Levantó lentamente la trampilla, su cuerpo tenso, listo para cualquier señal de peligro. La paz que se sentía dentro del dormitorio no delataba movimiento alguno, pero con la vida en juego no podía asumir ningún riesgo. Tenía que comprobarlo. Tras una rápida inspección, observó que todo estaba en el mismo estado desastroso en el que lo había encontrado la última vez: el suelo de madera comido por los hongos y con una ligera capa de polvo, la pared con tablas rotas y arañadas, la cama un asco al punto que solo un demente usaría, la mesa de luz desprolija y desordenada, la lámpara de aceite seguía encendida, proyectando una luz tenue en el aire viciado de la habitación, las ventanas cerradas y sus mecanismos de abertura demasiado oxidados para seguir funcionando, algo de niebla se filtraba por los marcos, pero demasiada poca para ser notada a simple vista.
El viudo se tomó su tiempo para asegurarse de que no había signos de que el hombre gordo estuviera cerca. Sabía que cualquier paso en falso podría significar el fin de su oportunidad para escapar sin ser detectado, pero tras una minuciosa revisión visual y un agudo silencio que se mantenía imperturbable, decidió que era seguro subir al armario. Con cuidado, emergió del túnel y se colocó dentro del dormitorio, cerrando la trampilla detrás de él.
El aire en la habitación era denso, húmedo y algo asfixiante, pero no había más amenaza inmediata que la del poco tiempo que tenía. Abel se acercó a la mesita de luz junto a la cama, esperando encontrar algo que pudiera utilizar como arma de mano. Aunque tenía el revólver, la escasez de balas lo tenía intranquilo. Abrió el único cajón del mueble y lo revisó con rapidez. Lo que encontró fue una mezcolanza de objetos inútiles: calcetines sucios, viejos relojes oxidados, botones de diversa forma y tamaño, dados despintados, cartas sueltas, trozos de tela entrelazados, y cordones rotos. Nada que pudiera ayudarle a enfrentar a los demonios que lo mantenían atrapado en la mansión de los Fischer. Se suponía que este era el cuarto de un asesino, pero era uno desarmado, o al menos no guardaba armas en esta habitación.
Con un suspiro frustrado, Abel descartó la idea de encontrar otra arma y en su lugar, tomó la lámpara de aceite de la mesita de luz. No estaba seguro de si sería útil, pero al menos era algo que podría arrojar en caso de necesidad. En las películas solían mostrar el aceite prendido en llamas cuando se lanzaba una de estas lámparas contra una superficie, pero no confiaba mucho en que eso fuera a ocurrir. De seguro en las películas ponían otros aditivos para hacer más espectacular la explosión. Además, el aceite dentro de la lámpara no parecía lo suficientemente caliente como para causar daño serio si lo vertía sobre alguien. Sin embargo, era lo único que tenía, y lanzar la lámpara le daría al menos unos segundos para apuntar mejor con su revólver, su último recurso en caso de que el gordo apareciera de repente.
Con la lámpara firmemente sujeta en su mano sana, Abel se dirigió hacia la puerta del dormitorio. Colocó su oído en la puerta y trató de escuchar alguna señal de peligro: calma y paz, nada más se advertía. Abrió la puerta con cautela, sus movimientos lentos y precisos, sabiendo que cualquier ruido podría atraer la atención indeseada.
*Cruick*…
La bisagra oxidada crujió levemente, pero el sonido no fue lo suficientemente fuerte como para alertar a nadie. Al otro lado de la puerta, el deprimente y monótono pasillo se extendía ante él.
El pasillo estaba vacío, como el viudo esperaba, pero también lleno de puertas cerradas, todas potencialmente conectadas a más problemas. Sabía que no tenía tiempo para investigar cada habitación en busca de una salida o alguna ventana viable. Sin embargo, justo al final del pasillo, en la esquina de la mansión, vio algo que le hizo detenerse. Una gran ventana, la cual anteriormente había estado tapiada, ahora estaba despejada, los tablones de madera habían sido removidos y se encontraban colocados en el piso, más llamativo aún era que la ventana estaba abierta de par en par. Una brisa ligera entraba desde el exterior, proporcionando un cambio refrescante en el ambiente sofocante del interior de la casa. La niebla se filtraba por la ventana abierta, deslizándose como un espectro silencioso y cubriendo el suelo del pasillo. En cuestión de segundos, había envuelto los pies del viudo, ocultándolos en su fría y espesa blancura, dándole al ambiente una sensación espectral.
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Abel sintió una ola de alivio al ver la ventana abierta. Su sonrisa se torció en una mueca de satisfacción al darse cuenta de que su salida estaba a solo unos pasos de distancia. Sin vacilación, comenzó a caminar hacia la ventana, manteniendo un ritmo lento y constante para evitar hacer ruido innecesario. Cada paso lo acercaba más a la libertad, y aunque sabía que el jardín del otro lado estaba lleno de espinas afiladas, prefería lidiar con el dolor de un rosal que continuar siendo perseguido por los locos que lo acechaban. Cuando los dementes reaccionarán al crujido de las ramas y el susurro de las flores mientras él atravesaba el rosal, sería demasiado tarde. Cuando se asomaran por la ventana o salieran corriendo para ver qué ocurría, Abel estaría ya lejos, corriendo como un loco desquiciado hacia el sendero principal. Esta vez, no había lugar para el error; estaba seguro de no perderse nuevamente. Su moto en el estacionamiento lo estaba llamando para que regresara a casa y contara su leyenda hasta el final de sus días.
Cuando llegó a la ventana, Abel se asomó y miró hacia el exterior. El rosal, con sus largas y afiladas espinas, lo esperaba abajo, pero no le importaba. Se lanzaría sin dudarlo. Sabía que el ruido al salir podría atraer al hombre gordo, pero estaba dispuesto a correr el riesgo. “Cuando ese maldito llegue, yo ya estaré lejos”, pensó, confiado en que el plan que había ideado le daría suficiente tiempo para escapar.
Con un último vistazo al pasillo, Abel estaba a punto de lanzarse cuando algo lo detuvo en seco. Su sonrisa de victoria se desvaneció instantáneamente. Frente a él, del otro lado de la ventana, justo al borde del jardín de espinas, estaba el hombre que lo había estado atormentando durante todo este tiempo: el lobo feroz.
El acechador lo observaba desde el otro lado de la ventana, con una expresión perturbadoramente calmada y misteriosa, oculta bajo esa maldita sonrisa que nunca abandonaba su rostro. Vestía su chaleco formal, su camisa blanca perfectamente abotonada, y su elegante sombrero que le ocultaban sus ojos. No había duda de quién era: era el mismo bastardo que había hecho de su vida un infierno desde el primer momento en que regresó a los dominios de los Fischer.
El corazón de Abel se aceleró violentamente. El malparido había dejado de vigilar la trampilla del sótano y ahora lo esperaba afuera, como si hubiera sabido todo el tiempo que Abel intentaría escapar por esa ventana. ¡Lo había escuchado entrar en el pasadizo! ¡Sabía de la existencia del pasadizo! Y aun así, no había dicho nada, no lo había enfrentado, porque el malnacido estaba jugando con su cordura. El silencio del hombre lo estaba desquiciando; su sonrisa permanente le hervía la sangre. Esa indiferencia tan inhumana le causaba un profundo asco, como si fuera un espectro salido de sus peores pesadillas.
Abel sintió un deseo visceral de arrancarle el alma a ese bastardo, de borrarle esa sonrisa de su rostro de un disparo, pero se contuvo, tragándose el impulso homicida. Mientras tanto, su mente daba vueltas en círculos, desesperada, buscando alguna salida de esta situación infernal, pero no podía apartar los ojos de esa figura espeluznante que lo observaba con una mezcla perturbadora de desprecio y diversión, como si lo considerara un inofensivo cordero.
El lobo feroz no hizo ningún movimiento brusco, no trató de atacar. Simplemente estaba ahí, observando, como si estuviera disfrutando del sufrimiento de Abel. Esa sonrisa, siempre presente, ahora parecía más grotesca que nunca, como si se hubiera estirado aún más para reflejar la macabra satisfacción que el hombre obtenía al ver a su presa atrapada en su trampa.