó como si… como si nunca hubiera existido. Fue como si ella se hubiera esfumado de su mente. Era como si, de alguna manera, tratara de borrar su existencia. Clara estaba tan rota que fingió que no había pasado nada. Mientras yo buscaba a nuestra hija, Clara estaba más distante que nunca. Actuaba más como una amante fría y ausente que como mi esposa. Y lo peor es que yo, imbécil, pensaba que las noches frenéticas de sexo eran solo una forma desesperada de ocultar el dolor, de intentar llenar el vacío que Sofía había dejado con otro hijo. Pero era mucho más que eso. Clara empezó a actuar de una forma completamente extraña desde la semana en que nuestra hija desapareció.

Se rascó la cabeza con frustración.

—Esa semana, cuando Sofía desapareció, Clara actuó de una forma tan extraña que me dio escalofríos. Ella no regresó de su “viaje de negocios” cuando la policía nos informó que no había rastros de Sofía, que estaba completamente perdida. Siguió trabajando toda esa semana como si nada hubiera pasado. Cuando regresó, no podía comprender por qué estaba tan tranquila, tan desconectada. Ninguna madre actuaría así. Ninguna. Ella parecía completamente enajenada de la realidad. Pensé que tal vez le había afectado tanto el asunto que estaba fingiendo demencia, pero nunca supe qué le pasaba exactamente. Cada vez que le preguntaba algo sobre su viaje de negocios, me contaba una historia diferente, y cada historia era menos creíble que la anterior.

Abel respiró hondo, su voz quebrándose.

—Creo que nunca fue a ningún lado. Creo que usó esa semana para… para deshacerse de Sofía. Es una locura, lo sé. Lo sé. Su suicidio lo confirmó. Yo era el demente, el que no podía ver la verdad. Ella intentó suicidarse por primera vez cuando una noche me negué a acostarme con ella y le dije que quería divorciarme, que no podía seguir teniendo sexo como si fuéramos adolescentes mientras fingíamos que Sofía no existía. Ese año en que fuimos más amantes que esposos, fue el año más oscuro de mi vida. Ni en este maldito infierno mi mente estaba tan hecha mierda como tenía la cabeza en ese entonces.

Abel cerró los ojos un momento, el dolor reflejado en su rostro mientras recordaba los días tumultuosos.

—Logré tranquilizarla, le prometí que seguiríamos juntos, que encontraríamos alguna solución. Pero ese primer intento de suicidio fue solo el principio del fin. Clara ni siquiera podía recordar el nombre de Sofía cuando se lo mencionaba, su mente no podía procesarlo. Poco tiempo después, la tragedia se repitió. Era el aniversario de nuestra difunta hija, y los padres de Clara vinieron de sorpresa. Hacía un año que no hablábamos con ellos. Clara no podía verle el rostro a sus padres. Sabía que ella no quería verlos, pero yo no tuve el coraje para negarles el reencuentro con su hija. Siempre fui un cobarde, siempre escapé de los problemas ¡Nunca tuve el valor para enfrentarlos!

Abel dejó escapar una risa amarga, histérica, sus ojos llorando mientras continuaba.

—Durante toda la cena, Clara fingió, fingió de manera tan convincente que reconocía a Sofía como su hija. Pero en la noche, intentó suicidarse de nuevo. Después del segundo intento, tuve que internarla. No podía seguir escapando de la realidad. Quería salvar a mi esposa, hacer que pudiera enfrentarse a lo que había pasado. Fue un pequeño alivio ver que la medicación le ayudaba, que finalmente pudo aceptar que Sofía había desaparecido. Por fin, pudimos hablar de ella sin que Clara se derrumbara. Recordábamos juntos que era nuestra hija, que la amábamos.

La voz de Abel se hizo más baja, cargada de una tristeza profunda.

—La última semana antes de que Clara se quitara la vida definitivamente, estábamos pensando en visitar la “tumba” de Sofía. Era un gran paso para los dos, un intento de enfrentarnos a nuestra pérdida. Pero… llegó la carta de Klein… o la tuya, o la del otro gordo hijo de puta… y todo se fue al carajo. Verlos a ustedes tan dementes, tan hijos de puta, me da una paz que no puedo describir. Porque saber que fueron ustedes los hijos de remilputa que me arruinaron la vida, me alegra la vida. Clara siempre fue inocente. Fui un esposo miserable, un cobarde al no haberla apoyado mejor cuando me necesitaba. Fui yo el estúpido y ustedes los culpables.

Abel fijó su mirada en el acosador, que permanecía en silencio con esa sonrisa inquietante, como si nada de lo que dijera pudiera alterarlo. Era una persona desagradable a más no poder.

—No sonrías de esa forma, no fueron sus planes los que arruinaron mi vida. Fue la propia historia de mi vida la que me llevó a Golden Valley. Clara necesitaba ayuda psiquiátrica y el problema no se me hubiera pasado por alto si ella no hubiera sido tan fuerte, tan dura y se escondiera constantemente detrás de una fachada impenetrable. Si ella hubiera sido más sincera, si me hubiera contado lo que sentía en realidad, nunca habría tenido que pedirle el divorcio por temor a mis propios fantasmas. Podría haber fingido demencia junto a ella, haber esperado que otro hijo llegara para que aceptáramos juntos la pérdida de Sofía con más calma. Pero no, las cosas se dieron de tal manera que comencé a dudar si mi esposa era la responsable de la desaparición de su propia hija.

Abel se detuvo un momento, su rostro palideció mientras recordaba.

—Recuerdas que te mencioné que todas las grandes discusiones entre Clara y yo empezaron después de que Sofía llegó a nuestras vidas. Bueno, la primera gran pelea, aquella que me obligó a dormir en el sofá del salón por primera vez, ocurrió precisamente por Sofía. No fui tan listo para darme cuenta del asunto mientras Sofía estaba viva, pero la actitud atípica de Clara tras la desaparición de nuestra hija me hizo percatarme de esta conexión extraña.

Se inclinó hacia adelante, como si compartiera un secreto sombrío.

—Sofía aún era muy pequeña, demasiado para bañarse sola por miedo a que se ahogara en la bañera, ya sabes, esas etapas de la crianza en que uno tiene que vigilar de cerca. La edad exacta cambia mucho de familia en familia. Dependía de la educación de cada uno cuándo uno comienza a permitirles bañarse solos con la puerta abierta y observando de cerca. Mi padre, traumatizado por la guerra, alargó el asunto más de lo necesario, y yo, como padre, seguí el mismo enfoque, prefiriendo prevenir antes que lamentar. Cuestión, Clara y yo nos turnábamos para bañarla. Un día, mientras yo estaba bañando a Sofía, la niña traviesa me echó agua con espuma en los ojos, y yo, en un impulso, le dije alegremente: “Para, Ana, que me arden los ojos” Sí, me confundí de nombre, llamé a mi hija por el nombre de mi primera esposa. Fue un error tonto e inocente, ya que como te conté Sofía tenía mucho de Ana en ella, y yo nunca pude sacarme de la cabeza a mi primera esposa. Ese error que me costó carísimo. Clara, que estaba en el baño cepillándose los dientes, escuchó todo. No dijo nada en ese momento, pero recuerdo cómo se le distorsionó la cara al oírme decir eso.

Abel suspiró.

—Esa misma noche, Clara encontró cualquier excusa para insultarme y menospreciarme como nunca antes lo había hecho, dando lugar a que me mandara a dormir al sofá. Fue un episodio aislado, pero marcó el comienzo de discusiones cada vez más graves, aunque nunca lo suficiente como para que nos separáramos. El matrimonio nunca falló, al menos no cuando Sofía estaba con vida y estábamos sanos mentalmente. No obstante, la suma de estos eventos terminó provocando que mi desconfianza hacia Clara se volviera tan grande como para pedirle el divorcio… No fue únicamente por estos episodios aislados; fue por el “todo”, fue por la “historia” entre los dos. El gran error fue haberla apoyado a fingir demencia durante el primer año. Si la hubiera frenado antes, probablemente no estaríamos hablando. Sus cartas no habrían hecho nada y mi vida seguiría siendo feliz.

La calma inundaba el sótano. Pacientemente, el acosador seguía allí, escuchando en silencio, sin que se pudiera determinar exactamente qué estaba haciendo. Mientras tanto, Abel se quedó unos momentos observando las luces de las velas que danzaban en las paredes del sótano. Había pasado mucho tiempo, y la policía aún no llegaba. Esta charla no era un intento de ganar tiempo, sino una manera de hablar consigo mismo. A estas alturas, Abel había perdido todo respeto por el asesino. El lobo feroz estaba atrapado en su propio mundo, sin mostrar ninguna intención de atacar.

La pausa le había dado a Abel un espacio para reflexionar sobre su vida. Generó en él una extraña confianza, un respiro forzado para mirar atrás y entender la profunda oscuridad que había rodeado su existencia.

—Ese día… —Continuó Abel, su voz apenas un susurro— Fui al colegio a buscar a Sofía. Era una tarde soleada y pensaba en lo mucho que Clara se estaba perdiendo al no poder estar con nosotros. Llegué temprano y me senté en el parque frente a la escuela a esperar. Todo parecía normal, los niños salían corriendo, riendo, abrazando a sus padres. Cuando vi a Sofía salir, ella vino corriendo a abrazarme y noté que sus zapatos estaban rotos. Pensé que se le habían dañado en el colegio, ya que normalmente Clara se encargaba de comprarle ropa a nuestra hija. Decidí que iríamos a comprarle un par de zapatos nuevos. Entramos a la primera tienda que encontramos mientras paseábamos por la avenida. Compramos los zapatos y, cuando salimos de la tienda, me di cuenta de que había olvidado mi tarjeta de crédito dentro. Entré a la tienda sin preocuparme por Sofía, esperando que ella me siguiera como siempre lo hacía. Pero se quedó afuera jugueteando con un perro que estaba atado a un poste de luz, posiblemente su dueño era uno de los tantos clientes de la tienda de zapatos. Era solo un minuto, pensé. Pero en ese minuto, ocurrió la tragedia. Al salir de la tienda, me di cuenta de que Sofía había desaparecido. Busqué y busqué, pero ella nunca apareció. El perro tampoco estaba, pero su correa permaneció atada al poste, por lo que pensé que había escapado debido al juego con mi hija. Pensé que, tal vez, Sofía, sintiéndose culpable, salió corriendo a atraparlo. Nunca lo supe. Corrí por toda la avenida buscándola, pero nunca apareció.

—Lo peor… —Abel se detuvo, tragando con dificultad, su voz temblando—...es que después de la desaparición, intenté contactar a Clara. Durante toda la llamada su comportamiento fue extraño, como si intentara mantener la calma a toda costa. Me cortó abruptamente tras transmitir que me mantuviera calmado. Recuerdo que al principio ella no parecía comprender la gravedad de la situación. La llamé varias veces, y cuando finalmente contestó, su voz sonaba distante, casi como si estuviera en otro mundo: “¿Qué pasa, Abel?” Me preguntó, y yo le recordé que Sofía había desaparecido. Ella simplemente se quedó en silencio, y cuando habló, su tono era frío: “No puede ser”, dijo secamente “¿Estás seguro de que no está en algún lugar cerca?” Fue como si no estuviera realmente allí conmigo, como si la noticia no la impactara. Esa frialdad me desconcertó aún más. Pasaron días antes de que ella llegara a casa. Mientras tanto, mi desesperación crecía, y el teléfono no dejaba de sonar con llamadas de la policía. Cada segundo que pasaba sin Sofía era una agonía interminable. Cuando Clara finalmente llegó, luego de toda una semana en el extranjero, trató de actuar normal, pero había algo en su mirada, algo que no podía descifrar. Parecía que estaba más preocupada por parecer tranquila que por la desaparición de nuestra hija. En esos momentos, mi mente estaba llena de confusión y dolor. Clara nunca mostró la desesperación que yo sentía, y eso únicamente aumentó mi angustia. Pensé que su comportamiento era una forma de lidiar con la tragedia, pero con el tiempo empecé a cuestionar si había algo más detrás de su actitud.

Abel se cubrió el rostro con las manos, sollozando.

—Aquí estoy, hablando con una pared, tratando de encontrar sentido en todo esto. Me pregunto si alguna vez te arrepientes de algo, si sientes alguna culpa. Porque yo… yo llevo el peso de mi culpa cada día, cada segundo.

Miró al acosador una vez más, pero solo recibió silencio a cambio.

—Sofía… —Repitió, su voz ahora un susurro lleno de desesperación—Mi pequeña Sofía…

Abel se quedó unos cuantos minutos llorando en silencio, su mente perdida en los recuerdos y el dolor. Las lágrimas caían sin control, mezclándose con el sudor en su rostro, mientras su cuerpo temblaba con cada sollozo. Se sentía más solo y destrozado que nunca, como si el peso de la pérdida estuviera a punto de aplastarlo por completo. El lobo feroz no aprovechó la oportunidad para atacar. No le interesaba hacerlo.

Mientras las lágrimas se secaban lentamente, Abel levantó la mirada con sus ojos enrojecidos y acuosos. Buscó desesperadamente algún indicio de empatía en aquel rostro impasible, pero solo encontró una máscara de indiferencia. El lobo feroz no ofrecía consuelo, ni siquiera una pizca de humanidad. La frialdad en el rostro del hombre lo hizo sentir aún más aislado, como si todo su sufrimiento fuera su propia culpa.

Con un profundo suspiro, Abel se inclinó hacia adelante, apoyando la cabeza entre las manos, luchando por recuperar algo de compostura. La desesperación y la soledad lo envolvían, y el remordimiento por no haber actuado mejor era insoportable. Cada momento que había perdido, cada oportunidad que había dejado escapar, ahora parecía un grito de agonía en su mente.

—Ana… —Continuó Abel, la voz temblando de angustia— Ella fue la luz de mi vida, pero se fue demasiado pronto. Apenas tuvimos tiempo de despedirnos. A veces pienso que si ella hubiera estado aquí, las cosas podrían haber sido diferentes.

Hizo una pausa, dejando que el silencio llanera el ambiente. Abel se frotó los ojos, intentando despejar las lágrimas que amenazaban con derramarse.

—Clara… —Dijo con voz quebrada— Clara estaba rota por la desaparición de Sofía. Lo intentó todo, pero el dolor la consumió por dentro. Cuando decidió terminar con todo… no sé cómo explicarlo. Todo se desmoronó. Perdí a mi esposa, y con ella, cualquier rastro de esperanza que me quedaba. Todo lo que tenía, todo lo que amaba, se desvaneció en un día.

Sus palabras se volvían cada vez más introspectivas, como si intentara desentrañar el misterio de su propia existencia.

—A veces me pregunto si todo esto es un castigo. Un castigo por no haber hecho lo suficiente. Por no haber encontrado a Sofía, por no haber podido conservar a Ana, por no haber evitado el final de Clara. Por escapar de todos esos errores, horrores. Quizás todo esto es una forma de justicia, una manera de que Dios me haga pagar por mis fracasos.

Su voz se quebró, y la sonrisa del acosador continuó, inmutable y cruel. Abel se abrazó a sí mismo, como si pudiera encontrar algo de consuelo en el contacto con su propio cuerpo.

—Nunca entendí por qué… —Las palabras salieron como un susurro desesperado—Nunca entendí por qué nos pasan estas cosas. Quizás soy un mal hombre, quizás merezco todo esto. Pero mi hija… mi pequeña Sofía no merecía esto. Ana no merecía esto. Clara no merecía esto.

Se quedó en silencio, la mente tambaleándose entre la lucidez y la locura. La sonrisa del acosador era una presencia constante, una burla cruel que parecía señalar cada una de sus debilidades.

—¿Alguna vez has perdido algo que amabas? —Preguntó, su voz cargada de una tristeza profunda— Algo que nunca podrás recuperar. Es una sensación horrible, como si una parte de ti se hubiera arrancado y te dejara vacío. Me siento así, vacío, desgarrado. Todo lo que tengo ahora son recuerdos rotos y un dolor que no cesa.

Se quedó allí, sentado en el suelo, su cuerpo encorvado bajo el peso de sus pensamientos y la mirada del acosador. La desesperación y el dolor lo habían llevado al borde de la desesperación, y el silencio del acosador solo servía para profundizar su agonía.

—Mira, ya no me importa si me…—Dijo finalmente, su voz apenas un susurro— Si es eso lo que quieres… hazlo. Pero antes de hacerlo, dime una cosa. ¿Por qué? ¿Por qué me haces pasar por esto? ¿Qué obtienes con esto? ¿Es simplemente diversión para ti, o hay algo más?

Nada. Su sombra parecía más dispuesta a responder que este sujeto.

—Me doy cuenta de que estoy hablando con una sombra, con una máscara que no tiene respuestas —Dijo Abel con voz quebrada— Y quizás eso es lo que me merezco. Saber que estoy solo, completamente solo en este sótano. Que las palabras que estoy diciendo no son escuchadas, no tienen sentido, no tienen impacto. Son inútiles y no cambiarán nada.

Abel se dejó caer sobre las frías y desgastadas tablas de madera, sus manos temblaban, agotado y completamente derrotado. Sentía como si la vida se le estuviera escapando con cada lágrima derramada. Mientras tanto, el lobo feroz seguía allí, inmóvil, observando con esa inquietante calma, como si fuera un cazador que se deleitaba al ver a su presa consumirse sola. Abel, acurrucado en su propio rincón de miseria, cerró los ojos, intentando encontrar algún refugio mental en medio del caos que lo rodeaba. Pero el dolor y el miedo que brotaban desde lo más profundo de su ser no lo dejaban perder la noción de la realidad. “No te duermas”, le susurraba su instinto de supervivencia. Debía mantener al menos un ojo abierto, vigilante. Cualquier movimiento en falso podría ser su final.

El lobo no atacó. Solo seguía ahí, como una sombra inquietante que esperaba algo más que simple carne. El tiempo continuaba fluyendo sin pausa. Las velas en el sótano se consumían lentamente, proyectando sombras que danzaban por las paredes. Para Abel, habían pasado siglos desde que se encerró allí. No sabía cuánto tiempo en realidad, pero la luz tenue que se filtraba por la trampilla le decía que la noche aún no había caído del todo. “Pero no puede faltar mucho”, pensó.

Aunque su cuerpo clamaba por un descanso, Abel no se lo permitió. “No puedo relajarme, no ahora” Estaba al borde de la locura, su mente tambaleándose entre el agotamiento y la paranoia. Si bajaba la guardia, sabía que no podría levantar el revólver a tiempo. Y si la situación no cambiaba pronto, temía que su cordura terminaría tan consumida como las velas a su alrededor, derritiéndose hasta desaparecer.

La desesperación había hecho que Abel considerara opciones que antes no le parecían posibles. “Quedarme aquí no es una opción viable” pensaba, mientras su mirada recorría cada rincón del sótano en busca de una posible salida. Un pensamiento persistente empezó a cobrar fuerza: “El pasadizo secreto”. Lo había descubierto la última vez por mera casualidad y ahora ese oscuro túnel se le presentaba como su única salvación.

Su plan era claro, aunque lleno de incertidumbre: “Llegar al pasadizo, salir del sótano, evitar al gordo y encontrar una ventana abierta por la que pueda escapar corriendo” Esa era la estrategia. Si lograba llegar a su moto y escapar de Golden Valley, al menos tendría una oportunidad de romperle la nariz al comisario incompetente que había ignorado su desesperada denuncia.

Sin embargo, una duda lo acechaba: “¿Por qué no lo he hecho antes?” La respuesta lo golpeó como un ladrillazo: “Porque confiaba en que la policía vendría” Aquella esperanza, absurda, pero reconfortante, había sido su único refugio durante las largas horas que llevaba encerrado. Pero ahora, viendo que las velas se consumían y que sus palabras caían en oídos sordos, esa fe se desmoronaba como un castillo de naipes.

Las velas seguían ardiendo, pero su luz ya era débil, casi tan débil como la esperanza que Abel había tenido en las autoridades. En ese momento, decidió que no podía seguir esperando. “La policía no va a venir, tengo que salvarme solo”

Había otra idea loca que lo rondaba. Sabía que Martín, el joven desequilibrado que también merodeaba por la mansión, podría ser de ayuda. A pesar de su evidente inestabilidad mental, Abel creía que podría manipularlo, o al menos influenciarlo, para que lo ayudara. Después de todo, Martín no era tan distinto de él, ambos estaban rozando la locura, ambos habían sufrido de formas que el resto del mundo no comprendía. Golden Valley los había destruido.

“Tal vez si le cuento mi plan a Martín…, sí, él lo entenderá” Abel confiaba en que, en la confusión de la situación, podría ganarse su confianza. O al menos, aprovechar la locura del joven a su favor. “Está tan loco como yo en este momento, así que quién sabe… tal vez logre hacer que me ayude a enfrentar a estos malditos lunáticos” Después, todo dependería de si Martín se mostraba lo suficientemente cuerdo como para entender que, si no trabajaban juntos, ninguno de ellos saldría con vida de la mansión de los Fischer.

El plan era sencillo en su esencia, pero ejecutar cada paso requeriría precisión, algo de suerte y una mente más clara de la que Abel tenía en este instante. “Solo necesito llegar a la entrada del pasadizo sin que el lobo me vea o me escuche escapar” . Abel respiró profundamente, tratando de calmar los latidos de su corazón que martillaban en sus oídos. “Tengo que hacerlo” se dijo una y otra vez “Es eso o morir aquí para satisfacer sus oscuros deseos”.

Con una mezcla de desesperación y determinación, Abel se levantó, su cuerpo temblando de agotamiento, pero su mente aferrándose al único plan que tenía. Sabía que su oportunidad de escapar era mínima, pero ya no había margen para vacilaciones. Comenzó a moverse por el sótano con torpeza, desplazando objetos al azar con su mano sana, mientras la otra mano, aún afectada, sostenía con una especie de reverencia su más preciada posesión: el revólver. El caótico movimiento de las cosas resonaba en el sótano, el eco de los golpes y rasguños rebotaba en las paredes de madera, creando una cacofonía que Abel esperaba desconcertara al hombre que lo acechaba desde la trampilla. El lobo feroz no podía ver con claridad todo lo que Abel hacía dentro del sótano. De la misma forma, Abel también tenía que acercarse de vez en cuando a la trampilla para asegurarse de que el hombre seguía allí, observando o esperando. Esta limitación en la visión del enemigo le brindaba a Abel una valiosa oportunidad para escapar sin ser detectado.

El ruido descontrolado no era más que una distracción. Abel quería que su captor pensara que estaba perdiendo la cordura, que sus movimientos erráticos eran un signo de derrota inminente. Pero en realidad, cada sonido, cada golpe, estaba calculado. Abel hacía pausas prolongadas entre los movimientos, momentos en los que el silencio reinaba, momentos que daban la impresión de que algo más estaba ocurriendo, algo que el acechador no podía ver. El plan era sembrar la duda, confundir al hombre que acechaba desde arriba, acostumbrarlo a las pausas de silencio y ocultar su verdadera intención: escabullirse por el pasadizo secreto escondido entre las cajas. Un pasaje que, en el mejor de los casos, lo llevaría a la mansión y le daría una oportunidad de escapar de este infierno.

Sabía que el plan era una apuesta. Uno de esos riesgos que solo se toman cuando el miedo ya no es una opción, cuando la única alternativa a la muerte es la acción desesperada. Y Abel estaba más que desesperado. En su mente, la idea de quedarse sentado, esperando un rescate que jamás llegaría, se había vuelto insoportable.

Las velas que iluminaban el sótano se estaban consumiendo lentamente. El espacio a su alrededor comenzaba a oscurecerse cada vez más, y la luz temblorosa que quedaba proyectaba sombras largas y amenazantes sobre las paredes del sótano. La última vela que había encendido ya estaba a un cuarto de su tamaño original, y Abel sabía que el tiempo se agotaba junto con ella. La presión de la situación crecía con cada segundo, con cada chispa de luz que desaparecía.

Finalmente, tras haber hecho el suficiente ruido para crear una atmósfera de confusión, Abel regresó a la esquina más oscura del sótano. Allí, se apoyó contra la pared, sus músculos tensos y agotados. Desde esa posición de aparente calma, su mirada se fijó en las escaleras que llevaban a la trampilla, donde el infame acechador seguía esperando. Abel podía sentir la presencia del hombre, su respiración contenida y ese repugnante gesto de satisfacción que nunca abandonaba su rostro. Era como si el maldito disfrutara con su sufrimiento, como si cada segundo de espera fuera un placer que alargaba deliberadamente.

Los ojos de Abel, enrojecidos por la fatiga y las lágrimas, brillaban con una intensidad que bordeaba la locura. Durante unos instantes, solo observó las escaleras, preguntándose si el loco terminaría entrando por fin para acabar con todo. Luego, su mirada descendió hacia el revólver en sus manos. Era una mirada extraña, cargada de emociones contradictorias. Aquel pedazo de metal, frío y mortal, se había convertido en su único amigo, su único consuelo. Abel lo sostuvo con delicadeza, casi como si estuviera acariciando el rostro de su propia hija, como si de alguna manera pudiera extraer de ese objeto una pizca de humanidad en medio de la pesadilla que lo rodeaba.

Lentamente, una sonrisa retorcida se formó en su rostro. Una sonrisa amarga, llena de resignación y rabia. Era una sonrisa que reflejaba el tipo de comprensión que solo llega cuando todo ha sido perdido. Por primera vez, Abel comprendió lo que su acechador sentía. Era una mezcla de poder y desprecio, de placer sádico al ver al otro retorcerse en la desesperación. Ahora, Abel lo entendía perfectamente. “Así que esto es lo que se siente” pensó, con la misma sonrisa cruel que veía en el rostro del loco cada vez que sus miradas se cruzaban.

En su mente agotada, solo había un pensamiento que se repetía una y otra vez: si tuviera dos balas cargadas en este revólver, no dudaría en usarlas. Una bala para el hombre que lo esperaba afuera, burlándose de él, y la otra para el gordo que estaba en la mansión. Se imaginó el sonido seco del disparo, la paz que seguiría después de tanto dolor y sufrimiento. Se imaginó el silencio final que pondría fin a todo.

Pero no había dos balas. Solo una. Y Abel no iba a desperdiciarla. “Estos hijos de puta van a terminar muertos” El odio había reemplazado al miedo. Ese odio visceral, que antes lo había carcomido lentamente, ahora se manifestaba con toda su intensidad. Abel ya no se preocupaba por lo que vendría después, ni siquiera por las consecuencias de apretar el gatillo. Solo quería una cosa: deshacerse del lobo que lo tenía acorralado, borrar esa sonrisa repugnante de su cara.

Reconociendo que su tiempo se estaba agotando, tanto el de las velas como el de su propia cordura, Abel sacudió la cabeza y salió de su ensoñación. “Basta de pensar” se dijo, “Es hora de actuar”. Con una determinación que no había sentido en mucho tiempo, se puso de pie. Era el momento de ejecutar la última parte de su plan. Sabía que no sería fácil, pero no podía permitirse más dudas.

El pasadizo secreto estaba a unos metros, oculto entre cajas viejas y polvo acumulado. Abel echó un último vistazo a las escaleras, donde el acechador seguía esperando, y con el revólver firmemente sujeto en su mano, se dirigió al pasadizo. “No importa el costo” se dijo, “Voy a salir vivo de Golden Valley”.