Pasaron aproximadamente dos semanas desde que se llevó a cabo la ejecución del asesino. En un principio, Abel se sintió invadido por una sensación de justicia, como si finalmente se hubiera cerrado un oscuro capítulo en su vida. Sin embargo, esa efímera satisfacción se disipó rápidamente, dejando en su corazón un vacío abrumador, un silencio opresivo que inundaba su alma como una neblina densa y asfixiante.
Ahora se encontraba solo en una casa diseñada para muchas personas pero habitada solamente por él. Una cama matrimonial demasiado grande donde dormía un viudo y su sombra. Una cocina con muchos platos y cubiertos, pero solo un juego siendo usado. Un patio descuidado, invadido por malezas que parecían crecer con la misma ferocidad que el aislamiento en el que estaba sumido. Y un salón con varios sillones, pero solo uno ocupado.
Abel intentaba ignorar su soledad buscando refugio en la casa de sus padres para compartir alguna comida, saliendo ocasionalmente a correr por las calles de la ciudad y aventurándose a caminar por la plaza que se encontraba a escasas cuadras de su hogar. Sin embargo, por más que intentara distraerse, al final del día siempre regresaba a esa casa vacía, enfrentándose a la cruel realidad de su soledad.
Los días pasaban, pero el dolor y la angustia persistían, creciendo con cada pensamiento negro que invadía la mente de Abel. Se encontraba atrapado en un ciclo interminable de meditación y reflexión, con demasiado tiempo libre para rumiar sobre un tema que tal vez sería más llevadero si simplemente lo apartara de su mente. Pero la impotencia de no poder encontrar el cuerpo de su hija, de no poder darle un descanso adecuado, lo consumía día tras día, minando su espíritu y debilitando su voluntad.
Después de dos semanas de convivir con estas sombras oscuras, Abel finalmente llegó a su límite. Se hartó de la pasividad, de la sensación de impotencia que lo envolvía. Decidió que era hora de tomar cartas en el asunto, de emprender un viaje que pusiera fin a la serie de tragedias que habían marcado los últimos meses de su vida.
Una vez más, Abel se encaminó hacia el desolado pueblo de Golden Valley, dispuesto a iniciar su propia investigación en busca del cuerpo de Sofía. En lo más profundo de su ser, sabía que las probabilidades de éxito eran nulas, que la búsqueda era en vano. Pero sentía la necesidad imperiosa de intentarlo, de enfrentarse a la verdad, aunque esta fuera dolorosa. Porque incluso si no encontraba nada, incluso si el fracaso lo esperaba al final del camino, Abel sabía que al menos le brindaría la calma que su corazón anhelaba desesperadamente en estos momentos de desesperación.
El día de hoy, Abel se encontraba conduciendo su motocicleta por la solitaria ruta hacia el pueblo abandonado, el viento azotaba su rostro mientras el motor rugía bajo su mando. Abel se aferraba con fuerza a las manijas de su moto, como si encontrara en ellas el ancla que lo mantenía conectado con la realidad mientras se adentraba en el mar de los recuerdos. La carretera se extendía frente a él como un camino sin fin, bordeada por campos y árboles que se mecían suavemente con la brisa del atardecer. El sol se ocultaba lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rojizos que se fundían con la oscuridad creciente de la noche.
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Mientras avanzaba por la ruta, los recuerdos se agolpaban en su mente, como fragmentos de un rompecabezas que se resistían a encajar. Recordaba los momentos felices junto a Sofía, su risa contagiosa, los abrazos cálidos, sus sueños infantiles. Pero también recordaba el día fatídico en que su vida se desmoronó, cuando descubrió el destino trágico que había sufrido su querida hija a manos de aquel despiadado asesino. La angustia y la impotencia lo consumían, pero también lo impulsaban a seguir adelante hasta hallar el descanso que su alma anhelaba.
Decidido a enfrentar sus miedos y a reencontrarse con la paz, Abel aceleró su moto, sintiendo la adrenalina recorrer sus venas. El motor de la moto rugía en protesta mientras ascendía por las colinas, desafiando las curvas y los baches del camino.
Mientras avanzaba kilómetro tras kilómetro, su mente se llenaba de preguntas sin respuesta ¿Por qué Clara había decidido tomar una decisión tan trágica ignorando sus sentimientos? ¿Qué había hecho su hija para llamar la atención del asesino? ¿Por qué su historia con Ana fue tan corta? Y lo más importante, ¿Estaba condenado a vivir eternamente en la infelicidad?
Pero a pesar de todas las preguntas sin respuesta, Abel seguía adelante, con la esperanza como su única guía en medio de la carretera. Inexplicablemente, sabía que este viaje a Golden Valley cambiaría su vida para siempre, que era el único camino posible, la única manera de encontrar la paz y el cierre que tanto necesitaba.
A medida que el sol se ponía en el horizonte y las sombras se alargaban sobre la ruta, Abel divisó en la distancia un motel que le resultaba extrañamente familiar. El edificio, aunque algo deteriorado por el paso del tiempo, era reconocible por su estructura simple y el letrero desgastado que invitaba a los exhaustos viajeros a pasar la noche en el lugar. Un escalofrío recorrió su espalda al recordar las múltiples veces que había pasado por este lugar en el pasado, cada una marcada por una sensación de nostalgia y un aire de melancolía. Notando que la noche se acercaba, Abel redujo la velocidad de su motocicleta y se aproximó al motel.
Al acercarse, el viudo notó la figura de un hombre sentado junto a la puerta del establecimiento. El hombre sostenía una pipa entre sus labios, dejando escapar volutas de humo que se disipaban en el aire. La silueta del desconocido se recortaba contra la débil luz que emanaba del interior del motel, creando una imagen enigmática y misteriosa. Abel se sintió inexplicablemente atraído hacia ella.