El viaje en moto había sido largo y pesado. El viento frío de la madrugada le había golpeado el rostro y el rugido constante del motor había taladrado su cabeza, pero cada kilómetro que se alejaba de Golden Valley le daba la fuerza para seguir adelante. Parecía que una fuerza invisible lo empujaba, como si el mismo instinto de supervivencia lo acelerara a escapar de aquel lugar maldito. Con esa renovada determinación, el viudo se las arregló para manejar por casi 12 horas. El cansancio amenazaba con hacerle perder el control de la moto, pero no podía permitirse parar. Tenía que llegar lejos, lo más lejos posible. Cada tanto, se sorprendía apretando el manillar de la moto con una fuerza inusual, como si temiera que algo invisible intentara arrastrarlo de regreso. Finalmente, cuando el sol empezaba a pintar el horizonte con tonos anaranjados, llegó al motel a mitad de camino. Era un lugar conocido, uno que ya había visitado en otras oportunidades.
El estacionamiento del motel estaba tan lleno como siempre. Camiones de carga y vehículos viejos se alineaban en los espacios, mostrando signos de largos trayectos por carreteras polvorientas. Abel observó el movimiento constante de los camioneros que iban y venían, ocupados en sus quehaceres, llenando termos de mate o ajustando los cinturones de sus pantalones. La vida seguía para ellos de manera tan normal y rutinaria que Abel sintió una punzada de envidia. Para ellos, esto era solo una parada más en sus viajes; para él, era un refugio temporal de los horrores que había dejado atrás.
“Negocio redondo es este” Pensó Abel mientras apagaba la moto y observaba el bullicio. El motel siempre estaba lleno. Cada vez que venía, el lugar parecía tener vida propia, como si nunca descansara. “Estos tipos deben estar imprimiendo billetes” Se dijo, recordando las ocasiones anteriores en las que se había alojado allí. Principalmente, camioneros llenaban las habitaciones, transportando mercancías día tras día, cruzando provincias sin detenerse, como si la carretera fuese el único hogar que conocían.
Al bajarse de la moto, sus músculos protestaron por el cansancio acumulado, pero se obligó a estirarse y sacudir la rigidez. Sus ojos recorrieron el lugar, esperando ver al viejo vaquero que solía sentarse fuera del motel, siempre observando la ruta con esa calma envidiable. Sin embargo, el anciano no estaba allí. Abel se preguntó si el viejo seguiría vivo. El hombre había sido una figura constante en sus viajes, alguien que con el tiempo se había convertido en parte del paisaje. Era como uno de esos elementos que uno da por sentado, como los baches o los carteles en la carretera. Siempre allí, inmutable. Pero esta vez, no estaba.
Decidido a averiguar si había alguna habitación disponible, y sobre todo a indagar un poco más sobre el anciano, Abel se dirigió al interior del motel. No se trataba solo de encontrar una cama donde descansar. El viejo le había dado una advertencia la última vez que lo vio, una advertencia sobre Golden Valley. Y tras lo vivido en ese lugar, Abel no podía ignorar el hecho de que aquel anciano sabía más de lo que había dicho. ¿Era posible que conociera los detalles de la maldición que pesaba sobre el pueblo? A pesar de que no tenía planes de volver a Golden Valley, había algo en su interior, una inquietud, que lo empujaba a buscar respuestas. Quizás solo era su curiosidad, pero esa misma curiosidad lo había mantenido con vida en más de una ocasión. Y como solía decirse, preguntar no costaba nada.
Al atravesar la puerta del motel, un olor rancio similar al tabaco le golpeó las fosas nasales, mientras un tintineo débil sonaba desde algún lugar desconocido. Detrás del escritorio de recepción, un hombre de mediana edad, con el cabello negro y los ojos del mismo tono, estaba sumergido en la pantalla de un televisor pequeño que colgaba en la pared. Vestía una camisa arrugada y unos pantalones embarrados, andaba con las mangas arremangadas, mostrando unos brazos fuertes. El tipo no parecía estar prestando mucha atención a su trabajo, completamente absorto en un partido de fútbol que transmitían en la televisión.
Abel tosió ligeramente para anunciar su presencia, pero el hombre ni se inmutó.
—Mucho gusto —Dijo finalmente, forzando su voz a salir más fuerte para romper la burbuja en la que parecía estar el recepcionista.
El hombre apenas alzó la mirada del televisor y, sin mucho interés, masculló:
—En estos momentos no tenemos habitaciones. Puedes probar suerte en el motel del siguiente pueblo —Respondió de manera casi automática, sin molestarse en revisar si realmente había disponibilidad o no. Claramente, su mente estaba en otro lugar, quizás en el marcador del partido.
Abel frunció el ceño. No esperaba un trato tan distante, pero también sabía que era mejor no insistir demasiado. Aun así, tenía una misión clara en mente.
—Es una lástima —Contestó Abel, fingiendo que no le importaba demasiado— Por casualidad, ¿tu padre está por aquí? Quería hablar con él. Y, de paso, pedirle permiso para dormir en la casa del campo que está cruzando la ruta.
El hombre, que hasta ese momento no había mostrado ningún interés en la conversación, finalmente apartó la vista del televisor y lo miró con desconfianza. Frunció el ceño, como si tratara de descifrar quién era Abel y por qué estaba mencionando a su padre.
—¿Mi padre? ¿Por qué querrías hablar con él? Ese campo no es de mi viejo —Respondió, con un tono cortante— ¿Por qué le tendrías que pedir permiso a él?
Abel se rascó la barba, un poco confundido.
—Pensé que tu padre era el hombre que suele estar por aquí, vestido como un vaquero, sentado afuera mirando la carretera. Creí que era dueño del campo que está cruzando la ruta. Me dio algunos consejos la última vez que estuve por acá, y pensé en agradecerle.
El rostro del hombre se endureció. Apagó el televisor con un gesto rápido, y se inclinó hacia adelante sobre el mostrador. Ahora toda su atención estaba puesta en Abel, pero el cambio en su actitud no fue precisamente positivo. Había una seriedad incómoda en su rostro.
—No, ese no era mi viejo —Respondió con calma, pero su tono ahora llevaba una nota de inquietud— Ese era nuestro vecino, el dueño del campo que mencionaste. ¿Qué relación tienes con Juan Müller?
Abel se quedó quieto un momento, sorprendido por el cambio en la conversación. No esperaba tal desenlace, ni el tono con el que el hombre lo mencionaba. Algo no encajaba.
—Ninguna, realmente —Contestó al fin— Nos conocimos hace algún tiempo y me dio algunos consejos útiles. Solo quería agradecerle por eso y, ya que estoy, preguntarle si podía pasar la noche en la casa de campo.
El recepcionista lo miró fijamente, como si intentara medir la sinceridad en sus palabras. Luego, sacudió la cabeza, como si lo que iba a decir a continuación no tuviera sentido ni para él.
—Mirá, la verdad no sé cómo decirte esto, pero Juan Müller murió hace casi veinte años.
Abel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. No era el tipo de hombre que se impresionaba fácilmente, pero esa declaración lo tomó por sorpresa. ¿Veinte años? Eso no tenía sentido. Él lo había visto… Había hablado con ese hombre hacía poco, unos días atrás, quizás, pero no dos décadas. ¿Podría haber cometido un error? ¿Estaba hablando del mismo hombre? Decidió mantener la compostura, pero su mente ya estaba empezando a hacer conexiones extrañas, peligrosas. Las cosas sobrenaturales que había experimentado en Golden Valley le hacían cuestionar lo que creía haber visto.
—¿Estás seguro de que hablamos de la misma persona? —Preguntó Abel, luchando por mantener la compostura. No quería parecer un loco, pero los últimos acontecimientos le habían demostrado que no todo era lo que parecía en el mundo. La idea de haber hablado con un muerto no era completamente descabellada, considerando lo que había experimentado en Golden Valley.
El recepcionista asintió lentamente, manteniendo la mirada fija en Abel. Claramente, también estaba evaluando la cordura del viudo.
—Sí, Müller era un gran amigo de mi padre. Venía seguido por aquí. Por la descripción que diste, podría ser él. El actual dueño del campo es su hermana, pero se fue a la capital hace años. Es ingeniera o algo así, y por acá no había trabajo para ella. Pero… —hizo una pausa, como si buscara las palabras correctas— Müller murió hace dos décadas, en un accidente bastante feo. Se decía que estaba mal de la cabeza en los últimos años, pero aún así, lo querían mucho en el pueblo. Especialmente mi padre. No sé qué viste o con quién hablaste, pero el viejo Juan Müller no pudo haber sido.
Las palabras del recepcionista resonaron en la cabeza de Abel como un eco perturbador. Durante unos segundos, el aire en la recepción pareció volverse más denso. ¿Cómo era posible que hubiera hablado con un muerto? No podía ser, y sin embargo, tras todo lo que había vivido recientemente, ya no estaba seguro de qué creer. Intentó recordar con claridad ese encuentro con Müller. Había sido en el viaje anterior, cuando Abel huía de sus propios demonios. El viejo estaba sentado en la puerta del motel, con su traje de vaquero polvoriento y su aura pacífica. Le había dado algunos consejos, le había advertido sobre ciertos peligros, pero todo en aquel encuentro había parecido tan ordinario.
—¿Cómo murió Müller? —Preguntó Abel, con un tono más bajo, casi como si no quisiera conocer la respuesta. Sabía que preguntar más sólo lo empujaría a profundizar en el misterio, pero algo dentro de él lo obligaba a seguir.
El recepcionista se rascó el pelo con histeria, como si estuviera rebuscando en su memoria antes de contestar. Parecía estar ganando tiempo para fabricar una mentira convincente, una que lograra ocultar una verdad difícil de admitir.
—Un accidente —Repitió— Estaba trabajando en el campo, como siempre lo hacía. Era un tipo duro, ya sabés, de esos que nacen para la vida rural. Pero un día, según dijeron, algo lo perturbó. Se volvió errático, empezó a decir cosas raras, a hablar de fantasmas y maldiciones. Nadie le creyó, por supuesto, lo tacharon de loco. Pero una tarde lo encontraron en el campo, había caído en una zanja profunda. La autopsia no fue concluyente, pero algunos decían que murió por el golpe. Otros… —El hombre dudó un momento, como si no quisiera continuar— Otros decían que lo encontraron con una expresión en el rostro… como si hubiera visto algo que lo aterrorizó hasta la muerte.
Abel tragó saliva, sintiendo cómo un nudo se formaba en su garganta. Esa descripción no ayudaba a calmar su mente. Si el anciano había muerto de una forma tan trágica y extraña, ¿con quién había hablado Abel entonces? ¿Qué era lo que lo esperaba en ese campo?
—¿Y su hermana? ¿Hay alguna forma de que hable con su hermana? —Continuó Abel, buscando una salida racional— Dijiste que ella se fue del pueblo, ¿ha vuelto alguna vez? ¿Tiene algo que ver con la propiedad?
—No, no ha vuelto y no tengo su número. Es una mujer muy inteligente, siempre fue más del estilo académico que rural. Se fue a estudiar a la capital. Desde entonces no ha puesto un pie aquí. De hecho, la casa sigue ahí, tal como la dejó su hermano. Nadie entra, nadie se atreve. Algunos dicen que el lugar está maldito, que la presencia de Müller aún ronda por el campo. Pero, bueno, ya sabés cómo son estos pequeños pueblos. Todo es superstición.
Abel escuchaba, pero su mente estaba lejos. Algo en su interior le decía que las cosas no eran tan simples como el recepcionista las presentaba. El encuentro con Müller, las advertencias sobre Golden Valley, el silencio que siempre rodeaba ese campo cruzando la ruta, todo encajaba en una narrativa mucho más oscura de lo que el joven frente a él le estaba contando.
El silencio en la recepción era incómodo, solo roto por el sonido del viejo reloj de pared que marcaba el paso del tiempo con cada tic-tac. Abel no sabía si debía insistir en quedarse en el campo o si lo más sensato sería marcharse. Pero algo lo inquietaba profundamente: ¿Qué había visto Müller antes de morir? ¿Era posible que el anciano hubiera visto las mismas cosas que Abel había experimentado recientemente? ¿Podría su muerte estar conectada con esa maldición que parecía extenderse más allá de los límites de Golden Valley?
—Escucha, no sé si deberías ir a ese campo —Dijo el recepcionista de repente, como si leyera los pensamientos de Abel— Algunos dicen que desde que Müller murió, nadie ha podido quedarse allí más de una noche sin volverse loco. Ya sabes, cosas de pueblo, pero yo no me arriesgaría. Si quieres dormir, te recomendaría seguir adelante, buscar otro motel en el próximo pueblo.
Abel lo observó con detenimiento, sus ojos clavados en los del joven como si intentara desentrañar lo que se ocultaba detrás de su mirada evasiva. Algo en su interior le gritaba que el muchacho le estaba mintiendo, o al menos no le estaba contando toda la verdad. Había una parte crucial de la historia que él sentía que estaba siendo cuidadosamente omitida. Tal vez fuera miedo, o tal vez una lealtad malentendida hacia alguien. Abel decidió no presionarlo aún. Optó por seguir conversando, tanteando el terreno con paciencia, para ver si podía ganarse su confianza y arrancar de sus labios lo que en verdad buscaba.
—¿Y por qué la hermana no vendió el campo si ya no vive acá? —Preguntó Abel, adoptando un tono más relajado, pero sin perder el enfoque en su voz ni en su mirada.
El hombre detrás del mostrador dejó escapar una risa corta y seca, como si la pregunta le resultara ingenua.
—¿Tú venderías más de mil hectáreas? —Replicó, levantando una ceja, como si la respuesta fuera obvia— Quiero decir, que la casa de campo esté en ruinas no significa que todo el campo sea inútil. La tierra se sigue utilizando, claro, de hecho, si te fijas bien, puedes ver los cultivos de soja en buena parte del terreno.
Abel asintió lentamente, pero no se dejó convencer del todo. La respuesta tenía sentido en lo económico, pero no en lo emocional. No era solo una cuestión de rentabilidad, había algo más detrás de la historia de esa casa.
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—Entiendo, pero aún así, no sería lógico derrumbar la casa y ganar más tierra cultivable —Insistió Abel, cruzando los brazos mientras reflexionaba—El patio de la casa no es precisamente pequeño, es una arboleda muy grande y noté que estaba lleno de gallinas y otros animales rurales. Parece que hay más vida allí de lo que parece a simple vista.
El hombre se encogió de hombros, como si el tema no le resultara especialmente interesante, pero luego pareció reconsiderar.
—Sí, podrías demolerla y ganar algo de terreno extra, pero con mil hectáreas, ¿quién necesita más? ¿Sabes cuánto dinero haces con eso? —Respondió, ahora con un tono más reflexivo— Además, supongo que la casa le trae recuerdos a la hermana del loco Müller, o tal vez simplemente le da pereza hacer que la derriben. A veces, esas cosas tienen más que ver con lo que sentimos que con lo que es lógico.
Abel notó un cambio en el tono del hombre, como si la pregunta hubiera tocado una fibra sensible, algo que no esperaba. Esa respuesta había resonado de manera diferente en él.
—Y las gallinas y otros animales, ¿de quién son? —Preguntó Abel, intentando seguir el hilo de la conversación, pero notando que el hombre había bajado un poco la guardia.
—Son de la familia del peón que trabaja las tierras —Respondió el hombre con un leve asentimiento— Buena gente, han estado con la familia Müller desde hace años. Ellos cuidan del campo y lo trabajan, pero ni ellos se atreven a vivir en esa casa.
Abel sintió que se acercaba a lo que realmente quería saber. No era solo la historia de las hectáreas o de la riqueza de los Müller, sino lo que había sucedido en esa casa.
—¿No vive el peón en la casa de campo? —Preguntó, sabiendo de antemano la respuesta, pero queriendo llevar al hombre a que la dijera por sí mismo.
El hombre lo miró con una expresión que era mitad sorpresa y mitad incredulidad.
—No, claro que no —Respondió rápidamente, como si la idea fuera absurda— Con la historia de esa casa, hay que tener los huevos bien puestos para querer vivir ahí. Además, estando a unos pocos metros del pueblo, no hay motivo para someter a tu familia a esa tortura.
Abel sintió un escalofrío en la columna vertebral. Había algo en la forma en que el hombre hablaba de la casa que le daba la impresión de que había una historia oscura relacionada, una historia que todos en este pueblo conocían, pero pocos se atrevían a mencionar.
—Así que ocurrió algo en esa casa… —Murmuró Abel, más para sí mismo que para el otro, pero el hombre lo escuchó claramente—¿Qué pasó? ¿Por qué nadie quiere vivir ahí? —Hizo una pausa, como si dudara en continuar— Está relacionado con que a Juan lo llamen “el loco Müller”, ¿verdad? Cuando lo conocí, cuando era joven, mi padre lo llamaba por su nombre. Al menos él, quien era un gran amigo de Juan, siempre lo llamaba así. Nunca lo trato de loco o menciono tal apodo.
Era una mentira, claro, una pieza que Abel había añadido a la conversación para obtener más información. Era mejor posicionarse como un amigo de los Müller, dado que el padre de este muchacho también lo era. Si el hombre caía en la trampa, quizás soltaría la verdad.
El recepcionista lo miró fijamente por un instante, sus ojos oscuros escrutando a Abel como si buscara algo en su expresión que confirmara o desmintiera lo que acababa de decir. Finalmente, dejó escapar un suspiro pesado.
—¿Tu padre no te contó lo que pasó en esa casa? —Cuestionó con un tono más alto de lo necesario, visiblemente alterado por lo que acababa de escuchar.
Abel se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.
—No, a mi padre no le gustaba hablar mucho de Juan —Respondió con rapidez, como si ya tuviera la respuesta preparada— Pero dado que pasé por esta zona, pensé que tal vez el viejo Müller me recordaría y me permitiría volver a dormir en su casa por un día. Ya que no hay espacio en el motel, claro.
La conversación había tomado un giro inesperado, y Abel se dio cuenta de que había un problema evidente: había iniciado toda la charla asegurando no conocer quién era el vaquero y confundiéndoselo con el padre del recepcionista, una inconsistencia que podría levantar sospechas si no era abordada con rapidez. Pero ya tenía la respuesta preparada, una coartada sencilla y creíble: “Era un niño, no recordaba bien”. Esa excusa bastaría para resolver el hueco en su historia. Sin embargo, el recepcionista parecía demasiado nervioso en este punto de la conversación, demasiado atrapado en sus propios pensamientos como para notar esa discrepancia. A veces, las emociones nublan el juicio, y parecía que este hombre no estaba pensando con la misma claridad que alguien observando la situación desde fuera.
El silencio se instaló en el aire, pesado y cargado de tensión. El recepcionista se quedó callado por un momento, como si estuviera asimilando todo lo que Abel había dicho, sus ojos oscilando entre la cautela y la tristeza. Algo en la historia de Abel, tal vez en su tono o en sus palabras, había resonado lo suficiente como para que el hombre decidiera continuar. Abel notó ese pequeño cambio, la grieta en la barrera defensiva que había erigido el joven.
—No me sorprende en absoluto que tu padre no haya querido hablarte de Juan… —Dijo finalmente el recepcionista, su voz ahora teñida de una pena profunda que no había estado presente antes— Lo que ocurrió con los Müller fue una verdadera tragedia, especialmente para aquellos que conocíamos a la familia.
Abel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. La incomodidad que había sentido desde el inicio de la conversación se intensificó, mezclándose con una curiosidad que lo empujaba a saber más. Estaba a punto de descubrir algo importante, algo que intuía que tal vez no querría saber, pero que ya no podía dejar pasar.
—¿Qué fue lo que pasó? —Preguntó, sin disimular su interés. Su voz sonaba más directa, más firme, como si supiera que estaba a punto de abrir una puerta que no podría cerrar fácilmente. Solo necesitaba un empujón más, y el recepcionista le daría la información que tanto buscaba.
El hombre suspiró, como si se preparara para soltar un peso que había llevado por demasiado tiempo. Se acomodó en su silla, como si la historia que estaba a punto de contar requiriera preparación mental. Sus ojos se nublaron un poco, como si los recuerdos que iba a evocar fueran demasiado pesados para sostener la mirada de Abel.
—Era una mañana soleada y hermosa, como la de hoy —Empezó el hombre, su voz baja, pero clara, cargada de un cansancio que parecía venir de recuerdos lejanos— El pueblo estaba tranquilo, como siempre, con cada quien siguiendo su rutina habitual. El viejo Müller había regresado de un viaje que le había tomado un par de semanas. Creo que había estado en la mina abandonada de Golden Valley. Era uno de esos viajes que él solía hacer de vez en cuando; siempre andaba buscando oro perdido entre las ruinas de esa mina desde que era un niño.
—Aunque te parezca sorprendente, el viejo Müller logró encontrar algunas pepitas de oro durante sus aventuras en esa mina. Siempre las traía a casa y se las mostraba a mi padre cuando encontraba alguna. No es que tuvieran mucho valor, considerando que el viejo era uno de los hombres más ricos del pueblo, pero para él, esas pepitas tenían un significado especial.
El hombre sonrió levemente, una mueca triste, y siguió hablando con un tono más reflexivo.
—Esos viajes se habían convertido en una especie de tradición para él, una rutina casi sagrada. Sin embargo, algo en su comportamiento ese día era diferente. La primera cosa rara fue que, en lugar de ir directo a su casa, vino a la nuestra. No era común que viniera directamente a nuestra casa en lugar de regresar a la suya.
El hombre se detuvo por un momento, su mirada perdida en el pasado, como si estuviera tratando de recordar cada detalle con precisión. La forma en que relataba los hechos, con pausas pensativas y una voz que casi parecía evocar el pasado, daba la impresión de que el hombre estaba volviendo a vivir esos momentos, como si el peso de la historia que compartía estuviera aún presente en su vida cotidiana. Abel se inclinó ligeramente hacia adelante, atento a cada palabra.
—Se reunió con mi padre —Continuó el hombre— Se quedaron jugando a las cartas todo el día, como lo hacían siempre. Escuchaban un partido de fútbol en la radio, y todo parecía normal. Aún recuerdo lo calmado que estaba Müller, como si nada en el mundo lo perturbará. Esa era parte de su aura, una paz que era contagiosa. Hasta bromeaba, ¿sabes? Reía con mi padre como si nada. No te habrías imaginado lo que estaba a punto de ocurrir.
El hombre hizo una pausa, respirando hondo antes de seguir. A lo lejos, Abel podía escuchar el zumbido lejano de un coche que cruzaba la ruta, pero en este momento todo parecía más callado, como si el mundo esperara con él la próxima parte de la historia.
—Cuando cayó la tarde, Müller se despidió de mi padre, como cualquier otro día —Dijo el hombre, con un tono más bajo ahora— Cruzó la ruta, como tantas veces lo había hecho antes, y se fue directo a su casa. No habían pasado ni diez minutos cuando se escucharon los disparos provenientes de la casa de nuestro vecino.
Abel se estremeció, pero mantuvo la calma. Sabía que no podía mostrar el nerviosismo que sentía, tenía que dejar que el hombre siguiera hablando.
—Recuerdo que le mencioné los ruidos de escopetazos a mi padre —Dijo el hombre, mientras una sombra cruzaba su rostro, como si el recuerdo lo atormentara— Y él solo sonrió y me dijo que Müller probablemente estaba ahuyentando alguna plaga que se le había colado al campo. Pero, por desgracia, eso no fue lo que ocurrió. No, lo que realmente pasó fue mucho, mucho peor. Y no supimos la verdad hasta un mes después…
—¿Se tardaron un mes en descubrir que había matado a su familia? —Preguntó Abel, interrumpiendo la narración. Su mente intentaba entender cómo algo tan horrible había permanecido oculto por tanto tiempo.
El hombre lo miró, con una mezcla de pena y rabia en sus ojos. Sacudió la cabeza lentamente.
—Ojalá hubiera sido así. Lo que te voy a contar no es fácil de digerir —Advirtió el hombre, con una expresión que denotaba que no estaba seguro de si debía continuar— Pero si de verdad quieres saber lo que pasó, te lo diré. Sólo prepárate, porque después de escuchar esto, no vas a ver ese campo, ni esa casa, con los mismos ojos.
Abel asintió en silencio, sintiendo que el peso de la historia que estaba por descubrir sería mucho más oscuro de lo que había imaginado.
—Según la policía, el loco Müller no mató a su familia de inmediato. Los mantuvo vivos, los amenazó con el arma y los encerró en aquella casa de campo. Ahí, los torturó durante un mes entero. Nadie sabía nada, nadie sospechaba. Era como si el pueblo hubiera estado bajo un hechizo, como si todos simplemente quisieran ignorar lo que estaba sucediendo a unos pocos metros.
El estómago de Abel se revolvió al escuchar esas palabras. La palabra “tortura” resonaba en su mente como un eco siniestro, una idea que no quería procesar del todo. ¿Cómo podía aquel hombre al que conoció y que lo hospedó en su casa, hacer algo así?
—Un mes… —Murmuró Abel, casi sin poder creerlo— ¿Un mes completo?
El hombre asintió, su mirada perdida en algún punto más allá de Abel.
—Sí, un mes —confirmó— Lo más terrible fue que nadie sospechaba nada. Los gritos… los disparos… todo lo que sucedía en esa casa, quedaba ahogado por la distancia.
—¿Y cómo lo descubrieron? —Preguntó Abel, tragando saliva con dificultad.
El hombre bajó la mirada, como si las siguientes palabras fueran un peso que llevaba mucho tiempo soportando.
—Uno de los hijos de Müller logró escapar —Dijo en voz baja—No sé cómo lo hizo, ni quiero imaginarlo. Pero fue lo suficientemente fuerte como para salir de esa casa maldita y llegar hasta el pueblo. Llegó desnudo, portando solo un rosario, sangrando y apenas capaz de hablar. Las marcas en su cuerpo eran… indescriptibles. Lo encontró mi padre acostado en la puerta del motel. Lo llevaron al hospital de inmediato, por suerte lograron salvarlo —El hombre se detuvo, respirando profundamente
—¿Cómo es posible? —Murmuró Abel, incrédulo— Si uno de sus hijos sobrevivió a las torturas, ¿por qué el campo terminó en las manos de la hermana de Juan Müller?
—Si hubieras visto el estado en el que estaba ese pobre chico… —Dijo el hombre, sacudiendo la cabeza lentamente, como si las palabras fueran insuficientes para describirlo— El loco Müller lo había destrozado de tal manera que apenas sobrevivió un par de días en el hospital. Lo estabilizaron, podía seguir viviendo si hubiera tenido esa voluntad. Pero, según los rumores, al recuperar la conciencia, decidió terminar con su vida. No lo culpo, ¿sabes? El chico escapó solamente para denunciar las atrocidades que su propio padre le había hecho. Ya estaba listo para morir, su fuga no fue para salvarse, sino para exponer la verdad.
Hizo una pausa, como si las imágenes aún lo atormentaran, volviendo a la superficie de su memoria.
—Cuando mi padre lo encontró, ya no era un ser humano. Era una sombra de lo que había sido, un muñeco roto, vacío por dentro. Tuve la desgracia de verlo cuando lo subieron a la ambulancia —Continuó, su voz quebrada por el recuerdo— Y te aseguro que todavía no me explico cómo logró llegar a la puerta del motel en ese estado. Estaba tan destrozado, tan mutilado, que parecía imposible que hubiera podido moverse. Pero lo hizo. Llegó solo para que el mundo supiera lo que su padre le había hecho.
—Supongo que al viejo lo condenaron a muerte, ¿no? —Preguntó Abel, su voz apenas un murmullo. Una parte de él no quería saber la respuesta, pero necesitaba escucharla.
—No merecía otro castigo —Respondió con enojo en la voz— La policía descubrió que Müller no solo los torturó, sino que también se estaba comiendo las partes mutiladas de su propia familia mientras ellos aún seguían vivos. Fue una tragedia tan aberrante que, incluso habiendo pasado más de veinte años, esa casa sigue siendo recordada como un lugar maldito.
Abel sintió que la sangre le helaba las venas al escuchar esas últimas palabras. “Maldito” Ahora entendía por qué nadie quería vivir en esa casa, por qué había quedado abandonada, por qué hasta el peón se mantenía lo más alejado posible de ese lugar. El horror de lo que Müller había hecho parecía haberse impregnado en las paredes, en la tierra misma de ese campo.
—Dios mío… —Murmuró, llevándose una mano a la boca— No puedo creer que…
—Fue una tragedia —Interrumpió el hombre, con los ojos llenos de un enojo que parecía dirigido tanto a la memoria de Müller como a sí mismo por haber revivido esos recuerdos.
Abel tragó saliva, sintiendo que el peso de la historia lo aplastaba. Miró hacia la puerta, pensando en la casa de campo que había visto a lo lejos, y de pronto, la idea de pasar la noche allí se volvió imposible.
—Ahora que me has contado todo esto… —empezó Abel, su voz temblando ligeramente— La verdad, se me han quitado todas las ganas de quedarme a dormir en esa casa. ¿De verdad no queda ningún lugar en el pueblo donde pueda pasar la noche? Solo serían unas horas. No me importa si es incómodo, mientras tenga donde cerrar los ojos para recuperar energía me basta.
—No —Respondió con pesar—Lamentablemente no hay lugares disponibles. Este pueblo no tiene muchos alojamientos, y los pocos que hay están llenos. Pero si te preocupa tanto quedarte dormido mientras manejas, podrías echarte bajo un árbol y dormir una siesta. El día está hermoso como para no hacerlo, ¿no?
—No suena tan mal —Admitió, aunque seguía inquieto— ¿Conoces alguna zona donde pueda dormir más o menos tranquilo? No me gustaría dormir cerca de la ruta.
El hombre asintió de nuevo, esta vez más seguro.
—Claro, el parque municipal está a unos minutos. Solo debes adentrarte un poco por el pueblo, es fácil de encontrar. Allí estarás tranquilo, y además es un lugar muy bonito. No creo que tengas problemas.
Abel suspiró, aliviado de tener una alternativa. Aunque no era ideal, prefería mil veces la idea de dormir entre árboles que en un lugar cargado con una historia tan macabra. Se levantó y le extendió la mano al hombre en señal de agradecimiento.
—Gracias por la ayuda y la información —Dijo mientras se dirigía hacia la puerta. Antes de salir, lanzó una última mirada hacia el recepcionista— Y gracias también por contarme todo esto. No sé si me hubiera atrevido a quedarme de haberlo sabido antes.
El hombre lo miró con seriedad y una leve sombra de cansancio en sus ojos.
—A veces es mejor no saber, amigo. Este pueblo ha visto muchas cosas, y no todas son bonitas. Cuídate, y si alguna vez vuelves por aquí, espero que haya algún lugar para que puedas pasar la noche.
Abel asintió, una mezcla de incomodidad y agradecimiento cruzando su mente. Con eso, salió del motel y se dirigió hacia su moto. Desde allí, pudo ver la casa de campo en la distancia, y una ola de consternación lo golpeó al recordar las palabras del hombre: “lugar maldito”.
Mientras ajustaba su casco y se subía a la moto, no pudo evitar murmurar para sí mismo:
—Mejor no indagar más en nada relacionado con Golden Valley. Parece que todo lo que toca ese pueblo termina en tragedia…
Encendió la moto y se dirigió hacia el parque municipal, dejando atrás el motel, la casa y todo lo que había descubierto. El ruido del motor de la moto fue el único sonido que lo acompañó mientras el sol iluminaba el día con su calor acogedor.