Sumido en un miedo paralizante, Abel luchaba por controlar su respiración, sus ojos fijos en la escalera que daba entrada al sótano. El revólver en sus manos temblaba de forma errática, reflejando tanto el terror que lo invadía como su inexperiencia con las armas. No obstante, una chispa de determinación persistía dentro de él, una tenue luz que se negaba a ser extinguida por el pánico. Aunque estaba aterrorizado, Abel confiaba en que podría dispararle al primer lunático que bajara las escaleras. Después de todo, no se necesitaba ser un francotirador condecorado para acertar a un blanco que descendía una escalera de mano. Solo bastaba con acercarse lo suficiente mientras bajaba y disparar a quemarropa, un método estúpido para cualquier experto en armas, pero increíblemente eficaz en su simplicidad.
A medida que los minutos transcurrían, la situación no se desarrollaba como Abel esperaba. Nada estaba ocurriendo, nadie lo estaba cazando. Sin embargo, su instinto le decía todo lo contrario: él estaba en peligro. La ansiedad crecía con cada segundo de silencio. La oscuridad del sótano no ayudaba en absoluto. Para combatirla, Abel prendió varias velas y las distribuyó estratégicamente por todo el sótano, asegurándose de que al guía le resultara imposible apagarlas todas si decidía descender. Aunque útil en teoría, esta estrategia resultó inútil en la práctica, ya que nadie bajaba a buscarlo.
Finalmente, su paciencia se agotó. Sus nervios estaban haciéndole más daño que el que él asesinó prometía hacerle. Esperar por su muerte le resultaba una tortura insoportable. Cansado de toda esta pasividad, el viudo decidió acercarse a la trampilla para verificar si el perseguidor había ido a buscar refuerzos. Si ese era el caso, las cosas se complicarían considerablemente. Aunque tenía el revólver cargado, solo contaba con una bala para enfrentarse a dos lunáticos. El problema se contaba solo. La única manera de salir de este infierno sin luchar era pedir un milagro, una oportunidad para alinear a los dos locos y volarles las cabezas de un solo disparo.
Con la cautela de una comadreja acechada por un depredador, Abel se aproximó a la trampilla, midiendo cada paso como si pudiera ser el último y apretando el revólver en cada respiración como si pudiera resbalárseles de las manos. El temor de que el secuestrador decidiera saltar sobre él lo mantenía en vilo, aunque el pequeño agujero en la trampilla no permitía tal hazaña. No obstante, en su mente atrofiada por la paranoia, todo parecía posible. El crujido de los tablones bajo sus pies resonó en la quietud del sótano, y Abel contuvo la respiración mientras adquiría el ángulo necesario para ver qué ocurría al otro lado de la trampilla sin exponerse demasiado al peligro.
Lo que vio lo dejó atónito. Sus ojos se encontraron con una escena que superaba sus peores temores: El lobo feroz estaba ahí, mirándolo fijamente, quieto como una estatua, pero con una expresión de satisfacción que le heló la sangre. Inmediatamente, levantó el revólver, sus manos temblando violentamente, con la voz quebrada por el miedo y la desesperación, gritó a todo pulmón:
—¡No te tengo miedo, cobarde! ¡Estoy armado! ¿Por qué no intentas bajar? ¿Acaso tienes miedo? Ven, tengo balas para que comas. ¡No será tan fácil atraparme a mí, estúpido! ¡Si no me tienes miedo a mí, témele a lo que te ocurrirá en unos minutos! La policía está en camino y buscan tu culo. ¡Les dije acerca de su escondite y de sus víctimas! ¡De sus locuras y de sus torturas! ¡Es cuestión de tiempo para que los metan a todos en la cárcel! ¡Esta vez no quedará ninguno de ustedes libre, no va a quedar un solo guía con el culo sucio en este condenado pueblo!
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El lobo feroz permaneció impasible, su sonrisa sin inmutarse ante los gritos de Abel. Este hombre estaba tan demente que no se preocupaba por las advertencias del viudo, era tan estúpido que ni temblaba al ser apuntado con un arma, o todo lo contrario era tan cuerdo e inteligente que mantenía el silencio para evitar provocar al viudo. Abel no podía descifrar sus intenciones. La mitad de su rostro estaba oculto por su sombrero, y la otra mitad únicamente contenía su perturbadora sonrisa, la cual no ayudaba a revelar sus verdaderos pensamientos. Sin embargo, algo era claro, la situación había cambiado: el candado oxidado que aseguraba que la trampilla permaneciera cerrada había desaparecido. La trampilla estaba completamente abierta en este momento, lo cual demostraba que el acechador tenía la llave.
Ahora mismo era solo una cuestión de voluntad; nada impedía que el lobo se comiera al cordero, más allá de que este cordero estaba dispuesto a luchar y tenía sus pezuñas bien afiladas, puesto que el revólver no era un juguete. No obstante, nada ocurría. No había lucha, ni un salto, ni un intento desesperado. El lobo feroz estaba tan rígido como una estatua y sus movimientos no indicaban la menor pista de lo que haría a continuación. La tensión en el aire por poco condensaba, y Abel seguía apuntando con el revólver, esperando que el intruso hiciera su gran movimiento. Pero el lobo permanecía inmutable, su sonrisa grotesca parecía fijada, como si fuera una máscara, aumentando el terror en el corazón de Abel.
—¡Vas a quedarte en silencio mirándome todo el día! ¡Habla, carajo, o te juro que te voy a meter un balazo entre ceja y ceja! —Gritó Abel, enfurecido por la falta de respuesta.
El hombre no respondió, su sonrisa permanecía fija en una mueca inquietante. Abel no recibió otra cosa que un silencio incómodo y prolongado. El eco de su voz resonaba en el sótano, amplificando el vacío que sentía en el pecho.
—Al menos dime quién eres y por qué me estás haciendo esto. ¿Nos conocemos? ¿Te jodí la vida en algún momento? ¿Por qué demonios tu grupito de enfermos mentales está tan empeñado en arruinarme la vida? —Rugió Abel, su voz violenta resonando en el sótano. Intentaba imponer miedo con su arma y con sus gritos, pero sus verdaderos pensamientos lo traicionaron y sus preguntas sonaron más como la súplica desesperada de un hombre que necesitaba comprender cómo había terminado en una situación tan miserable.
Por más que lo procesara una y otra vez, Abel no podía hacerse a la idea de cómo el destino lo había traicionado de forma tan rastrera como para que terminara acorralado en el sótano de una mansión abandonada. Sosteniendo un arma y apuntándola a la cara de un loco que ni se inmutaba por la cercanía a la muerte, pero que sin lugar a dudas le arrancaría el corazón en cuanto le diera la espalda. Abel estaba en un estado que rozaba la locura, pero conservaba la cordura suficiente como para comprender que, pasara lo que pasara, necesitaba asustar a este lunático lo suficiente para evitar un enfrentamiento directo y de tal forma conservar su única bala, su única aliada en todo este infierno.