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49 -El sótano (3)

Paralizado por el terror, Abel miró con pánico hacia la trampilla del sótano. Su mente, atrapada en una vorágine de miedo, intentaba aferrarse a la esperanza de que su paranoia lo estuviera engañando, que quizás el ruido provenía de algún animal pequeño o del simple susurro del viento chocando contra el matorral de arbustos.

*Bush*… *Bush*…

Sin embargo, el ruido se hizo más fuerte y constante, recordando a Abel que no había animales silvestres de semejante tamaño en Golden Valley. Lo que fuera que se movía entre los arbustos debía ser algo más grande que un perro, quizás un guía que se había despertado enojado, alertado por los extraños ruidos que perturbaban lo que debería ser otra pacífica y silenciosa noche en la mansión de los Fischer.

Desesperado por la situación, Abel no dudó más y corrió hacia el escritorio. Con un manotazo, tomó la vela y la apagó con los dedos, quemándose en el proceso. Pero el dolor pasó a un segundo plano; la adrenalina de la desesperación inundaba su cuerpo. Guardó la vela apagada en su bolsillo, rompiéndola accidentalmente, mientras sacaba su celular para iluminar la oscuridad absoluta del sótano.

*Sush*… *Crush*…

Mientras esto ocurría, el sonido de alguien abriéndose paso entre los arbustos cercanos inundaba la penumbra del sótano.

Intentando ignorar el ruido que presagiaba su casi inevitable condena, Abel corrió hacia el baúl de cuero y madera donde estaban las pilas de ropa. Sin importar el hedor a muerte impregnado en las prendas, arrojó la ropa lo más lejos que pudo del baúl, escondiéndolas entre la oscuridad del sótano.

*Crush*… *Crush*…

El sonido de las enredaderas siendo arrancadas de la superficie de la trampilla anunciaba un peligro cada vez más cercano. Por haber realizado esa tarea antes, Abel sabía que no quedaba mucho tiempo antes de que el intruso lograra adentrarse en el sótano.

Sintiendo la cuerda alrededor de su cuello apretarse cada vez más, Abel apagó la linterna de su celular, se metió en el baúl y se sumergió entre las prendas antiguas, tratando de ocultarse en el fondo. La adrenalina del momento le permitió ignorar la repugnancia de sumergirse en ropa con olor a carne podrida.

*Uiiiiinck*… La trampilla que daba entrada al sótano se abrió lentamente.

Abel escuchó el ruido que marcaba el inicio de su tragedia, pero su corazón latiendo con fuerza en su pecho parecía hacer incluso más ruido en este momento. Con prisa, cerró la tapa del baúl, rezándole a Dios para que su plan funcionara y que la persona que lo buscaba no conociera la existencia de este sótano o sintiera curiosidad por la ropa desparramada por todos lados, notando los cambios evidentes que había hecho en la habitación.

Dentro del baúl, el olor a muerte y descomposición se hacía insoportable, pero Abel no tenía opción. Contuvo la respiración y trató de calmar los latidos frenéticos de su corazón, concentrándose en el sonido del intruso bajando las escaleras del sótano. Los pasos resonaban ominosamente, cada vez más cerca.

El miedo se apoderó de él. Imaginó al guía descubriendo el baúl, abriéndolo y encontrándolo allí, como una presa acorralada. Pero Abel sabía que su única esperanza era permanecer oculto y esperar que el intruso asociara los ruidos que estúpidamente había hecho a alguna peleas de ratas luchando por su supervivencia. Sentía cada fibra de su ser tensarse con el más mínimo sonido, cada crujido de los escalones de madera, cada susurro del viento colándose por la trampilla abierta.

*Cruk, Cruk, Cruiik*...

Desde el interior del baúl, el incómodo Abel escuchaba el crujido de alguien descendiendo por los últimos escalones de la escalera en mal estado. Cada paso que daba aquella misteriosa persona hacía que los latidos en el pecho del viudo se volvieran cada vez más fuertes. La tensión lo consumía, y sentía que el estruendo de su propio corazón podría delatarlo y condenarlo. Trataba de calmarse, pero la tarea le resultaba imposible.

*Cruiii*... *Plaf*...

Finalmente, el último escalón fue bajado, y Abel escuchó cómo el inoportuno acosador caminaba por el sótano, buscando la fuente del ruido. Aunque no podía ver nada, desde el interior del baúl podía notar la luz de una linterna filtrándose hacia su escondite, creando un juego siniestro de luces y sombras que amenazaba con desmayarlo.

*Slush, Slush*...

Los pasos del intruso resonaban a unos pocos metros de él, y Abel, sumido en su paranoia, sintió que la luz que se filtraba al interior del baúl se intensificaba, como si el guía estuviera apuntando directamente hacia su escondite. Con un esfuerzo monumental, Abel controló su respiración, agradeciendo haber escogido el baúl lleno de ropa inmunda, ya que el movimiento de su cuerpo tembloroso se amortiguaba con las prendas y de tal forma evitaba que imprudentemente revelara su posición.

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*Slush, Slush*...

Pero entonces, los pasos se alejaron lentamente, y Abel sintió una pequeña chispa de esperanza, como si lo peor ya hubiera pasado. Tal vez, solo tal vez, el intruso no lo encontraría. Sin embargo, la tensión no disminuyó, y Abel se mantuvo inmóvil, esperando, rezando por que su suerte no lo abandonara en este momento crítico.

*Slush, Slush, Slush, Slush,*...

El tiempo se extendía en la oscuridad, cada instante parecía una eternidad. Nuevamente, los pasos del incómodo hombre se detuvieron por un momento, justo al lado del baúl. Abel cerró los ojos y contuvo la respiración, su mente llena de imágenes, de ser descubierto, de enfrentarse a un destino desconocido y aterrador.

Pero entonces, los pasos retomaron su pesada marcha, y Abel sintió como la alegría recorrió su cuerpo. La momentánea confianza en su plan le permitió al viudo pensar mejor y darse cuenta del entorno que lo rodeaba. Cada sonido en la habitación se amplificó, desde el crujido de las tablas del suelo hasta el susurro del viento chocando contra las hojas del matorral de arbustos en la superficie. El olor a muerto regresó, sentir las prendas impregnadas de carne podrida con sus manos le dio ganas de vomitar. Era una extraña mezcla entre lo viscoso, áspero, suave, mohoso y pegajoso. Pero se contuvo.

Fue entonces cuando una anormal sensación de estar jugando un juego peligroso recorrió su espina dorsal, un juego en el que su vida pendía de un hilo y una cuerda lo ahorcaba poco a poco hasta matarlo. Había algo raro en toda esta situación y Abel lo comprendió. Por algún extraño motivo, este guía conocía la existencia del sótano o al menos encontró demasiado rápido la forma de acceder a él. Eso era una señal horrible: ¡Podía tratarse de un cómplice del asesino!

Abel no quería descubrir quién era el que lo buscaba, y si era posible, prefería no verle la cara nunca. En todo el tiempo que se prolongó la búsqueda, el misterioso hombre no dijo nada, moviéndose en un silencio mortuorio que hacía revolver las tripas del viudo. Pese a ello, la incómoda respiración asmática del acechador penetraba la piel de Abel hasta llegarle a los huesos, cada jadeo resonando en la oscuridad como un presagio siniestro.

No había duda de que había algo extraño en este guía. Ya sea su silencio, su persistente búsqueda o su respiración pesada y angustiante, algo en esta situación anunciaba un peligro mucho más grande que recibir una miserable multa o ser llevado a la policía por destruir el maldito cartel de bienvenida de Golden Valley. Abel sentía que el verdadero horror aún no había sido revelado, y que estaba solo a unos pocos pasos de descubrir un secreto mucho más oscuro y aterrador de lo que podría imaginar.

*Slush, Slush, Slush, Slush*…

Los sonidos del intruso moviéndose por la habitación continuaron durante un buen rato. Finalmente, Abel notó que el guía parecía haberse dado cuenta de que ya era muy tarde para seguir buscando cosas extrañas en la mansión. No encontrando nada sospechoso, el guía, aparentemente satisfecho con su búsqueda, se dirigió nuevamente hacia las escaleras. O al menos, esa era la historia que Abel se inventaba para mantener la esperanza de que su plan estuviera funcionando. El baúl estaba cerrado y solo sus oídos eran de confianza en este momento.

Sintiéndose triunfante el miedo dejó de paralizar a Abel, pero al mismo tiempo se mantenía alerta, preparando cada músculo de su cuerpo para lo peor. Era una emoción extraña, pero Abel sentía que cualquier movimiento en falso podía ser el último.

*Cruk, Cruiik, Cruiiiiinck*...

Sus instintos no le fallaron. El ruido de los escalones resonó en el sótano, cada uno como un eco de esperanza. Abel escuchó con atención cada sonido, notando cómo el guía salía del sótano y cerraba la trampilla. En ese instante, una ola de alivio recorrió su cuerpo, pero aún no podía permitirse celebrar. Permaneció en el baúl, inmóvil, como una prenda de ropa más del montón que lo rodeaba, mientras el nauseabundo olor a carne podrida y humedad se volvía cada vez más insoportable. El tiempo se alargó, y cada minuto parecía una eternidad en la penumbra del sótano.

*…*…

Finalmente, cuando no escuchó ningún ruido proveniente del exterior durante unos cuantos minutos, Abel comenzó a sentir una creciente sensación de seguridad. Con extremo cuidado, abrió el baúl apenas lo suficiente para que su mano pudiera pasar y, usando su celular como linterna, comprobó que efectivamente no había nadie esperándolo con una sonrisa irónica y burlesca en el interior del sótano. Abel había escapado una vez más, pero había sido imprudente y la fortuna de los inocentes estaba por acabarse.

Sintiendo un alivio indescriptible, salió del baúl y respiró hondo, tratando de despejar su mente del horror vivido. La opresiva atmósfera del sótano parecía haberse aligerado un poco, y aunque el olor persistía, el aire ahora sabía a libertad y victoria. Abel se permitió un pequeño momento de satisfacción, consciente de que había logrado burlar a su perseguidor.

Mientras se levantaba y estiraba sus entumecidos músculos, Abel no podía evitar mirar alrededor con una mezcla de precaución y desafío. El sótano, con su aire de abandono y decadencia, seguía siendo un enigma mortal: ¿Por qué este misterioso guía conociendo la existencia del sótano no se la había dicho a la policía?

Una gran pregunta…

Por desgracia, la respuesta era tan horrible que era mejor mandarla al olvido. Abel trató de no pensar más en el asunto y se limitó a felicitarse a sí mismo por haber ganado esta pequeña batalla. Con cada victoria, por pequeña que fuera, lo acercaba un paso más a escapar y sobrevivir a la pesadilla en la que se había convertido su inocente viaje a Golden Valley.