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63 - Despensa (6)

—Gracias por la información y por salvarme hace unos minutos. Espero que realmente exista ese otro “mundo” del que hablas, muchacho. Por lo demás, me despido. Si logró sobrevivir hasta llegar al estacionamiento, no tengas dudas de que haré algo para ayudarte —Agradeció Abel con un dejo de esperanza mientras se preparaba mentalmente para escapar por la ventana.

Durante su estancia en la mansión de los Fischer, Abel se había cruzado no solo con una víctima, sino también con un cómplice del asesino. Si lograba denunciar este cómplice a la policía, se iniciaría otra investigación en el pueblo. En esa nueva investigación, podría contar con la ayuda de investigadores profesionales para encontrar el sitio que Martín llamaba “otro mundo”. Según lo dicho por el joven, era posible que Klein aún tuviera alguna de sus víctimas atrapadas en ese lugar. Con suerte, Sofía estaría entre esas víctimas.

Comprendiendo que ya había obtenido toda la información posible y considerando que el asesino podría regresar en cualquier momento, Abel saltó por la ventana sin esperar la respuesta de Martín. La altura no era considerable y el suave pasto del patio amortiguó su caída.

—¡No te preocupes, cuando me aleje de este lugar llamaré a la policía para que vengan a rescatarte, muchacho! —Gritó Abel sin volverse, mientras corría frenéticamente hacia la salida del patio de la mansión.

—…— Solo el silencio sepulcral que rodeaba la Mansión de los Fischer respondió al grito. Abel no esperaba una despedida convencional, ya que el joven parecía tener la salud mental bastante comprometida, y era mejor evitar ponerlo aún más nervioso con una despedida prolongada. Afortunadamente, su instinto no le había fallado; había logrado ganarse la confianza de Martín, y el joven no reaccionó abruptamente a su escape. Con nadie para impedírselo, salir de los dominios de la mansión sería pan comido.

Abel se encontraba en un estado de alerta máxima mientras sus pies golpeaban el suelo con rapidez. El patio de la mansión, envuelto en una niebla espesa y casi tangible, lo rodeaba con un manto de misterio y peligro. Cada paso que daba parecía resonar en el vacío, amplificado por el silencio opresivo que lo envolvía. El hombre no podía evitar mirar sobre su hombro de vez en cuando, asegurándose de que no lo seguían. La mansión, ahora una sombra ominosa que se alejaba en la distancia, parecía observarlo, cada ventana sintiéndose como un ojo acechante.

El viudo corrió como si lo persiguieran, con la humedad del aire condensándose en su piel y ropa, haciéndolo sentir más pesado y torpe. Después de una carrera frenética, el corazón de Abel latía con fuerza, no solo por el esfuerzo físico, sino también por la adrenalina que inundaba su cuerpo. Finalmente, tras lo que parecieron horas, pero fueron solo unos minutos, la valla de madera que delimitaba los dominios de los Fischer apareció ante él. Sin detenerse a pensar, Abel la saltó con una agilidad que no sabía que poseía, impulsado por el miedo y la desesperación.

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Al otro lado de la valla, Abel sintió una leve sensación de seguridad. Aunque su instinto de supervivencia lo impulsó a seguir corriendo, el terreno era traicionero, lleno de maleza, rocas y raíces, había que tener cuidado de no perderse. Cada zancada era un esfuerzo por distanciarse más de la ominosa presencia de la mansión, cuyo recuerdo aún lo perseguía. La niebla, espesa como una cortina de humo, lo envolvía, haciendo que cada paso fuera un desafío. No podía ver más allá de unos pocos metros, pero la necesidad de escapar le daba una dirección clara: seguir la valla hasta encontrar el sendero al pueblo.

Después de correr una distancia considerable, Abel sintió que sus pulmones estaban al borde del colapso. Doblado por la fatiga, se detuvo, apoyándose contra un árbol grueso y cubierto de musgo. Cada respiración era un esfuerzo doloroso, pero necesario para recuperar el aliento. El silencio del valle era ensordecedor, solo interrumpido por el sonido de su propia respiración agitada y el ocasional crujido de las ramas bajo sus pies. Era un silencio que parecía absorber todo sonido, como si el mundo hubiera contenido el aliento para poder escucharlo con más atención.

Abel miró a su alrededor, tratando de orientarse en medio de la niebla que lo rodeaba. Desde este punto ya no podía ver la mansión, y aunque esto le brindaba cierto alivio, también lo hacía sentir más vulnerable. Sabía que debía llegar al estacionamiento y contactar a la policía cuanto antes. Con suerte, ellos podrían desentrañar el misterio de la mansión y el extraño “otro mundo” del que Martín había hablado.

Decidido, Abel se incorporó y comenzó a caminar siguiendo lo que creía que era el camino correcto, su ritmo era lento pero constante. Cada pocos metros se giraba, asegurándose de que no lo seguían. La paranoia lo mantenía alerta, pero también lo hacía avanzar con precaución.

Mientras avanzaba, el manto de niebla continuaba cubriéndolo, otorgándole una especie de camuflaje natural. No obstante, esto no eliminaba por completo el miedo que sentía. La mansión y sus horrores seguían frescos en su mente. A medida que caminaba, Abel se daba cuenta de que el tiempo parecía alargarse en medio de la neblina, cada minuto estirándose interminablemente.

—Ya pasó… qué día de mierda… pero ya pasó… ahora al estacionamiento y directo a la comisaría más cercana —Murmuró Abel para sí mismo, tratando de convencerse de que el peligro inmediato había quedado atrás.

Desde una distancia prudencial continuó bordeando la valla, deteniéndose de vez en cuando para asegurarse de que no lo seguían. Tras caminar durante lo que parecieron horas, finalmente divisó lo que estaba buscando: la tranquera principal que daba entrada a los dominios de la mansión.

Llegar a este punto le dio una renovada esperanza. Desde allí, pudo ver el sendero principal que conducía de la mansión al pueblo, un camino de tierra bien definido bordeado por arbustos salvajes y dispersas rocas de montaña. El sendero le ofrecía una guía clara de cómo llegar al pueblo, y del pueblo era fácil llegar al estacionamiento. Sintiéndose seguro, Abel metió la mano en su bolsillo y sacó un papel finamente doblado: era el mapa del pueblo de Golden Valley. Aunque antiguo, aún mostraba con precisión el sendero que debía seguir para escapar de este infierno.