Abel contempló entre sus manos el cartel desgarrado y maltrecho que una vez había dado la bienvenida a los turistas que visitaban el pueblo. Las palabras de bienvenida apenas eran reconocibles. La madera astillada le cortaba las manos, una sensación dolorosa que le recordaba la irrevocable decisión que había tomado. Había destrozado una pieza histórica, un símbolo de la identidad del pueblo minero. Las posibles repercusiones legales y económicas se agolpaban en su mente, amenazando con aplastarlo bajo su peso. No era solo la justicia la que pesaba, sino también el peso de su propia estupidez.
Levantó la mirada y vislumbró al guía que se acercaba. La silueta del hombre se recortaba contra el telón de niebla que cubría las calles distantes, su forma era difusa, como si estuviera envuelto en un manto de humo, haciendo que sus contornos fueran difíciles de distinguir con claridad. El rostro del hombre era una incógnita. No había rasgos definidos, no había detalles que permitieran identificarlo con certeza. Podía ser tanto un guía, como un turista alertado por los ruidos. Solo una cosa era segura, la sombra borrosa se acercaba con apuro, como un espectro buscando venganza.
El viudo observaba paralizado la figura que se aproximaba, sintiendo el acecho de su mirada invisible clavada en él. No podía ver los ojos del hombre, pero podía sentir su presencia como una presión en el pecho. Un pensamiento fugaz golpeó su mente como un martillo: ¡Si él podía ver al guía entre la niebla, entonces el guía también podía verlo a él!
El valor histórico del cartel destrozado se le presentó ahora como la última risotada del cruel asesino. Lo que había hecho en un momento de ira desenfrenada ahora se transformaba en un acto de vandalismo. ¿Cómo podría explicar su acción impulsiva, su arrebato de furia, ante las autoridades? La excusa del mensaje del asesino parecía cada vez más infantil.
Abel se culpaba a sí mismo por haber perdido el control. En su mente, la imagen de su hija se entrelazaba con la rabia que lo había cegado. Ahora, esa misma rabia se transformaba en un miedo helado que le apretaba el pecho, dificultándole reaccionar. Pero no había tiempo para lamentaciones, no había espacio para la debilidad. Tenía que huir, tenía que escapar de las consecuencias de sus propios actos.
Abel arrojó los restos del cartel al suelo con un gesto de desprecio, como si pudiera liberarse de su culpa junto con aquel pedazo de madera destrozada. Dejó de pensar en una excusa para librarse del problema y se lanzó a correr hacia su motocicleta con la determinación de un hombre acorralado. Cada paso era una carrera desesperada contra el tiempo, contra la sombra que se acercaba inexorablemente. En su mente, el viaje a Golden Valley había terminado, ahora debía escapar.
El camino de regreso al estacionamiento se perdía entre la niebla espesa, una maraña de sombras y siluetas que se retorcían y se desvanecían con cada movimiento. Abel luchaba por mantener la calma, por no dejarse consumir por el pánico que amenazaba con paralizarlo nuevamente. Pero era difícil. La niebla se espesaba a su alrededor, envolviéndolo en un abrazo frío y húmedo. Era como si el propio ambiente conspirara contra él, obstaculizando cada paso que intentaba dar hacia el estacionamiento. La visibilidad se reducía a apenas unos pocos metros, y la sensación de claustrofobia se intensificaba con cada respiración entrecortada.
Pero a pesar de la confusión, Abel seguía corriendo. No podía permitirse detenerse, no podía permitirse dudar de su plan de escape. El estacionamiento estaba al final de este camino. Solo tenía que seguir adelante a pesar de los arbustos y rocas que se interponían en su huida.
El sonido de sus propios pasos resonaba en sus oídos como un eco siniestro, una advertencia silenciosa de que el peligro estaba cerca. Pero Abel no se detuvo. No podía darse el lujo de detenerse a comprobar si los ruidos de los pasos que escuchaba eran los suyos o del hombre siguiéndolo, no cuando estaba tan cerca de la libertad. Con cada paso que daba, se sentía más cerca de su motocicleta, más cerca de escapar de la exagerada multa que le impondría la policía, de sus incómodas preguntas y de sus miradas acusadoras.
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*Plaf, plaf, plaf*… Resonaban los pasos de Abel mientras corría como si su vida dependiera de ello. La silueta del hombre era una amenaza imaginaria que lo obligaba a seguir adelante sin mirar atrás. Cada latido de su corazón era un recordatorio de la tontería que había hecho, cada inhalación era un esfuerzo desesperado por olvidarse de su error.
Cuando finalmente la distancia pareció suficiente como para permitirse un respiro, Abel se detuvo abruptamente y se volvió para enfrentar a su perseguidor. La respiración agitada y el pulso acelerado acompañaban su mirada escrutadora, en busca de cualquier indicio de peligro que se pudiera ocultar tras la densa niebla. Pero para su alivio, no había nada más que el manto lechoso que lo rodeaba.
¡Había escapado!
Un suspiro de alivio escapó de los labios de Abel, seguido de un atisbo de gratitud hacia lo que él interpretó como una intervención divina. Su querida hija había decidido intervenir desde el cielo en su favor, liberándolo de las garras de su propia estupidez. O tal vez era simplemente la suerte la que había jugado a su favor durante la huida. Sea como fuere, Abel se sintió momentáneamente reconfortado por la ausencia de cualquier figura borrosa escondida entre la niebla.
Sin embargo, el miedo aún se aferraba a su corazón como una sombra persistente. A pesar de la aparente seguridad que ahora lo rodeaba, no podía evitar sentirse vigilado, perseguido por los fantasmas de sus propias acciones. Con la respiración recuperada, Abel se obligó a continuar avanzando, con la mirada fija en el sendero que había recorrido minutos antes en su frenética huida.
La neblina espesa aún envolvía el paisaje, ocultando cualquier indicio de la dirección correcta hacia el estacionamiento. Abel se esforzaba por mantener la calma, por no dejar que el pánico se apoderara de él una vez más. Cada paso era un desafío, cada momento de silencio era una oportunidad para que la vergüenza por sus acciones se filtrara nuevamente en su mente atormentada.
A medida que caminaba, Abel se detenía de vez en cuando, aguzando el oído en busca de cualquier señal de peligro. Pero solo el silencio le respondía, un silencio profundo y ominoso que parecía llenar el vacío que lo rodeaba. El sendero se extendía ante él, una línea borrosa que se perdía en el manto de la neblina, tras semejante corrida solo podían faltar unos pocos metros para llegar al estacionamiento.
Pero a medida que avanzaba, una sensación de inquietud comenzaba a apoderarse de él. ¿Y si había pasado de largo el estacionamiento en su desesperada huida? ¿Y si estaba caminando en la dirección equivocada, alejándose cada vez más de la seguridad urbana? El temor se apoderaba de él una vez más, nublando su juicio y haciéndolo dudar de cada paso que daba.
Con el corazón latiendo con fuerza en el pecho, Abel continuó avanzando por el sendero, guiado por la intuición y la esperanza de que en algún momento se reencontraría con su querida motocicleta. Cada paso era una apuesta, cada decisión era un acto de fe en su propia capacidad para no perderse. Y mientras el silencio persistía a su alrededor, Abel seguía adelante.
Los arbustos en los alrededores eran monótonos, los árboles semejantes y el pasto indistinguible. Abel no se detenía mientras sus ojos escudriñaban las piedras cercanas en busca de cualquier señal que indicara que estaba en el camino correcto. Pero el paisaje era una maraña confusa para un hombre de ciudad como él.
El miedo seguía acechando entre la niebla, esperando el momento oportuno para lanzarse sobre su presa indefensa. Abel se esforzaba por mantener la calma, por no dejar que el pánico lo paralizara una vez más. Pero a medida que avanzaba, una sensación de déjà vu lo invadía. ¿No había estado aquí antes? ¿No había pasado por esta gran roca en su frenética huida? La duda se instalaba en su mente como una semilla de desconfianza, haciendo que cada paso fuera aún más incierto que el anterior.
Abel se detuvo, mirando a su alrededor en busca de alguna señal familiar que confirmara sus sospechas. Pero todo lo que veía eran las mismas rocas, sin ninguna pista que lo ayudara a orientarse en medio de la naturaleza.