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35 - Tierras y Intrigas

Abel avanzaba con impaciencia por el sendero, su paso apurado revelaba su nerviosismo. Aunque la temperatura y el clima seguían siendo los mismos, algo había cambiado drásticamente en el ambiente desde que cruzó la valla. No era un sentimiento de extrañeza lo que lo invadía, ni tampoco el miedo típico que acompaña a lo desconocido. Más bien, era una sensación de alegría, de descubrimiento.

Después de unos minutos de caminar por este sendero, Abel se dio cuenta de que no estaba en un simple camino rural, sino que había ingresado en la propiedad de otra persona. Se había escapado de los peligros de la naturaleza y se había reencontrado con la seguridad urbana.

Las señales que lo llevaron a esta conclusión eran claras. En primer lugar, el pasto en esta zona parecía demasiado cuidado, artificialmente perfecto, como si alguien se esforzara mucho por mantener prolija la apariencia del terreno. Esto sugería que no se trataba de un campo, sino más bien del jardín de alguien, y considerando las dimensiones del jardín, era probable que perteneciera a alguien de importancia en la extinta comunidad de Golden Valley.

Con cada paso, la sospecha de Abel se fortalecía; el paisaje a su alrededor parecía confirmar sus ideas. Los árboles antiguos que se alzaban por el jardín tenían un aspecto imponente, con hojas de colores vivos que contrastaban con el cielo grisáceo. Parecían fuera de lugar en medio de un valle montañoso, y su disposición meticulosa sugería que habían sido plantados con un propósito específico, quizás para adornar el jardín de alguna casa importante. Sus ramas se entrelazaban formando arcos majestuosos, creando una cúpula de hojas que se mecían con el viento, como si bailaran al compás de una melodía antigua y olvidada.

Pero lo que más llamaba la atención de Abel era el suelo. A diferencia de lo que uno esperaría encontrar en un jardín de una casa perdida en una montaña, no había piedras dispersas por el suelo, ni rastros de maleza o tierra desgastada por el paso del tiempo. En su lugar, la tierra parecía haber sido cuidadosamente nivelada y tratada, como si alguien hubiera removido meticulosamente cada piedra y cada grano de imperfección para crear una superficie verde y pomposa. Esta falta de irregularidades añadía un aura aún más surrealista al paisaje, como si estuviera pisando un escenario cuidadosamente montado.

Con la esperanza de encontrar a alguien que pudiera ayudarlo a regresar a un lugar seguro hasta que la niebla se disipara, Abel se encaminó hacia el final del sendero con renovado optimismo. En su mente, la pregunta crucial que había estado dando vueltas desde que se perdió en el estacionamiento resonaba con fuerza: “¿Dónde demonios estoy?”

Dado que se hallaba en el jardín de una residencia importante en medio de un antiguo pueblo minero habitado por prisioneros, esclavos e indígenas desterrados, era evidente que la casa pertenecía a alguna de las personas encargadas de la operación de la mina y el gobierno del pueblo. Las posibilidades eran escasas, ya que solo unas pocas casas destacaban en todo el lugar: la casa del intendente, la casa del comisario, la casa del capataz, la mansión de los Fischer, la mansión de los Schmidt y la gran mansión de los Rosenbauer.

En este pueblo minero, donde la vida parecía estar marcada por la dureza del trabajo y la lucha por la supervivencia, las mansiones destacaban como testigos silenciosos del poder concentrado en manos de unas pocas familias influyentes. Cada una de estas familias había sido clave en la oscura historia que envolvía al pueblo, y sus descendientes aún ostentaban grandes extensiones de tierra fértil en los alrededores del valle donde se encontraba la mina abandonada. Sin embargo, hace tiempo estas tres familias decidieron deshacerse del pueblo, inicialmente debido a los planes del gobierno de convertirlo en un atractivo cultural del condado, aunque el verdadero motivo probablemente estuviera relacionado con una compensación económica más que sospechosa durante la expropiación de estas tierras para conservarlas como patrimonio histórico.

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Abel conocía estos antecedentes debido a sus investigaciones con Ana. Durante su luna de miel, los recién casados se sumergieron en la búsqueda de los oscuros secretos del pueblo, descubriendo una red de intrigas y traiciones que habían marcado su historia. Uno de los episodios más recientes y perturbadores había sido la expropiación de tierras por parte del gobierno, un proceso que había estado marcado por la codicia y el abuso de poder.

Los políticos del condado desembolsaron una suma exorbitante por estas tierras, cuyo valor real se limitaba principalmente a su importancia histórica. Abel rememoraba con claridad cómo se desenvolvieron las negociaciones, llevadas a cabo sin encubrimientos y ante la mirada de todos, mientras las compensaciones económicas, que rozaban lo obsceno, ocupaban los titulares de los periódicos amarillentos. Aquella no fue una mera transacción comercial; fue un acto de corrupción tan evidente que resultaba repugnante pensar cómo nadie había sido llevado a prisión por ello.

La corrupción en Golden Valley se había arraigado como una maleza insidiosa, enredándose en los entresijos del poder y corrompiendo las relaciones entre las familias influyentes. Era un secreto a voces que las transacciones de tierras en este condado estaban plagadas de favoritismos y sobornos, pero pocas veces se había visto una manifestación tan descarada como la que protagonizó el gobernador Rosenbauer y su prima lejana, Amanda Fischer.

Las acusaciones vertidas por la prensa local destaparon la trama de corrupción, señalando directamente al gobernador como el arquitecto de un plan maquiavélico para enriquecerse a expensas de los impuestos de los ciudadanos. La oferta dirigida a la señora Fischer rozaba los límites de lo escandaloso: una suma de dinero que bien podría haber financiado la adquisición de una mina de oro virgen, lista para ser explotada. La tentación fue demasiado grande para la mujer, quien, seducida por el brillo del dinero, aceptó sin titubear la generosa oferta del gobierno a cambio de sus tierras.

El escándalo no tardó en hacer eco en todos los rincones del condado. La prensa local no tardó en documentar la indignación de los ciudadanos, quienes veían en esta operación una afrenta directa a su integridad y dignidad. Las denuncias se multiplicaron, exigiendo justicia y rendición de cuentas a aquellos que se habían enriquecido a costa del bienestar común.

Inicialmente, la operación fue catalogada como ilegal, un acto flagrante de corrupción que debía ser castigado con todo el peso de la ley. Sin embargo, la situación dio un giro inesperado cuando el juez local, Zacarías Schmidt, emitió un fallo que dejó perplejos a muchos. Consideró que la suma ofrecida por el gobierno era “justa” y, en un movimiento sorprendente, legalizó todas las ofertas, incluida aquella que él mismo había recibido indirectamente a través de su madre.

Esta decisión desató una ola de indignación aún mayor entre la ciudadanía. La confianza en el sistema judicial se tambaleaba, y la sensación de impunidad se extendía como una sombra oscura sobre el condado. ¿Cómo era posible que aquellos encargados de administrar justicia pudieran ser cómplices de la misma corrupción que pretendían erradicar?

Pero la lucha por la justicia se detuvo allí. Los ciudadanos, indignados y estafados, no se unieron en una causa común: acabar con la corrupción y restaurar la integridad en el gobierno. No hubo manifestaciones masivas recorrieron las calles, exigiendo reformas políticas y una mayor transparencia en las decisiones gubernamentales. Solo hubo una aceptación silenciosa y unas pocas quejas por parte de los periodistas que se había malgastado en investigar a fondo el escándalo.

Abel siguió avanzando por el sendero, su mente reviviendo con una sonrisa irónica el recuerdo de cómo Ana solía enojarse al leerle el periódico amarillento que detallaba el escándalo más reciente que había azotado a Golden Valley. A medida que caminaba, las pistas para descubrir su ubicación se acumulaban a su alrededor, revelándose a través de antiguas estatuas y llamativas flores que adornaban el jardín. A pesar de ello, la tarea de identificar dónde se encontraba seguía siendo un desafío. Más de una década había pasado desde su última visita, y la densa niebla que envolvía el paisaje dificultaba la identificación del lugar.

Sin embargo, no tuvo que esperar mucho para desentrañar el misterio, ya que el sendero lo conducía inexorablemente hacia su destino. Antes de que se diera cuenta, se hallaba frente a una mansión cuya imponente silueta se recortaba contra la densa y misteriosa niebla, dejando entrever solo algunos detalles de su grandiosidad. Abel se encontraba inmerso en un silencio reverente, contemplando la majestuosidad de la estructura que se alzaba ante él.