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39 - Los 10 dibujos.

El patrón repetido en las series de dibujos era fascinante en su complejidad y sutilidad. En el primer dibujo de cada serie, se presentaba al sujeto que sería el protagonista de los siguientes 9 dibujos. Esta presentación siempre mostraba al individuo en una escena de su vida cotidiana, ya sea pasear al perro, ir al trabajo, hacer compras en el supermercado, fumar un cigarrillo, o cualquier otra actividad de la vida diaria.

Al dar vuelta la página se revelaba la segunda imagen de la serie: el protagonista visitando Golden Valley. Este dibujo, aunque aparentemente común, tenía un patrón distintivo. El sujeto siempre se encontraba en algún lugar del pueblo con la presencia destacada de un animal o planta llamativa. Estos elementos secundarios, a menudo pasados por alto, actuaban como coprotagonistas en la escena, añadiendo un toque de peculiaridad a la representación. Por ejemplo, un hombre pescando en uno de los arroyos cercanos a la mina, una mujer regando las flores silvestres que rodeaban las casas de piedra del pueblo, o una anciana frente a la mansión de los Fischer cortando una rosa de los jardines.

La tercera imagen de la serie marcaba un giro en la narrativa. A primera vista, los dibujos retrataban a personas llevando a cabo actividades cotidianas, repitiendo el concepto del primer dibujo. Sin embargo, una mirada más detenida y una mente dispuesta a explorar los secretos de una obra de arte revelarían la verdadera naturaleza macabra de cada imagen.

Por ejemplo, en una de las representaciones se encontraba a un hombre con pecas y pelo pelirrojo cortándose la barba con una navaja. A primera vista parecía una escena completamente normal. Sin embargo, al observar con atención, se revelaban detalles sutiles que insinuaban un secreto oscuro o una realidad más inquietante. En el reflejo del espejo, apenas perceptible, pero deliberadamente dibujado, se podían distinguir pequeños detalles que sugerían el pasado del personaje. Eran detalles muy sutiles y podrían pasar por divagaciones de Abel si no fuera porque este tipo de detalles aparecían consistentemente en la tercera imagen de cada serie.

En este caso, el detalle era que la mano que no sostenía la navaja, la cual era apenas relevante en el dibujo principal, parecía tener unas marcas de suciedad apenas visibles en el reflejo. Estas marcas podrían interpretarse erróneamente como simples imperfecciones del dibujo, pero para aquellos con un ojo entrenado para lo siniestro, revelaban una verdad mucho más perturbadora. Estas marcas se asemejan mucho a cortés para ser una simple coincidencia. O más bien, eran las cicatrices de cortes pasados. Las heridas insinuaban una historia de dolor y sufrimiento que se había desvanecido con el tiempo, dejando solo vagas marcas como testigos silenciosos de una tragedia pasada que aún persistía en la mente de nuestro protagonista.

Un ejemplo particularmente intrigante y difícil de identificar de este patrón fue el dibujo de una mujer sentada en una mesa disfrutando su cena. La representación de la mujer era notablemente realista en su fealdad e imperfección, lo que añadía una capa de autenticidad al dibujo. La señora era gorda y de aspecto grotesco. Su figura se erguía sobre la mesa, que crujía bajo su peso, mientras devoraba su comida con voracidad insaciable. Las manos de la mujer, rechonchas como salchichas, chorreaban de grasa mientras agarraba los alimentos y los llevaba a su boca con una urgencia casi animal. Su rostro, contorsionado por el placer, estaba salpicado de restos de comida que se acumulaban en las comisuras de sus labios y se deslizaban por su mentón en hilos viscosos.

A pesar de la repulsiva apariencia de la señora y su comportamiento grotesco, la escena tenía un aire mundano. No parecía que hubiera nada raro en lo que estaba ocurriendo, además del hecho de que la mujer tenía mucha hambre y nulos modales. Todo parecía estar en su entorno natural, como si esta grotesca exhibición fuera una parte integral de la rutina diaria de esta mujer.

Sin embargo, en el contexto del patrón perturbador que Abel había estado observando en los dibujos, esta escena parecía la más común de todas, lo que agudizaba sus dudas y despertaba sospechas aún más profundas. Si bien hasta el momento la oscuridad en la tercera serie de dibujos había sido sutil y cuidadosamente oculta, esta representación destacaba de manera alarmante la relación problemática de la mujer con la comida. La evidencia era tan clara que producía la inquietante pregunta: ¿Qué secretos escondía esta obra?

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No podía ser tan sencillo como un problema de sobrepeso.

Meditando el asunto con calma, Abel descubrió que a primera vista el dibujo retrataba una escena completamente normal de una cena anormalmente grotesca. Sin embargo, el gran protagonista de este dibujo era un detalle que apenas capturaba la atención. En el borde del dibujo, a unos pocos centímetros del final del plato de comida de la mujer, se encontraba un pequeño boceto de lo que parecería ser un segundo plato de comida. Apenas era perceptible, pero era evidente en su presencia. De todas formas, aún había un problema: Aunque no se veía quién compartía la mesa con la mujer y apenas se atisbaba parte de su plato, la escena seguía siendo una cena ordinaria entre dos personas.

Abel tuvo que ejercitar al máximo su capacidad creativa para finalmente descifrar el mensaje que el autor intentaba transmitir. Tras una observación prolongada se revelaron una serie de sutilezas significativas que dotaban de sentido a la obra en su conjunto. Por ejemplo, los dos platos se encontraban dispuestos en los extremos opuestos de la mesa, una disposición que, aunque inicialmente parecía natural debido al tamaño reducido de la mesa, adquiría un matiz intrigante en el contexto de la escena. Otro detalle llamativo era la presencia de un vaso de vino tinto junto al plato de la mujer, mientras que la otra persona parecía carecer de cualquier vaso. Uno pesaría que el vaso faltante era un detalle olvidado por el autor, pero lo mismo ocurría con los cubiertos: la mujer tenía ambos cubiertos, mientras que el segundo plato carecía de ellos. Por último, la gran pista: la proporción de alimentos en ambos platos era notablemente diferente; mientras que el plato de la mujer rebosaba de comida, el del segundo individuo apenas mostraba una porción mínima, lo que sugería una discrepancia significativa en la cantidad de alimento servido.

Estos detalles, considerados en conjunto, podrían interpretarse de varias maneras. Por ejemplo, la diferencia en la cantidad de comida podría interpretarse como un intento de control o dominio por parte de la mujer sobre la otra persona. Sin embargo, estas interpretaciones quedaban en la esfera de lo especulativo hasta que uno volteaba la página y se enfrentaba al cuarto dibujo de la serie.

El cuarto dibujo marcaba el clímax de la revelación; ya no quedaba lugar para sutilezas, sino que la morbidez perturbadora de las vidas de los personajes que protagonizaban estos dibujos se mostraba con una brutalidad descarnada. En este cuarto dibujo se revelaba de manera explícita el acto macabro que había sido apenas insinuado en las imágenes anteriores.

Por un lado, en el dibujo de la mujer, se podía apreciar cómo ella dormía plácidamente en una cama, mientras en el suelo de la habitación se vislumbraba una cama para perros, donde un niño maltratado y desnutrido trataba de dormir. Pero bastaba con mirar sus ojos enrojecidos y llorosos para comprender que el final de sus días se acercaba inexorablemente. La escena por sí sola ya era perturbadora, pero el toque final de perversión residía en el hecho de que el niño estaba disfrazado de manera extraña y morbosa como un perro, con su collar, orejas… y cola.

Mientras tanto, en el cuarto dibujo de la serie del pelirrojo, el hombre, ya sin barba, se mostraba a sí mismo cortándose los muslos en un baño público, lo que demostraba que los cortes no eran un acto suicida, sino más bien una obsesión enfermiza. Aunque ver el dibujo resultaba perturbador para la mayoría de personas, lo verdaderamente inquietante para Abel fue reconocer los baños donde el hombre se lastimaba. Eran los baños públicos de la línea D del subte, un escenario tan indescriptible que ni el autor más audaz se atrevería a detallar. Este toque de realismo dejó a Abel completamente perturbado. El estilo del artista ya era de por sí bastante realista y expresivo, pero la elección de escenarios realistas le otorgaba un matiz especial que, de alguna manera, lo cautivó tanto que no podía dejar de contemplar estos dibujos a pesar de la fría oscuridad del sótano de la mansión de los Fischer.

La calma de los entornos representados, contrastada con la brutalidad de las acciones retratadas, amplificaba la sensación de horror y asombro en el corazón de Abel. Cada detalle meticulosamente dibujado parecía susurrar una historia oscura y perturbadora que se desplegaba ante sus ojos, haciendo eco en los rincones más profundos de su mente y dejándolo con una sensación de inquietud que no podía sacudirse fácilmente. Una sensación que no había vuelto a sentir desde que Ana se había llevado su creatividad a la tumba.