Las agujas del reloj parecían moverse con una lentitud inusual mientras el viudo se atrincheraba entre las cajas del sótano. La sensación de no conocer su destino, de estar a merced de personas desconocidas, era insoportable, al punto que la idea de salir del escondite había desfilado más de una vez por su cabeza. La parte más difícil vino cuando la efímera adrenalina del escape cedió paso a la cruda realidad, recordándole a Abel lo idiota que había sido.
No tenía dudas que el guía que trabajaba en esta mansión se encontraba en el patio clamando desesperadamente por ayuda o lanzando maldiciones que harían estremecer al mismísimo diablo. Pese a ello, Abel únicamente lograba escuchar unos ligeros murmullos, voces distantes e inentendibles que se perdían entre la madera podrida. No escuchaba un grito, ni un lamento, ni siquiera el estrépito del guía luchando contra el fuego. Era como si el mundo exterior se hubiera desvanecido tras entrar en este sótano, dejándolo a él como único testigo de su soledad.
Esta soledad sumada al aburrimiento y la monotonía conspiraron para erosionar sus preocupaciones, dejando tras de sí un rastro de valentía. Después de casi una hora sin ser descubierto, Abel había obtenido un poco de confianza en su plan de escape.
El valor dio paso a la calma y la calma dio paso a la curiosidad. Esa chispa de curiosidad creció en lo más profundo de su mente, eclipsando momentáneamente el miedo a las posibles consecuencias de ser descubierto. Con paso vacilante, Abel se aproximó a la trampilla, anhelando escuchar cualquier indicio de información del mundo exterior. Aunque la habitación estaba envuelta en una oscuridad impenetrable, Abel recordaba cada rincón lo suficientemente bien como para no perderse.
El sótano no era muy grande y pronto sus manos encontraron las maderas podridas que conformaban las escaleras hacia la trampilla. Agudizó su oído, esperando captar cualquier sonido que pudiera revelar alguna pista sobre su situación actual. Sin embargo, todo lo que recibió a cambio fue el silbido de su propia respiración. Sus esfuerzos resultaron infructuosos. La sensación de aislamiento creció en su interior.
Cegado al punto de no poder ver sus propias manos y ensordecido al punto de solo poder escuchar sus pensamientos, Abel continuó esperando. Comprendió que dada la magnitud del error que había cometido, era prudente esperar hasta que saliera el primer rayo de sol del siguiente día para intentar escapar de Golden Valley.
El plan era inteligente. Para mañana no solo la niebla debería haberse disipado, sino que los guías estarían menos alerta y probablemente se encontrarían buscando en otros lugares del pueblo. Nadie sospecharía que el culpable del incendio estaba escondido a unos pocos metros del lugar del hecho.
Aunque aguardar un día entero en el horripilante sótano de la mansión de los Fischer parecería una locura, la paranoia de Abel estaba justificada: si la multa por romper un cartel histórico ya le causaba escalofríos, la posibilidad de ser acusado de intentar incendiar una mansión donde varios guías trabajaban a diario le revolvía las tripas. Sin embargo, sus verdaderos miedos eran más profundos y sus pensamientos más rebuscados. Le costaba admitir su imprudencia durante este día y esconderse parecía ser una forma de evitar enfrentarse a sus errores.
“Caí en la trampa de ese bastardo” Se repetía Abel en su mente mientras apretaba los dientes, enojándose con un cadáver sin cabeza con tal de no admitir que fueron sus propias manos las que rompieron el cartel y causaron el incendio, y que fueron sus propias piernas las que lo llevaron a esconderse en este sótano.
No obstante, tampoco resultaba justo criticar tanto al viudo. En parte, sus argumentos tenían sentido: el asesino había destrozado su existencia hasta tal punto que su estabilidad mental pendía de un hilo. Aunque el criminal hubiera perdido la cabeza en la guillotina, su recuerdo sobrevivía en los rincones más sombríos de la mente de Abel. No era casualidad que Abel hubiera regresado a este pueblo una vez más. Mucho menos era casualidad que hubiera abandonado la búsqueda de Sofía al encontrarse con el primer problema que se le cruzaba en su travesía.
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¿Este viaje lo había realizado por Sofía o por sí mismo? En estos momentos la respuesta de Abel era tan clara como el agua: Él quería paz, deseaba liberarse del peso del pasado y encarar el futuro con los brazos abiertos. Sofía no volvería. Su sonrisa, sus palabras, su cariño y su amor desaparecieron durante años y nunca regresarán. Pero los problemas de Abel no lo habían hecho. Sus dramas, miedos y preocupación nunca desaparecían. Se anclaban a sus recursos como una enfermedad terminal.
Abel meditaba su situación actual, mientras el tiempo seguía avanzando. Por desgracia, sentirse tan aislado del mundo no lo ayudaba en absoluto a comprender cuánto tiempo había transcurrido. Pero era inundable que unas cuantas horas habían pasado desde el inicio de su escape. Al menos una cosa era segura, había pasado el tiempo suficiente como para que el hombre perdiera la paciencia. Sacó el encendedor de su bolsillo y lo encendió. La luz había vuelto. Sus manos, su cuerpo y el mundo habían aparecido nuevamente ante sus ojos.
Sacando las cuentas, uno pensaría que el sol debía estar despidiéndose de este día, manchando el cielo con tonos naranjas y rosados, indicando el final del atardecer. Sin embargo, en la oscuridad del sótano, Abel no tenía garantías de nada de eso. Para verificarlo, tendría que subir por la escalera, cuya madera vieja y maltratada chirriaba escandalosamente con cada escalón subido en señal de protesta.
Abel no estaba dispuesto a arriesgarse tanto por un poco de información. Lo único evidente era que el tiempo seguía avanzando, y la oscuridad de la noche se aproximaba inexorablemente. Confiando en que ya debía ser demasiado tarde para que alguien merodeara por el lugar, Abel utilizó la débil luz del encendedor para volver a encender la vela en el escritorio. Abel se dejó envolver por el reconfortante brillo de la vela. La oscuridad y la humedad del sótano le habían resultado agotadoras.
Con la intención de dibujar un rato y alejar la monotonía que lo abrumaba, Abel se acomodó en la silla del escritorio y extendió la mano hacia el cajón donde se encontraban los materiales para hacer dibujos. Sin embargo, un error lo llevó a abrir el cajón equivocado, revelando el oscuro rincón donde antiguamente yacían los dibujos del asesino. La mayoría de los papeles y cuadernos habían sido consumidos por el fuego que él mismo había provocado, por lo que el cajón estaba prácticamente vacío. Sin embargo, un pequeño libro negro permanecía intacto en el fondo del cajón, como un superviviente asustado por la repentina desaparición de sus amigos.
La oscuridad y la reflexión habían calmado al hombre lo suficiente como para no alterarse al descubrir que su venganza había fracasado; parte de los recuerdos del asesino habían sobrevivido. Aunque habían sido encontrados y ahora dependía de Abel decidir qué hacer con el pequeño libro.
Tomó el libro y lo colocó sobre el escritorio, sintiendo una extraña conexión con aquel objeto olvidado. No lo abrió. Se quedó observando en silencio y sin revelar ninguna emoción. ¿Por qué no lo había destruido junto con el resto de cuadernos? ¿Será cosa del destino? ¿Qué secreto guardaban sus páginas? Las preguntas inundaron su mente, pero la respuesta seguía siendo esquiva, escondida tras las tapas de cuero negro.
Abel no recordaba haber evitado quemar este libro, y de hecho juraría haberlo visto quemarse. También recordaba la furia, la ira ardiente que lo había consumido cuando provocó aquel incendio. Pero más allá de eso, su mente era un laberinto oscuro, lleno de recuerdos fragmentados y emociones confusas. No había certeza de que había pasado con este libro realmente.
De todas formas, esas preguntas no tenían sentido. Ahora tenía el libro frente a sus ojos y no podía evitar preguntarse qué secretos guardaba en su interior y por qué el asesino lo había acomodado junto a los cuadernos con dibujos. ¿Habría más dibujos en su interior? ¿Y si los había, por qué estaban separados del resto? ¿Acaso eran pistas que lo ayudarían a entender mejor al asesino?
Las preguntas comenzaron a acumularse en la mente de Abel, convirtiéndose en el impulso que necesitaba para averiguar qué secretos escondía el libro. Ansioso, por no decir desesperado, Abel luchó contra el temblor de sus manos mientras abría el libro.