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83 - La despensa (5)

El mensaje escrito en el papel era la última pieza que se necesitaba para armar el rompecabezas. Abel lo leyó con atención, sabiendo que cada palabra podría ser la clave para entender su situación o, tal vez, el preámbulo de su locura:

> "Querido Abel Neumann:

>

> Ha pasado mucho tiempo y sin lugar a duda deben ser muchas las preguntas que debes querer realizarme y más aún son las preguntas que deben surgirte luego de leer esta carta. Lo cierto es que no tengo las respuestas de dichas preguntas, pero conozco el sitio a donde puedes encontrarlas.

>

> Ven a buscarme en Golden Valley, en la mansión de los Fischer.

>

> Espero que podamos volver a encontrarnos pronto.

>

> ........(Sin firmar)

>

> A estas alturas supongo que finalmente comprenderás que algo anda mal en este pueblo, y no tengo dudas de que pensarás que te adentras en el infierno. Me temo que tan equivocado no estás. Sin embargo, es en el infierno donde se encuentran las respuestas que yo busco, y dichas respuestas son las mismas verdades que tú buscas. Espero que en algún momento de tu vida anheles explorar este lugar y así puedas recordar el pasado que yo he olvidado.

>

> De no querer descubrirlo, márchate del pueblo, Abel.

>

> Solo tienes que rellenar la dedicatoria de la carta con el nombre de la persona que desees condenar en tu lugar y podrás recomenzar tu vida nuevamente.

>

> Pero si te marchas, nunca te olvides de mi última advertencia: Así como el tiempo te bendice haciéndote olvidar lo que viviste en este sitio, también será el tiempo el que te condene a volver aquí para buscar lo que algún día olvidamos de nosotros mismos."

Abel leía y releía el mensaje, intentando encontrarle sentido, pero las implicaciones eran demasiado escalofriantes como para procesarlas de inmediato. La idea de que este sitio fuera en realidad el infierno lo llenaba de una mezcla de pavor y desconcierto. Pero tampoco dudaba demasiado de ese concepto.

La carta parecía ofrecer una salida rápida del infierno. Escribir un nombre y todos sus problemas se acababan. Demasiado bueno para ser verdad. Demasiado fácil para ser el desenlace de esta gran tragedia. Sin embargo, esa salida venía con un costo que Abel no estaba dispuesto a pagar. ¿Condenar a alguien en su lugar? ¿En qué clase de mundo retorcido había terminado? Las palabras se enroscaban en su mente como una serpiente, envolviéndolo en dudas y ansiedad.

Abel se perdió en los pensamientos que la carta le provocaba, quedándose en un trance durante el tiempo suficiente para que la caja de música se detuviera, dejando que el silencio sobrenatural volviera a adueñarse de la mansión. Esa quietud era ahora más sofocante que nunca, como si las paredes mismas guardaran secretos que Abel no podía alcanzar.

El silencio, denso y opresivo, lo sacó abruptamente de sus pensamientos, devolviéndolo a la realidad. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que la música se detuvo? El eco fantasmal de la última nota aún flotaba en la habitación, pero ahora todo estaba en calma, una calma que parecía burlarse de él, como si el mismo aire estuviera esperando a que hiciera algo, lo que fuera.

“¿Y si todo esto fuera un engaño?” La idea se abrió paso en su mente, provocando un escalofrío que le recorrió la espalda. “¿Si no existiera este otro mundo, si todo fuera un maldito plan de esos desgraciados para volverme loco?” Los engranajes de su mente giraban rápidamente, intentando procesar lo que acababa de leer en la carta. Si la respuesta no estaba en otra dimensión o en un universo paralelo, sino en algo mucho más humano y cruel, “¿Cuál es entonces la salida? ¿Un nombre?”

“¿A quién condenó para escaparme de esto?” La pregunta surgió sin previo aviso, una sombra inquietante en su mente. “¿Estoy dispuesto a sacrificar a alguien para salir de esta pesadilla?” Pero, “¿y si todo es un juego retorcido, una mentira más? ¿Qué diferencia hay entre condenar a alguien o no, si estoy viviendo una mentira?”

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Una duda más oscura se colaba en sus pensamientos. Si de verdad estuviera en otro mundo. Si ese lugar infernal existía, si no era un simple plan para destrozar su cordura, “¿acaso eso cambia algo? ¿Mi decisión debería cambiar? ¿Debería quedarme y morir como un perro?” No, Abel no podía dejarse atrapar por la desesperación, rendirse a la idea de que su vida ya no tenía reparación.

La pregunta era aterradora en su propia sencillez. Abel comenzaba a considerar que si toda esa historia era cierta, si realmente el infierno estaba frente a él, entonces debía haber una razón para que él estuviera allí. Pero, “¿cuál es? ¿Por qué yo, de entre todos, estoy atrapado en esta locura?”

Pensó en los dibujos de Klein, los que había quemado, esos retratos grotescos reflejaban las almas de los condenados. Abel sabía que los protagonistas de esas historias eran monstruos, personas despreciables que merecían sufrir. Cada uno de ellos había sido representado como lo que realmente era: una bestia inmoral y desalmada. Y si él aparecía en uno de esos dibujos, ¿qué significaba eso sobre su propia naturaleza? ¿Había sido Abel uno de esos monstruos? La idea lo estremeció.

A pesar de estas dudas, en el fondo Abel seguía viéndose a sí mismo como una buena persona, alguien arrastrado a una situación infernal de la que intentaba escapar con las pocas herramientas a su disposición. ¿El hecho de haber matado al gordo lo convertía en un asesino? Según su propio razonamiento, no lo creía. No, Abel estaba convencido de que había sido en defensa propia. Igual que lo haría un militar o un policía, había tenido que matar para sobrevivir, no porque disfrutara de la violencia, sino porque no había otra opción.

Aún más, si realmente no estaba en el mundo real, si lo que había matado era una especie de demonio y no un ser humano, entonces no había razón para sentirse culpable. Después de todo, ¿quién en su sano juicio se arrepentiría de haber matado a una criatura infernal que lo perseguía sin descanso? Era una lógica retorcida, pero dentro de este entorno retorcido, era lo único que tenía para aferrarse a la idea de que seguía siendo una buena persona. No era una persona perfecta, ni una sin pecados, ni un modelo a seguir, ni mucho menos un héroe de fantasía, pero Abel se consideraba un buen hombre.

Esta cadena de razonamientos lo que lo mantuvo de pie, rechazando la opción de escapar de la mansión, condenando a otro en su lugar. No podía aceptar esa salida, al menos no todavía.

Pero había algo en el fondo de su mente que no le dejaba en paz, algo que lo carcomía por dentro. Intentaba ignorarlo, apartarlo como un pensamiento irracional, pero la idea volvía una y otra vez, envolviéndolo en una neblina de la que ya no podía escapar. Finalmente, incapaz de contenerse, dejó que sus pensamientos se filtraran en un susurro quebrado, apenas audible:

—Si es cierto que este “otro mundo” existe… entonces Clara, Ana, Sofía… podrían estar metidas acá dentro —La idea le golpeó el pecho como un puñetazo. Sentir que ellas, las personas más importantes de su vida, pudieran estar atrapadas en este mismo infierno era un peso que le aplastaba el alma. Pero, al mismo tiempo, algo en su interior luchaba por sacarlo de ese abismo.

“Pero es una tontería pensar así, Abel” Se reprendió a sí mismo, intentando sofocar el pánico que crecía en su interior “Yo nunca me atrevería a mandar a mi hija a semejante lugar de mierda para salvarme a mí mismo. Tampoco a ninguna de mis esposas…”

La idea era tan repugnante que su estómago se revolvió. No podía, no debía ni siquiera considerarlo. ¿Si podía mandar a cualquier persona a sufrir en su lugar, por qué mandaría a los amores de su vida? No tenía sentido alguno.

La idea de que Sofía, o incluso alguna de sus esposas, pudieran estar atrapadas en este infierno era insostenible. Abel sabía que no podría condenar a ninguna de ellas, ni siquiera al peor de sus enemigos. Era demasiado. Todo aquello estaba mal, y no podía permitirse perder la cabeza buscando respuestas en un sitio tan infernal como Golden Valley.

De todas maneras, la duda persistía. ¿Estaba Sofía realmente atrapada en Golden Valley? ¿Sería posible que su hija hubiera terminado allí, de la misma forma que él? La incertidumbre lo carcomía por dentro, pero sabía que no podía lanzarse a explorar un infierno sin saber a ciencia cierta lo que estaba buscando. Hacerlo significaría el fin de su existencia. No quería terminar como Martín, con la cabeza empalada en una trampa cazabobos.

Mientras reflexionaba sobre esto, sus ojos volvieron a posarse en el cadáver del joven, la imagen perturbadora del cuerpo empalado seguía tan real como el hedor a muerte que llenaba la habitación. No había duda de que Martín estaba muerto, y su destino era ahora una advertencia muda para Abel. Los peligros estaban en todas partes, y un solo error lo condenaría a compartir el mismo destino macabro.