La habitación de la mansión en la que se encontraba Abel no era demasiado grande y estaba en un estado deplorable, todo el ambiente transmitía una sensación de abandono y descuido que resultaba inquietante. Aunque contaba con todos los muebles básicos para considerarse el dormitorio de una persona, el estado en el que se encontraban estos elementos y el entorno en general era un reflejo del desinterés que los guías habían mostrado por restaurar este cuarto.
En una de las esquinas de la habitación se encontraba un armario con ropa, desde el cual Abel había emergido. Al pasar entre las prendas, el olor a humedad y moho era incomodísimo, llenando los pulmones del viudo con una atmósfera viciada y opresiva. Las prendas colgadas estaban cubiertas de una fina capa de polvo y algunas mostraban señales de haber sido devoradas por las polillas. Al ser empujadas las puertas del armario chirriaron levemente como si quisieran anunciar su bienvenida a la mansión.
El estado del dormitorio contrastaba fuertemente con la fachada de la mansión. Abel recordaba que el exterior de la casa, aunque antiguo, había sido mantenido adecuadamente para preservar su carácter histórico y turístico. Este cuarto, sin embargo, parecía haber sido olvidado por completo, como si hubiera un motivo oculto para dejarlo en su estado actual.
“Se nota que el asesino no quería que ningún turista visitara este cuarto…, ¡por dios, es un desastre!” Pensó Abel mientras contemplaba en todo su esplendor la decadencia del dormitorio.
Cerca del armario había una cama acompañada por su respectiva mesa de luz. En lugar de una lámpara moderna, sobre la mesa se encontraba una lámpara de aceite oxidada, pero aún funcional, proporcionando una luz tenue y parpadeante que apenas lograba iluminar la habitación. El tapizado originalmente amarillento que adornaba las paredes de madera del dormitorio estaba en muy mal estado: arrugado, humedecido y devorado por grotescos hongos que le arrebataban todo su esplendor. Las manchas de humedad se extendían como cicatrices, y en algunas áreas, el papel se había desprendido, dejando al descubierto la madera de la fachada de la mansión. Paradójicamente, esta madera estaba en perfecto estado gracias a su reciente renovación, lo que solo resaltaba más la negligencia en el mantenimiento del interior.
La pieza central del dormitorio era la cama, cuya apariencia era francamente repulsiva. Lo cual no tenía sentido, ya que los guías del pueblo deberían haber reemplazado el colchón por otro más moderno por cuestiones de salubridad. El colchón en cuestión estaba cubierto de hongos, y las sábanas estaban manchadas de un color negro rojizo, dando la inquietante impresión de ser sangre derramada hace mucho tiempo atrás. Abel se acercó con una mezcla de curiosidad y repulsión. Los hongos habían formado pequeñas colonias en las esquinas del colchón, y las sábanas desprendían un olor acre y nauseabundo.
“¿Habrán tenido que dormir sus víctimas en esta cama?…” Se preguntó Abel descartando rápidamente este pensamiento, temeroso de que su enojo volviera a jugarle una mala pasada.
Cada rincón del dormitorio delataba como el paso del tiempo había deteriorado esta mansión. Las ventanas, cubiertas con cortinas raídas y polvorientas, dejaban entrar apenas un rayo de luz, que se filtraba a través de la niebla persistente en el exterior. La niebla misma parecía estar viva, moviéndose y arremolinándose contra el vidrio, como si tratara de entrar y devorar lo que quedaba del lugar. Abel no podía evitar sentir que la mansión, y esta habitación en particular, estaban atrapadas en una burbuja temporal, un lugar donde el tiempo se había detenido y la podredumbre había tomado el control.
El suelo de madera crujía bajo los pies de Abel con cada paso que daba. Había manchas oscuras en las tablas del suelo, indicios de humedad que se había filtrado desde las paredes y el techo. En algunas zonas, la madera estaba hinchada y deformada, como si hubiera estado expuesta a una inundación o una fuga de agua durante un período prolongado. Los rincones de la habitación estaban llenos de telarañas, y los arácnidos que las habitaban se movían temerosamente, incomodados por la presencia de Abel.
“¿De quién era esta habitación y porque la lámpara de aceite está prendida? ¿Quién usaría este cuarto?” Se preguntó Abel, admirando los detalles en las paredes. Había fotografías enmarcadas, ahora borrosas y descoloridas, que mostraban a personas de épocas pasadas. Sus borrosos rostros ya no eran distinguibles, pero aun así parecían seguir a Abel con la mirada, creando una sensación de vigilancia constante. Algunos de los marcos estaban rotos, y el vidrio había caído en pedazos sobre el suelo.
“Será mejor irse antes de que la persona que encendió la lámpara regrese a buscarla. Nadie en su sano juicio dejaría una lámpara de aceite encendida en una casa de madera descuidada por mucho tiempo” Reflexionó el viudo. Aunque nunca había usado una lámpara de aceite en su vida, solo las había visto en películas, por lo que no tenía ni idea de cuán seguras y confiables podrían ser en realidad.
Tras la breve inspección de la lámpara, Abel se dirigió hacia la única puerta que había en el dormitorio. Al abrirla, se encontró con un pasillo en perfecto estado, contrastando radicalmente con el cuarto del que acababa de salir. Las paredes del pasillo estaban impecablemente pintadas y adornadas con molduras elegantes. El suelo, cubierto con una alfombra roja que parecía recién comprada. Las lámparas en las paredes estaban apagadas y a diferencia de la oxidada lámpara de aceite del dormitorio, estas estaban en perfecto estado, pese a que se notaban que eran réplicas de lámparas antiguas hechas con tecnología moderna.
El contraste era tan marcado que Abel no pudo evitar sentir una punzada de irrealidad. El dormitorio había sido un remanente de la decadencia que conllevaba el paso del tiempo, mientras que el pasillo parecía pertenecer a una mansión en la que uno viviría gustosamente. Este choque de realidades lo hizo detenerse por un momento y mirar hacia atrás, hacia el oscuro y maloliente cuarto del que había salido.
“Esto no tiene sentido… ¿Cómo puede ser que los otros guías que trabajan en la mansión no hayan notado el inundable problema que hay con este cuarto?” Murmuró el viudo para sí mismo, sintiendo una creciente inquietud naciendo en su pecho.
Después de salir del pasadizo, Abel se encontró en un dilema. Ante él se extendían dos opciones: podía recorrer el pasillo hacia la izquierda o aventurarse hacia la derecha. Cada dirección se prolongaba hasta perderse en la penumbra, con una gran ventana al final de ambos lados, por donde se filtraba la luz que iluminaba tenuemente el corredor.
El contraste entre la claridad que penetraba a través de las ventanas y la penumbra del pasillo creaba un ambiente inquietante, como si las sombras ocultaran un secreto. Abel se quedó inmóvil, analizando la situación. Desde su ángulo, no podía discernir ningún indicio que le diera una pista sobre cuál camino lo llevaría a la salida más rápidamente. Finalmente, optó por dirigirse a la izquierda.
Abel sentía que algo no estaba bien. Cada paso que daba resonaba ligeramente en el silencio, y aunque la alfombra suavizaba sus pisadas, el eco de su caminar parecía reverberar en sus oídos. Avanzó lentamente, manteniéndose alerta.
Las puertas a ambos lados del pasillo estaban cerradas. Abel no se atrevió a abrir ninguna, temiendo que pudieran llevarlo a encontrarse con algún guía o, peor aún, a descubrir algo que no quería ver. Continuó caminando hasta acercarse al final del pasillo, en donde una gran ventana inundaba de luz el interior de la mansión. La niebla que se arremolinaba en el exterior era tan densa que apenas podía ver más allá de unos pocos metros.
Abel se detuvo en seco en el pasillo, su mente luchando por procesar lo que veían sus ojos. La niebla, espesa e impenetrable, seguía cubriendo el exterior de la mansión como un manto fantasmal. Un escalofrío recorrió su espalda mientras contemplaba el panorama desolador. Respiró hondo, tratando de calmar sus pensamientos caóticos.
“¿Esto es una especie de broma? ¿Dios se enojó conmigo?” Se preguntó Abel para sí mismo. La consternación estaba impresa en su rostro. La situación parecía empeorar con cada segundo que pasaba. La niebla, lejos de disiparse, se aferraba al entorno con una tenacidad aterradora, como si tuviera vida propia y se negara a dejarlo ir.
Abel se pasó una mano por su desprolijo cabello, ahora húmedo por la caminata por el túnel, el sudor del miedo y la frustración. La claridad mental que había intentado mantener mientras estuvo encerrado en el sótano se estaba desmoronando bajo el peso de la realidad que ahora le toca enfrentar. En unos meros segundos, su plan de escapar hacia el estacionamiento se acababa de complicar exponencialmente.
“¿Por qué sigue habiendo niebla en el exterior? ¡Pase un día entero en ese sótano!” Se quejó Abel. Se giró para alejarse de esta ventana, la cual solo llevaba a una esquina que guiaba a un callejón con una pequeña puerta al final. Dado que el estilo de esta puerta era similar al de todas las puertas que había en los costados del pasillo, Abel comprendió que la misma solo llevaba a una habitación sin salida.
Su primera decisión había sido equivocada, el camino correcto era la ventana derecha. Mientras retrocedía, el pánico amenazaba con apoderarse de él, pero no podía permitirse el lujo de perder la calma. El menor ruido podría alertar a cualquier otra persona en la mansión, y eso era lo último que necesitaba.
—Maldición… —Murmuró Abel, sintiendo la frustración crecer dentro de él como una marea imparable. Pero sabía que debía permanecer sereno. La ansiedad no ayudaría a su situación; necesitaba pensar con claridad y no aventurarse a perderse en el laberíntico diseño de la mansión. La niebla era un problema significativo. Seguir el sendero de la mansión al pueblo y luego del pueblo al estacionamiento sería todo un desafío con la visibilidad limitada.
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Avanzó por el pasillo, cada paso más cauteloso que el anterior. La niebla, la mansión, el sótano, los dibujos, el diario, los guías, el pasillo, la lámpara de aceite encendida, el cuarto en ruinas… todo parecía un rompecabezas, pero era mejor no tratar de pensar en ello en este momento. Su única preocupación era escapar de la mansión sin ser visto, ponerse a divagar en otro asunto no era sensato.
Antes de llegar al final del extremo derecho del pasillo, una idea repentina iluminó la mente de Abel. La claridad de su plan se hizo evidente al voltearse para mirar la ventana al final del pasillo del extremo izquierdo. La confusión y la frustración momentáneamente de percatarse de que la niebla no se había disipado nublaron su juicio, pero ahora, sintiendo la calma posterior a la tormenta, se dio cuenta de que había una opción mucho más lógica y directa para su escape. En lugar de perderse en la búsqueda infructuosa de la puerta principal, Abel comprendió que, estando en la planta baja, su mejor alternativa era escapar a través de la ventana.
Abel abandonó la exploración del extremo derecho y regresó a la solitaria ventana que se encontraba al final del extremo izquierdo. El pasillo parecía interminable, con cada paso que daba sobre la alfombra sumándole a su angustia. La posibilidad de encontrarse con uno de los guías entrando a este pasillo lo llenaba de inquietud, aumentando su deseo de escapar lo más rápido posible.
Se acercó hasta la ventana y con un leve temblor en las piernas, Abel observó el pasto verde que rodeaba la mansión. Su aspecto era prolijo y muy cuidado, como si hubiera recibido atención recientemente, pero lo más importante era que el terreno estaba a una altura suficiente para que pudiera escapar por la ventana. El pensamiento de dejar la mansión lo llenó de una mezcla de alivio y ansiedad. Sabía que la niebla en el exterior complicaría su escape, pero era un obstáculo con el que tendría que lidiar si quería salir de este pueblo.
“¿Debería escapar?” Se preguntó Abel con consternación, su mente atrapada en un torbellino de dudas mientras la salida parecía estar al alcance de su mano.
A pesar de tener una oportunidad clara para escapar, una inquietante duda comenzó a asomar en su mente. Esta duda había sido relegada al fondo de sus pensamientos desde que la fortuna había comenzado jugarle una mala pasada, o aún peor, había sido ignorada intencionadamente por el viudo, pero ahora lo mantenía inmovilizado.
El dilema no era trivial; era un conflicto interno que había estado latente, una sombra en el rincón más oscuro de sus pensamientos que, en el calor del momento, se había deslizado silenciosamente hacia la superficie. La idea de huir de la mansión y dejar atrás la oportunidad de encontrar más respuestas y tal vez, lo que más deseaba, el cuerpo de su hija, lo atormentaba.
Esta historia había nacido de la esperanza de Abel de encontrar a su hija en este pueblo, pero paradójicamente él sabía en el fondo que su búsqueda era en vano. La evidencia era clara: la policía y los expertos ya habían rastreado la mansión de arriba a abajo sin éxito. Sin embargo, el descubrimiento del sótano, los dibujos, el diario del asesino y el pasadizo subterráneo había despertado en él una última chispa de esperanza. Quizás, solo quizás, había un rincón oculto en esta mansión donde se hallaba escondido el cuerpo de su hija. A pesar de lo improbable, era un pensamiento que un padre desesperado no podía darse el lujo de ignorar. La posibilidad de encontrar algo, aunque mínima, había mantenido viva su esperanza dando inicio a todo este viaje, y esa esperanza seguía allí a pesar de que la búsqueda en el pueblo se hubiera convertido en una comedia dramática llena de frustración y mala fortuna.
Abel sabía que la niebla podría ser un fenómeno estacional, tal vez una característica común en esta región. Si eso fuera cierto, entonces la niebla podría persistir durante una semana o incluso más. No podía permitirse esperar tanto tiempo escondido en la mansión, especialmente dado el estado incivilizado de su entorno y la situación embarazosamente desagradable que representaba ser encontrado.
La otra opción era finalmente actuar con la dignidad que se esperaría encontrar en un hombre respetable y dejar de huir de sus errores como un niño asustado. Esto implicaba enfrentarse a la realidad e intentar convencer al guía de que sus errores estaban justificados por el profundo dolor que sentía, en un intento por evitar una multa que podría resultar en la prohibición de acercarse al pueblo, sumado a otros problemas mayúsculos.
En general, los guías de este pueblo eran personas de orígenes rurales, los cuales se caracterizaban por tener sangre caliente, ser creyentes de Dios y tener un corazón bien dispuesto a escuchar al prójimo. Por lo que Abel se preguntaba si los guías podrían ser comprensivos y entender su situación, permitiéndole continuar su búsqueda sin enfrentarse a un castigo severo.
Él era un padre que había sufrido mucho, un hombre de bien y un eterno luchador en una vida llena de desgracias, no un adolescente necesitado de vandalizar un pueblo para de alguna forma sentir el amor faltante de sus padres. Su propia historia de vida, la rectitud de su espalda y las marcas del dolor talladas en su mirada orgullosa podían ser suficiente prueba para convencer a los guías de que hicieran la vista gorda en esta ocasión. Sin embargo, esa estrategia también parecía arriesgada y poco confiable, especialmente si los guías no estaban dispuestos a ocultar sus crímenes.
“¿Me voy o sigo buscando?” Se preguntó Abel nuevamente, su mente abrumada por la incertidumbre. La multa económica era la preocupación menor en este momento, pero la posibilidad de enfrentarse a los trámites burocráticos y las complicaciones adicionales de una multa era algo que deseaba evitar a toda costa. Sin embargo, la idea de seguir buscando algo que sabía que era casi imposible de encontrar le parecía igualmente absurda.
—Buscar un milagro es una tontería; aceptar la tragedia no lo es… —Se murmuró a sí mismo, tratando de tomar una decisión.
Con el corazón pesado y la mente sumida en una profunda batalla interna, Abel se acercó a la ventana. El vidrio estaba ligeramente empañado por la humedad, y la niebla que se veía a través de él parecía absorber toda la luz del día, envolviendo el paisaje en una atmósfera fantasmal. Abel se aferró al marco de la ventana con manos temblorosas, su mente tambaleándose entre las decepciones que tomar y el cómo asumir las consecuencias de ellas. Cualquier decisión que tomara en este momento sería irreversible.
“No puedo seguir esperando un milagro que tal vez nunca llegue. La verdad es dura, pero es lo que tengo que enfrentar…” Se dijo a sí mismo. A pesar de la angustia que sentía, comprendía que su situación actual solo le dejaba dos caminos: aceptar su dolor y seguir adelante o sucumbir a la desesperación y permanecer atrapado en un ciclo de búsqueda sin fin. Había decidido aceptar el cruel pasado que le había tocado vivir y no dejar que eso impidiera que surgiera un nuevo futuro.
Tomando una respiración profunda, Abel colocó sus manos en el vidrio de la ventana, sintiendo la frialdad del cristal y la suavidad de la oxidada estructura del marco. Con un leve tirón, intentó abrir la ventana, esperando que cediera con un pequeño esfuerzo. Sin embargo, el viejo mecanismo parecía resistirse, y el sonido del cristal y el metal al moverse crearon un eco frío y desagradable que interrumpió el silencio del pasillo.
*Clink, clink, clink*…
La ventana no cedía. La traba oxidada parecía resistirse obstinadamente, sin importar la fuerza que Abel empleara. Cada intento solo incrementaba su frustración.
“Esto debe ser una broma…” Pensó Abel, mientras sus dedos se aferraban con más fuerza al marco, tratando de forzar su escape.
*Clink, clink, clink*…
La ventana no se movía. Era como si el propio destino estuviera empujándolo a enfrentar sus temores y no darle la salida fácil que buscaba desesperadamente.
“¡Vamos!, solo te pido un poco de suerte, Dios, un poquito de ayuda” Suplicó Abel, su enojo crecía mientras empujaba con más fuerza la ventana.
*Clink, clink, clink, clink, clink*…
La ventana permanecía cerrada, su mecanismo obstruido por el óxido y el tiempo, resistiendo cada esfuerzo por abrirla. Abel estaba furioso y desesperado, pero sabía que no podía dejarse vencer por la ira. Fue una cruel ironía del destino que la apariencia externa de la ventana estuviera impecable y reluciente, mientras que su mecanismo interno estuviera corroído y completamente inutilizable.
Murmuró insultos incomprensibles en voz baja, mirando con desdén el metal oxidado que bloqueaba su escape. El mecanismo de la ventana parecía tener más años que él mismo. Solo quedaba rendirse.
“Mira que no quiero seguir rompiendo cosas en este pueblo, pero me estás forzando a ello, Dios…” Pensó Abel con un pesado sentimiento de auto-burla.
Mirando hacia atrás, Abel divisó la ventana al final del extremo derecho del pasillo. Sin embargo, consideró que era más prudente intentar con las ventanas en el dormitorio desde el que había salido, en donde se encontraba el armario con la trampilla. Ese dormitorio estaba algo aislado del resto de la mansión y era mejor no andar haciendo tanto ruido por los pasillos. Aunque no le había prestado mucha atención a las ventanas del dormitorio, Abel aún recordó haberlas visto y si tenía suerte, alguna de ellas podría no estar bloqueada y permitirle una salida.
Tras llegar al dormitorio, Abel se acercó a la primera ventana que encontró con una mezcla de esperanza y desesperación. Las cortinas raídas que colgaban de los rieles parecían haber visto mejores días, y el polvo acumulado en los bordes de la ventana sugería que no se habían abierto en mucho tiempo. Con manos temblorosas, intentó girar el mango de la ventana, pero se encontró con una resistencia firme. La ventana estaba atascada, posiblemente por la acumulación de pintura antigua o por el deterioro del mecanismo.
Sin perder la calma, Abel se movió hacia la siguiente ventana del dormitorio. Esta ventana, también cubierta por cortinas desgastadas, parecía ofrecer un resultado similar. Abel esperó que al menos una de ellas estuviera operativa. Colocó sus manos en el marco de la ventana, empujó con fuerza y giró el mango con cuidado. Sin embargo, el resultado fue el mismo: la ventana estaba rígida y no se movía ni un centímetro. La frustración empezó a crecer dentro de él, pero Abel sabía que no podía permitirse perder la compostura.
“A no desesperarse, probemos con los cuartos vecinos…” Pensó Abel, esforzándose por mantener la calma. Con una última mirada a la ventana que parecía ofrecer una salida tan cercana, pero que resultó ser una trampa, Abel se dirigió hacia la puerta del cuarto. La madera de la puerta estaba igual de descuidada que el resto del lugar, con manchas y arañazos visibles que revelaban una historia trágica, la cual el viudo decididamente decidió ignorar. Al abrirla, el crujido de las bisagras rotas resonó en el pasillo, destacando el silencio pesado que llenaba la mansión.