A primera vista, el papel no contenía más que un inocente dibujo, pero en cuanto Abel posó sus ojos sobre él, una oleada de pánico irracional lo embargó. Fue como si el mundo se tambaleara bajo sus pies, llevándolo al borde de la locura. El impacto fue tan brutal que se encontraba en el suelo, jadeando, con la mente atrapada en un torbellino de pensamientos frenéticos que parecían devorar su cordura. Era como si la realidad misma hubiera decidido torcerse en su contra, distorsionando todo lo que alguna vez había conocido.
El dibujo estaba realizado sobre una hoja de cuaderno y pertenecía a la colección de ilustraciones del asesino Klein. Abel lo reconoció al instante. Los colores, los detalles, la precisión del trazo, todo estaba presente como en los demás dibujos de la misma serie. Sin embargo, había algo distinto en este en particular. A primera vista, no parecía más perturbador que los otros, pero al observar con detenimiento, algo en su interior comenzó a cambiar. No era solo el estilo familiar lo que lo perturbaba, sino lo que el dibujo en sí mismo mostraba.
Abel apartó la vista por un instante, buscando aire entre la niebla sofocante que inundaba la habitación. Las notas melancólicas de la caja de música seguían llenando el espacio, haciendo eco en su mente, casi como si acompañaran a sus pensamientos más oscuros. Volvió a mirar el papel, esta vez con más detalle, obligándose a enfrentar lo que había ante sus ojos. El dibujo era tan macabro como los otros, de eso no había duda. La escena representada era brutal: un hombre destrozado, su cuerpo hecho pedazos; un montón de carne desgarrada, con trozos de piel colgando de huesos astillados, desmembrado y retorcido en ángulos imposibles. Sus vísceras estaban esparcidas por toda la habitación, como si hubieran sido arrancadas con brutalidad y arrojadas sin cuidado alguno por un hombre que había perdido su cordura. Un charco de sangre lo rodeaba, denso y oscuro, empapando el suelo y los restos cercanos. La escena era una orgía entre el pecado de la ira y la muerte. El hombre no solo estaba muerto; estaba hecho mierda, destruido en una forma que solo un monstruo o una mente profundamente enferma podría concebir.
Al principio, la familiaridad del entorno donde transcurría la escena dibujada no le alarmó tanto. Después de todo, la mansión de los Fischer tenía muchos cuartos que compartían las mismas características: ambiente polvoriento, lúgubre, un poco de niebla, muchas cajas viejas y muebles olvidados. No obstante, algo lo hizo dudar. Se dio cuenta de que el entorno no era vagamente similar; el escenario dibujado era exactamente idéntico al lugar en el que estaba en este preciso momento. Se trataba de la despensa. Frunciendo el ceño, Abel levantó la vista y examinó los detalles del cuarto. Las sombras de las estanterías, las cajas apiladas, las latas oxidadas… todo estaba allí, exactamente igual que lo dibujado.
Pero eso no era lo peor.
El muerto en el dibujo llevaba puesta una chaqueta de motociclista, una como la suya. Eso captó su atención de inmediato. El cabello del hombre era rubio, otra coincidencia. Abel sintió una punzada de incomodidad en el estómago, como si algo en su subconsciente intentara advertirle de un peligro inminente. Pero el rostro del muerto… no había rostro. La piel había sido arrancada, dejando un vacío inquietante donde debería haber rasgos reconocibles. Esta ausencia hacía imposible saber quién era ese hombre… o al menos eso pensó Abel en un primer momento.
Trató de ignorar la creciente sensación de malestar que lo invadía, pero entonces sus ojos se posaron en otra figura dentro del dibujo: era un muchacho joven, sin camisa ni remera, sus músculos abdominales expuestos al mundo, pero no estaba desnudo, portaba unos inolvidables pantalones militares. El corazón de Abel dio un vuelco, reconociendo la figura de inmediato. Era Martín. No cabía duda. El joven estaba allí, en el dibujo, pero no como otra víctima. No. Martín estaba sentado sobre el cadáver, sosteniendo un cuchillo militar y descuartizando metódicamente el cuerpo del hombre sin rostro.
Abel sintió un escalofrío recorriendo su columna. La crudeza del dibujo era tan perturbadora como el hecho de que Martín, aquel chico que lo había ayudado, fuera retratado como un asesino despiadado. Pero entonces, algo más lo golpeó. Algo que había estado evitando reconocer, que su mente no quería asimilar. Lentamente, casi con una sensación de inevitabilidad, su mirada regresó al cuerpo despedazado.
Por un momento, Abel trató de racionalizarlo, de encontrar alguna explicación lógica. “No es posible”, se repetía internamente. Pero había demasiadas coincidencias. La ropa del cadáver… la chaqueta de motociclista… sus botas. El cabello rubio. El cuerpo mutilado que le parecían casi… familiar.
El viudo sintió un vacío en el estómago cuando la macabra revelación finalmente tomó forma en su mente. Con una claridad que lo aterrorizó, se dio cuenta de lo que el dibujo insinuaba, lo que estaba destinado a ocurrir: el hombre que Martín estaba destrozando era él. Era su propio cadáver. Era Abel Neumann.
—No… —Murmuró, tratando de negar la realidad que se presentaba ante él. Sus manos temblaban, y el papel parecía volverse más pesado, como si llevara el peso de su propio destino. Dejó caer el dibujo al suelo, sin atreverse a mirarlo más, pero sus pensamientos ya estaban invadidos por la imagen. Las coincidencias, las premoniciones, todo estaba allí. Abel se tambaleó hacia atrás, como si su cuerpo también tratara de escapar de la verdad que acababa de descubrir.
Se giró hacia la ventana, donde el acechador seguía en el patio, lo ignoraba. Las notas de la caja de música aún sonaban, llenando la habitación con su melancolía infinita.
—¡¿Qué mierda es esto?! —Gritó Abel, aturdido y con el pánico creciendo en su pecho. El lobo hizo oídos sordos, solo escuchaba la música.
Instintivamente, empezó a palpar su cuerpo, buscando alguna señal que confirmara lo imposible. Él seguía vivo. Solo era un dibujo. Uno demasiado realista para su gusto. En el proceso sus manos se toparon con un bollo de papel que yacía resguardado en uno de sus bolsillos, arrugado y sin importancia aparente. Lo sacó rápidamente y lo desplegó con manos temblorosas. Era otro dibujo de la colección de Klein, el mismo que Martín le había dado antes. En esa imagen, un hombre se escondía en un armario, aterrorizado como si se enfrentará a la muerte, mientras un monstruo gordo y grotesco lo acechaba. El monstruo era el guía que Abel había prendido fuego hace unos minutos.
En su momento, Abel había subestimado la importancia del dibujo que Martín le entregó, guardándolo sin darle mayor relevancia. Pero ahora la situación había cambiado por completo. Las representaciones parecían encajar entre sí de manera perturbadora, como piezas de un rompecabezas destinado a revelarle una verdad insoportable.
“¿Y si el hombre escondido en el armario soy yo?” El pensamiento cruzó su mente como un relámpago, iluminando una cadena de eventos que hasta ahora había tratado de ignorar. “Si el dibujo que me entrego Martín era un reflejo de lo que viví, entonces este también podría serlo…” Las palabras se formaban en su mente mientras trataba de darles sentido, buscando desesperadamente una explicación lógica. Pero la lógica ya no tenía cabida en Golden Valley.
“Esto no es un dibujo, es un capítulo de mi historia” El pensamiento le resultaba tan aterrador como real. Abel sabía que se había escondido en ese armario para escapar del monstruo. Pero la lógica implacable de esos dibujos lo llevaba a una conclusión aún más inquietante. “Si el primer dibujo representaba algo que ya sucedió, entonces este otro estaba destinado a suceder…” La idea lo golpeó con fuerza.
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“¿Esto también iba a suceder?” Abel se quedó inmóvil, sintiendo como si el aire mismo se volviera denso y pesado. Los dibujos no eran solo ilustraciones, eran premoniciones, fragmentos de un destino que parecía escrito mucho antes de que él tuviera la oportunidad de entenderlo. “Cuando volviera a esta habitación…” Abel se estremeció al imaginar el escenario que el dibujo le presentaba. Martín, el joven que lo había salvado, el mismo que ahora yacía muerto, ¿habría sido también su verdugo?
La pregunta se repetía en su mente con una intensidad devastadora: “¿Martín me mataría?”
Abel quería rechazar la idea, deseaba que todo fuera una ilusión, una pesadilla de la que pronto despertaría. Pero los dibujos, esas representaciones malditas, no mentían. Se sentía atrapado, como si su destino ya estuviera sellado en esas hojas de papel, dibujado con la misma certeza que las acciones que ya había tomado. La posibilidad de que Martín hubiera estado destinado a matarlo era un veneno que se extendía por su mente, corroyendo cualquier intento de aferrarse a la realidad.
“Todo está conectado, todo tenía que suceder así” Abel intentaba convencerse de que aún había algo que pudiera hacer, pero cada vez le resultaba más difícil escapar de la certeza que se imponía en su interior. Las piezas del rompecabezas encajaban, y con cada nuevo pensamiento, la desesperación crecía: “¿Acaso estoy viviendo o sigo la historia de un destino ya armado?” La idea era insoportable.
La pregunta flotaba en el aire, vacía, sin eco. Abel no podía entender por qué Martín lo quería muerto, pero la sensación de que algo horrible estaba destinado a ocurrir lo aplastaba. Todo lo que había presenciado empezaba a encajar, pero de una forma tan irracional y enfermiza que desafiaba cualquier atisbo de cordura.
“¿Me estoy volviendo loco?” Abel respiró hondo, tratando de calmar la creciente ansiedad que le envolvía el pecho. Su mente giraba sin descanso, como si estuviera a punto de desmoronarse bajo el peso de los eventos que había presenciado. El cuerpo de Martín, la música, el cadáver destrozado en el dibujo… todo giraba en una espiral que lo arrastraba hacia el abismo.
De pronto, una risa nerviosa brotó de su garganta, escapando antes de que pudiera detenerla. No era humor; era la desesperación perforando sus pensamientos. La idea de que el joven, que apenas unas horas atrás había sido su salvador, hubiera intentado matarlo, era algo que no lograba asimilar. “No tiene sentido, nada de esto tiene sentido” , pensaba con una angustia que lo debilitaba.
Cada intento de racionalizar lo sucedido lo llevaba más cerca de comprender algo, algo que a lo mejor sería mejor evitar comprender. La caja de música, la trampa en la que Martín había caído… todas esas piezas parecían conectarse en un plan oscuro y macabro. “¿Fui yo quien provocó todo esto?” La idea lo golpeaba una y otra vez, martillando su mente. Abel miró el cuerpo de Martín una vez más, tratando de encontrar respuestas, pero solo hallaba un cadáver que le despertaba aún más preguntas. “Sí, salté por la ventana y activé la trampa… sí, la música distrae al lobo… Sí, había otro de estos dibujos colocados en la caja de música… Entonces todo esto, ¿fue mi culpa?… ¿Fui yo?”
Sus pensamientos se enredaban, eran confusos, pero algo oscuro se estaba formando en su mente. Estaba en otro mundo, había otras reglas. No las entendía, no las conocía, pero ahora estas reglas les resultaban obvias: Sabía que el único modo de haber salido vivo de esta mansión era usando la música, distrayendo a ese monstruo que lo acechaba desde la ventana. Lo había hecho casi sin pensar, por casualidad. Pero la culpa latía en su pecho, pesada, sofocante. “¿Realmente fue casualidad?” La pregunta lo aterrorizaba, como si ya conociera la respuesta, pero se negara a aceptarla.
“¿Y si no fue por casualidad? ¿Si existiera un plan? ¿Si hubiera sido más metódico? ¿Si todo esto estaba en mi cabeza?” Se preguntaba una y otra vez, luchando contra el pánico que amenazaba con romperle el alma. Cada paso, cada decisión que había tomado lo arrastraba hacia una conclusión imposible de soportar. Había usado la música para sobrevivir, sí, era imposible negarlo, pero… “¿Mataría al hombre que me salvó la vida solo por un dibujo?”
El conflicto interno lo estaba devorando por dentro. Una y otra vez se repetía que él no podía ser capaz de cometer una atrocidad semejante. “Yo no soy un asesino”, se decía una y otra vez, como si esas palabras fueran suficientes para espantar la verdad que empezaba a enraizarse en lo más profundo de su mente. “Soy una buena persona... ¿verdad?” Pero esa seguridad que alguna vez sintió empezaba a tambalearse. No solo se trataba de lo que había visto y vivido en la mansión de los Fischer, sino también de las palabras de Martín que, aunque habían sonado absurdas en su momento, ahora resonaban con un eco perturbador en su cabeza.
Martín le había hablado de cosas que en su momento le parecieron incoherentes, desvaríos de alguien trastornado. “Has perdido la memoria... ya habíamos hablado antes... este lugar no es lo que parece… estamos en otro mundo… Klein era el héroe… Tú, el villano…”, recordaba que Martín le había dicho eso y mucho más. Al principio, todo aquello le había parecido una sarta de locuras sin sentido, ideas imposibles de procesar o siquiera considerar como declaraciones coherentes. Pero ahora, después de todo lo que había presenciado, esos eventos sobrenaturales y grotescos que habían forzado su mente más allá de lo imaginable, Abel comenzaba a dudar. No por elección, sino porque la realidad misma lo empujaba a hacerlo.
“¿Y si Martín tenía razón?” Era una pregunta que lo golpeaba con una violencia que no había anticipado. Todos los horrores que había vivido, las trampas, la aparición del acechador, el extraño comportamiento de la mansión, todo empezaba a encajar. Y esa duda lo estaba destrozando: “¿Qué tan verdaderas eran las palabras de Martín?” Abel no quería aceptarlo, pero los sucesos lo estaban forzando a abrir los ojos a una realidad que se negaba a reconocer.
No se trataba solo de la posibilidad de que Martín hubiera estado diciendo la verdad, sino de lo que eso implicaba. “Si perdí la memoria, si ya habíamos hablado…” Abel no podía evitar sentir que algo más oscuro y aterrador estaba sucediendo, algo que escapaba a su comprensión. Las piezas de ese rompecabezas no solo se estaban acomodando, sino que también lo arrastraban consigo, obligándolo a cuestionar todo lo que creía saber sobre sí mismo, sobre su naturaleza.“¿Podría haber hecho algo tan atroz sin siquiera recordarlo? ¿Podría haber sido todo parte de un plan? ”
Lleno de dudas, Abel se levantó tambaleante del suelo y caminó hacia la ventana. El acechador seguía allí, esperando pacientemente en el patio, su eterna sonrisa retorcida aún en el rostro. Abel miró la caja de música, preguntándose si realmente el acechador no lo seguiría si la música continuaba sonando. Si esa canción lo mantenía alejado, ¿qué significaba todo esto? ¿Qué conexión tiene el lobo con la melodía?
Abel sabía que estaba al borde de perder la cordura. Sin embargo, no tenía otra opción. Estaba atrapado en una situación de mierda, y la única forma de salir era seguir avanzando hacia el centro del caos.
Con una determinación sombría, volvió al lugar donde yacía Martín, su mirada posándose brevemente en el cadáver del joven antes de volver a la caja de música. Giró la manivela una vez más y dejó que la melodía llenará la habitación con su tono triste y sombrío. Abel recogió los dibujos del suelo, haciendo un bollo con ambos para guardarlos nuevamente en su abrigo. No podía arriesgarse a perder esas piezas del rompecabezas, por más espantosas que fueran.
Sin embargo, al hacer un bollo con el nuevo dibujo, algo lo detuvo. Al darle la vuelta, notó que había algo escrito en la parte de atrás. Y para su horror, reconoció la escritura al instante: era su propia letra.