El guía en cuestión era una figura monstruosa y repulsiva, un grotesco intento de un ser humano que se había abandonado a sí mismo al más absoluto descuido. El hombre era alto y descomunalmente gordo, al punto que su cuerpo parecía una esfera inflada de grasa que se movía con una torpeza nauseabunda. Sus extremidades, hinchadas y deformes por su propio peso, rebotaban grotescamente con cada paso que daba, emitiendo un sonido sordo y repulsivo al chocar contra su propio cuerpo.
Sus prendas simulaban el uniforme de un criado de baja jerarquía que antiguamente había trabajado en esta mansión: un pantalón sin brillo y una camisa de algodón blanca. Sin embargo, a medida que el hombre se acercaba, Abel pudo notar detalles que comenzaron a inquietarlo. El pantalón del guía estaba manchado de tierra y tenía rasgaduras por la que se podía apreciar una piel pálida y marchita como la de un cadáver en descomposición, mientras que la camisa blanca había adquirido un tono grisáceo debido a la acumulación de mugre y manchas rojizas, similares a las que Abel había visto sobre la cama del dormitorio. Un olor nauseabundo de podredumbre y descomposición emanaba de su ropa, invadiendo el aire a su alrededor y haciendo que Abel luchara por no vomitar.
El pelo del guía era negro, desaliñado y largo, cayendo en mechones enmarañados y grasientos sobre su rostro. Pero el verdadero horror estaba en su cara, una abominación de la naturaleza que hacía que a Abel se le erizaran todos los pelos del cuerpo. En ese instante, Abel comprendió que no se enfrentaba a un simple guía del pueblo, sino a un lunático completo, un asesino que había perdido su cabeza trabajando en esta mansión.
El rostro del guía no se asemejaba en nada a un rostro humano normal y corriente. A primera vista, Abel comprendió que debía estar usando una máscara, pero lo bizarro de esta máscara era lo que más le aterraba: no tenía ojos, boca ni nariz, careciendo de cualquier rasgo facial. En lugar de estos elementos, había una masa de carne putrefacta que se expandía y contraía constantemente, pulsando de una manera antinatural que sugería una vida propia. La piel sobre la máscara estaba tan arrugada y llena de tumores que parecía que todo su rostro había sido devorado por una enfermedad horripilante.
La máscara era tan estúpidamente repulsiva que su solo uso debería anular la visión de este lunático, pero Abel se dio cuenta de que esto no podía ser el caso, ya que el guía caminaba con normalidad y miraba hacia el armario con una sospecha evidente. Aunque no tenía ojos visibles, su postura corporal indicaba claramente que sabía dónde estaba Abel e iba en su búsqueda.
El guía, con su horrenda máscara y su presencia sacada de una película de terror ochentera, se movía lentamente, cada paso resonaba en el silencioso dormitorio. Abel, paralizado por el terror, no podía apartar la mirada de quien prometía ser su futuro asesino.
Cuanto más pensaba en la posibilidad de que el guía no estaba jugándole una broma pesada, más miedo sentía Abel. Al fin y al cabo, los fantasmas y vampiros no existían y no podían dañarlo, pero este hombre era real y estaba parado a unos pocos pasos de él. Ninguna persona cuerda llevaría una máscara tan perturbadora y realista para hacer su trabajo del día a día en esta mansión. A no ser que esto no sea un trabajo, sino un morboso juego en donde, por desgracia, Abel también se veía obligado a participar.
No había que estar demasiado cerca de este misterioso hombre para distinguir que la carne y la piel en la máscara del guía eran auténticas, no una simple imitación barata como las usadas en las películas de terror de los años ochenta. No, este demente había conseguido un manojo de carne y piel de dios sabe donde y con esos asquerosos materiales se había armado una máscara aterradora.
Abel creía que los nervios le estaban jugando una mala pasada, pero realmente podría jurar que la máscara parecía viva, pulsando y moviéndose como si tuviera voluntad propia. La carne se retorcía en un espectáculo macabro, como si intentara escapar de la estructura ósea subyacente. Podía ver cómo los pliegues de la piel se retorcía de dolor, creando una visión grotesca y perturbadora. Esta visión lo aterrorizaba más que cualquier cosa que hubiera visto antes.
*Cruiik*…*Cruiik*…
El lunático se acercaba lentamente al armario, con cada paso resonando en la mente de Abel como el martillo de un juez que le afirmaba su sentencia de muerte. La desesperación y el miedo lo envolvían, pero sabía que no podía moverse ni emitir ningún sonido. Cada segundo que pasaba parecía una tortura, y Abel no podía dejar de mirar a través de las pequeñas rajaduras en las puertas del armario, observando cómo su muerte se aproximaba cada vez más.
*Cruiik*…*Cruiik*…
Enjoying the story? Show your support by reading it on the official site.
El miedo de Abel no invocó ningún milagro divino y el mugroso gordo siguió caminando hacia el armario con una lentitud deliberada, como si no tuviera la menor duda de que había algo sospechoso oculto en él. Cada paso suyo provocaba un fuerte crujido en los tablones de madera, un sonido amplificado por su considerable peso. Con cada crujido, el corazón de Abel latía más rápido y más fuerte, al punto que el viudo sentía que su pecho no podría contener el miedo que sentía por mucho tiempo.
*Cruiik*…*Cruiik*…*Cruiik*…
El guía avanzaba con la lentitud de una tortuga, cada paso parecía costarle un esfuerzo considerable, o quizás disfrutaba de la angustia mental que le causaba a su futura víctima oculta en el armario. Por su parte, nuestro protagonista estaba aterrorizado. Sin darse cuenta, se había meado encima, manchado sus propios pantalones y su respiración estaba tan agitada que lo delataría incluso estando escondido en el sótano de la mansión. Sus músculos se negaban a moverse, ya no lo obedecían; el pánico lo había paralizado completamente, dejándolo a merced de la muerte que sentía inminente.
El guía ya estaba a unos pocos pasos del armario y solo debía extender sus nauseabundas manos para atraparlo.
*Cruiik*…*Cruiik*…
El guía se detuvo justo frente al armario. Abel contuvo la respiración. No lo logró. Su respiración entrecortada era una súplica de clemencia. Mientras que las gotas de orina que goteaban del armario atraían al demente como la carroña putrefacta atrae a un ave de rapiña. El lunático levantó una mano y la colocó sobre la puerta del armario, dejando que sus uñas encarnadas recorrieran la superficie de madera, acariciándola como un hombre casado mimaría a su amante tras una noche indebida. Cada movimiento era lento y meticuloso, como si disfrutara del suspense y del terror que estaba causando destrozos en la mente del viudo.
Los dedos del guía se deslizaron suavemente hacia la manija de la puerta del armario. El miedo paralizante que Abel sentía se intensificó al máximo, y en su mente solo había un grito repitiéndose como un mantra: “¡Corre, hijo de puta, reacciona y corre!”
El oscuro momento llegó, pero el nauseabundo gordo se detuvo en seco, en un silencio sepulcral, probablemente ocultando una sonrisa irónica y cruel bajo el grotesco bulto de carne que cubría su rostro. Desde tan cerca, Abel pudo percibir el hedor putrefacto que emanaba de la carne en descomposición adherida a la máscara del guía. Pudo observar con lujo de detalle las distorsiones sobrenaturales en ese bulto de carne, contorsionándose como si realmente formara parte del rostro de este ser terrorífico.
Su mente corroída por el miedo extremo albergaba un pensamiento: una súplica desesperada a Dios y sus seres queridos para que no le arrebataran la vida este horrible día. Rogaba con todas sus fuerzas que el guía no abriera el armario y se retirara por donde había venido, rogaba poder escapar de esta mansión para nunca regresar a este pueblo maldito. Pero ya era demasiado tarde. Solo era un pedido desesperado de un hombre condenado, suplicando por una segunda oportunidad para escapar por esa ventana abierta que había visto hace unos minutos. Oh, si tan solo hubiera escapado cuando tuvo la oportunidad…
El destino no es conocido por dar segundas oportunidades, y hoy no haría una excepción. Los dedos gruesos como salchichas del asesino reanudaron sus movimientos deliberadamente lentos, comenzando a abrir el armario mientras sentía un placer incansable. La mente de Abel quedó en blanco ante la inminencia de su descubrimiento.
Comprendiendo que este era el momento más crucial de su vida, Abel no le dio ninguna oportunidad al guía de reaccionar. Apenas se encontraron cara a cara, el viudo lanzó una brutal patada que casi le desgarró la pierna y que impactó de lleno en el hígado del gordo, provocando que lunático emitiera un espantoso y sobrenatural gruñido mientras caía de espaldas al suelo.
Aprovechando la oportunidad, Abel salió corriendo del armario como un demente. Se dirigió a la puerta del dormitorio y la cerró tras su paso de un manotazo tan violento que por poco le quiebra un par de dedos. Estando en el pasillo, corrió como un desgraciado hacia la ventana abierta para intentar escapar por ella, pero antes de recorrer los pocos metros que le quedaban, se dio cuenta de un problema inmenso ¡La ventana estaba completamente tapiada con tablones de madera!
—¡Noooo!— Gritó Abel como un cordero siendo sacrificado, luchando por comprender qué carajos había pasado y como no había escuchado el ruido de alguien tapiando una ventana a unos pocos metros él.
La lógica no importaba, la cordura hace tiempo se le había acabado. Corriendo hacia los tablones de madera, trató de arrancarlos con sus propias manos. La tarea resultó imposible y la piel de sus dedos se desgarró en el inútil intento; los tablones estaban clavados a la fachada de la mansión y no se desprenderían tan fácilmente.
*Cruiik*…*Cruiik*…
Fue en ese momento cuando el infernal ruido volvió a escucharse. El viudo giró bruscamente y miró hacia la puerta del dormitorio, donde el guía, gordo como una foca y sucio como un vagabundo, lo observaba en un silencio sepulcral. Abel estaba muerto.