Novels2Search

60 - Despensa (3)

Notando que Abel parecía lo suficientemente tranquilo como para no salir corriendo por la ventana a mitad de la conversación, Martin se acomodó contra la pared de la habitación y dejó que su tranquilidad envolviera la atmósfera. Se tomó un momento para observar a Abel, buscando cualquier signo de nerviosismo que pudiera haber pasado por alto. Luego, con una voz firme y clara, comenzó a explicar la situación:

—Todo se resume en un concepto sencillo: estás maldito… A partir de asumir ese hecho, puedes preguntarte cuál es el efecto de la maldición que sufres. La respuesta es tan sencilla como que puedes ingresar a este mundo. Ahora debes preguntarte por qué estás maldito y la respuesta está oculta en tu vida, puesto que este mundo varía en función de cada persona, pero siempre se repite la misma tendencia: Golden Valley refleja lo peor de nosotros mismos…

Abel miró al joven fijamente, tratando de procesar lo que estaba escuchando. La idea de estar maldito le parecía absurda, pero decidió seguir la corriente de la idea:

—¿Y la puerta a este mundo es Golden Valley?

—Sí. Para entrar a este mundo debes dormir en el pueblo una noche…

Abel frunció el ceño, intentando encontrar un resquicio de lógica en las palabras de Martin. La noción de que un simple sueño en el pueblo pudiera ser la puerta a un mundo maldito le parecía descabellada, pero la intensidad en los ojos de Martin lo hizo reconsiderar.

—¿Entonces, cualquiera que duerma en Golden Valley puede entrar en este... otro mundo?

Martin negó con la cabeza, su expresión se volvió más grave:

—No cualquiera. Solo aquellos que están malditos pueden cruzar la puerta. La maldición no es algo que puedas evitar o ignorar, es una marca que llevas contigo, una conexión con este lugar. Y esa conexión se activa cuando duermes aquí. Considera la maldición como una especie de invitación o llave.

Abel se revolvió inquieto, tratando de encontrarle sentido a todo lo que Martin le estaba diciendo. Finalmente, con la incertidumbre pintada en su rostro, planteó una pregunta que le rondaba la mente:

—Entiendo, pero hay algo que no comprendo. Hay muchos turistas que visitan este pueblo, entonces, ¿por qué fui yo quien terminó maldito? ¿Qué hice para merecer esto? ¿Es por mis supuestos malos actos? ¿Y cuáles serían esos actos? Porque, sinceramente, no recuerdo haber hecho nada tan terrible…

Martin respondió a su pregunta, pero esquivando parcialmente el asunto que le interesaba descubrir al viudo:

—Para entrar por la puerta de una casa ajena, primero hay que tocar la puerta y luego alguien tiene que abrirla. El dueño de la casa solo la abre si estás invitado a pasar, y para ello deben darte una invitación; sino nunca podrás entrar por esa puerta. La invitación en cuestión es la maldición. En todos los casos, hay algo que te hace único entre el resto de las personas, y esa distinción es la razón por la que recibiste la maldición. Como te comenté antes, no quiero saber cuál es tu cualidad “especial”.

—¿Las cartas son la invitación? ¿Significa que aquellos que las reciben están destinados a venir aquí y sufrir por sus pecados en esta especie de purgatorio? ¿Tú también recibiste una carta que te pedía que visitaras esta mansión?—Preguntó Abel rápidamente, comprendiendo que tal vez Martin no era un cómplice de los malvados guías, por el contrario, podía ser otra víctima que había sufrido la misma desdicha que él, o algo incluso peor y como resultado a esas torturas había terminado perdiendo la cabeza al punto que creía en la existencia de “maldiciones” y mundos alternos.

Martin soltó una risa amarga y negó con la cabeza:

—No, amigo. La carta que me describes debe ser parte de tu historia. La maldición es tu invitación y la misma es producto de tu persona, no de un objeto maldito. Los que vienen aquí no lo hacen porque recibieron una carta física, sino porque algo en su vida los ha marcado de tal manera que terminan aquí. A mí no me mandaron ninguna carta. Mi llegada aquí fue… diferente. Pero créeme, todos los que estamos aquí compartimos una especie de maldición, esa es la única constante entre nuestros mundos.

—Por lo que veo, estos trastornados no siempre mandaban cartas…—Murmuró Abel, recordando que también lo habían engañado con una llamada muy realista para su gusto. Tras un rato en silencio, tratando de asimilar las palabras de Martin, decidió seguirle la corriente con la siguiente proposición:

—Entonces, ¿qué se supone que debemos hacer ahora?, ¿Debemos enfrentar nuestros propios demonios para escapar de Golden Valley? Ya que este mundo es un reflejo de lo peor de nosotros mismos, debe ser una especie de prueba. Una prueba para ver si podemos superar nuestros miedos, nuestros pecados y nuestros arrepentimientos. Solo entonces podremos dejar de sufrir, encontrando una manera de romper la maldición y quizás, solo quizás, encontrar la paz que tanto buscamos…

Más que reveladora, la respuesta de Abel provocó que el joven se largara a reír histéricamente. Luego, con una sonrisa muy marcada, comentó entre risas:

—¿Sufrir nuestra maldición? ¿Superar nuestra prueba? ¿Enfrentar a nuestros demonios? Ja, ja, ja, no, claro que no, Abel. Golden Valley no es un lugar donde vienes a pagar por tus pecados. Te estás confundiendo más de la cuenta, amigo. Este no es un purgatorio; este es un lugar a donde vienes a disfrutar de tus pecados. ¡Golden Valley no son las puertas del infierno, son las puertas del paraíso!

—No me parece que el gordo nauseabundo y perturbador que por poco me mata hace unos minutos se parezca a un ángel, su aliento no olía precisamente a rosas …—Criticó Abel

Martin se acomodó contra la pared, cruzando los brazos mientras miraba a Abel con una mezcla de lástima y paciencia. Notaba que el hombre seguía tomándolo como un demente, pero no le importo:

—¿Alguien te obligó a entrar a Golden Valley, Abel?… No, claro que no. Los portadores de la maldición tienen la opción de entrar a este lugar, no la obligación de hacerlo. Si de verdad no quisieras estar acá, podrías nunca haber venido. ¿O me equivoco, amigo? Por lo tanto, en este pueblo hay algo que buscas desesperadamente, algo que deseas tanto que te hace estar dispuesto a sufrir cualquier locura para obtenerlo.

Abel frunció el ceño, sintiendo cómo las piezas del rompecabezas comenzaban a encajar de manera perturbadora. El loco tenía razón: era su culpa haber terminado en este infierno; su desesperada necesidad de recuperar a su querida Sofía lo había arrastrado hasta aquí.

De todas formas, aferrarse a las divagaciones de un joven torturado hasta la locura no era la estrategia más sensata. Su instinto le decía que debía mantener la calma y seguir el juego hasta ganarse la confianza del joven. Si lograba manipular la conversación para su propio beneficio, podría encontrar una manera de escapar sin siquiera tener que huir.

—Siguiendo tu razonamiento, si puedo entrar en este pueblo cuando lo desee, ¿también tengo la libertad de salir cuando lo considere conveniente? Después de todo, si soy un “invitado” distinguido en esta casa, el dueño debería tener la amabilidad de permitirme irme cuando ya no desee “disfrutar” de mi estancia en Golden Valley. ¿O acaso me equivoco, amigo?

—Claro, salir de este pueblo es incluso más fácil que entrar. Solo necesitas un papel, un lápiz y un alma que condenar… —Respondió Martin con una sonrisa que revelaba un deleite siniestro, como si disfrutara de la perturbación que sus palabras causaban.

Abel se quedó en silencio, procesando el peso de la revelación. La idea de que su salida de Golden Valley dependiera de algo tan aparentemente trivial como un papel y un lápiz parecía absurda. Sin embargo, en una charla donde nada tenía sentido lógico, incluso las afirmaciones más inverosímiles podían tener una base inquietante de verdad.

—Un alma que condenar… ¿Cómo se supone que funciona eso? ¿Tengo que cometer un asesinato o no me dejaran irme?…

—Sí, esa alma es precisamente la clave para marcharse…—Confirmó Martin, con una cadencia que daba peso a cada palabra— La única manera de salir de este lugar es escribir el nombre de alguien en un papel, alguien a quien estés dispuesto a condenar. No se trata de matar a una persona, sino de sacrificar su alma para que tú puedas liberarte.

Abel sintió un escalofrío recorrer su espalda. La idea de condenar a otra persona para salvarse a sí mismo era repugnante, pero también despertaba una oscura tentación. ¿Podría realmente hacerlo? ¿Podría escribir el nombre de alguien y que estos dementes lo dejaran irse así nomás?

—¿Qué pasa con la persona cuyo nombre escribo?… ¿Ustedes la matarán?

This tale has been unlawfully obtained from Royal Road. If you discover it on Amazon, kindly report it.

—No… Esa persona ingresará a tu mundo o tomará tu lugar—Respondió Martin sin titubear— Si toma tu lugar, será arrastrada aquí y condenada a enfrentar tus propios demonios. Tú serás libre para volver a tu vida normal, como si nada hubiera pasado. Nadie sabrá jamás lo que hiciste, ni podría culparte por ello. Lo que pase en Golden Valley se queda en Golden Valley. ¿Lo comprendes ahora, amigo? ¿Comprendes por qué esto es un paraíso y no un infierno?

Abel sintió una náusea creciente. La perspectiva de salir de Golden Valley era tentadora, pero el costo era monstruoso. Se preguntó si realmente podría vivir con una carga tan pesada en su conciencia. La decisión que enfrentaba era más que una cuestión de supervivencia; era una prueba de su propia humanidad. Evidentemente, el viudo no creía en la maldición, ni en los mundos paralelos, ni cualquier otra cosa de cuentos de terror, pero interpretando entrelíneas lo dicho por Martin podía comprender que el nombre que escribiera en el papel sería el siguiente objetivo de este grupo de dementes.

—¿Alguna vez has hecho eso, muchacho?—Preguntó Abel, su mirada fija en Martin, había una chispa de acusación y horror reflejada en sus ojos.

Martin, visiblemente incomodado por la mirada, bajó la mirada antes de responder con una voz perdida en sus recuerdos:

—Sí…. Pero no me mires con esos ojos acusadores ¡Tú también terminarás haciendo lo mismo si quieres salir de aquí, bastardo! No seas hipócrita. Incluso ahora, tus manos están mucho más manchadas que las mías. ¿Recuerdas lo que hiciste en el pasado? O debería recordarte que ya hemos hablado de esto antes. Si lograste salir alguna vez de Golden Valley, es porque dejaste al menos un nombre para reemplazarte. Si tu memoria fuera mejor, no estarías juzgándome de esta manera.…

El joven tomó una pausa pesada, tras lo cual continuó diciendo:

—Te diré la verdad, la primera vez que lo hice mi desesperación superó cualquier moral que pudiera tener. No subestimes el poder de la desesperación, Abel. Puede llevarte a hacer cosas que nunca imaginaste posibles. Pero eso ya quedó en el pasado. Ahora me importan tres pitos las personas que terminan varadas en este sitio de mierda.

Abel notó que se le había ido la mano con la sinceridad, así que trató de corregir su error con una voz pausada y madura, enmascaró sus verdaderos pensamientos con una mentira:

—Tranquilo, Martin. No tienes que ponerte a la defensiva. Aquí nadie te está juzgando. Solo me resulta un poco extraño el concepto de condenar un alma, y quería recabar más información al respecto. Hablando del tema, ¿cómo se obtiene un alma que condenar? ¿Escribo cualquier nombre o necesito atrapar a alguien en esta mansión y sacar su nombre por la fuerza? ¿Es por eso que ese lunático me buscaba con tanta desesperación? ¿Quería sacrificar mi alma para que lo dejaran escapar?

Martín ajustó su postura, acomodándose en la pared, y respondió con calma y precisión, aunque sus palabras tenían un tono algo enigmático:

—No, nadie puede condenar tu alma, ya que la misma está maldita. En este mundo hay tres tipos de personas: dos de ellas existen en la realidad, y la tercera solo existe en tu mundo. Entre las que existen en la realidad están los protagonistas y los personajes secundarios. El lunático que te persiguió era probablemente una creación de tu mundo, un reflejo de tus más oscuros secretos. Por otro lado, tú eres el protagonista: único e irrepetible. Mientras que el alma que necesitas condenar se verá obligada a convertirse en un personaje secundario. Como protagonista, tienes la capacidad de llamar al secundario que desees. Solo necesitas escribir su nombre, y él vendrá a “enfrentarse” a ti. Así es cómo condenas un alma a vivir un infierno, mientras tú disfrutas de tu paraíso, cumpliendo tus fetiches y regresando a la realidad, sin que nadie pueda descubrir que tú fuiste el responsable de la muerte de esa persona.

—Pero si puedo elegir a cualquier persona, entonces no sería lógico que la gente notara que personas sumamente influyentes desaparecen una tras otra al venir a este pueblo —Preguntó Abel, entendiendo que si traía a un actor famoso o una estrella de música, sería raro que nadie se enterara de los eventos paranormales

—Los personajes secundarios son asesinados, desaparecen o sufren accidentes en la vida real y su alma termina en este pueblo. Solo los protagonistas pueden entrar a este “mundo” por la puerta principal —Respondió Martín, explicando el motivo por el cual su retorcida idea acerca de cómo funcionaba este supuesto otro mundo podría funcionar.

—Si eso es lo que ocurre, entonces tiene sentido que nunca los atrapen. Pero aún no entiendo por qué alguien vendría a este lugar a enfrentarse a lunáticos. ¿Vale realmente la pena arriesgar tu vida solo para satisfacer fetiches oscuros y macabros? Si estás tan enfermo como para cometer esos crímenes, parece más sensato hacerlo en el mundo real, sin tener que lidiar con todos estos “problemas”—Preguntó Abel, con un tono de lógica implacable.

Martín lo miró con una mezcla de resignación y desdén:

—Por supuesto que vale la pena, ¿no lo comprendes? Si estás aquí parado hablando conmigo es porque en algún momento de tu vida decidiste regresar a Golden Valley. Eso no fue un accidente, Abel. Hay algo que te atrajo a este lugar, algo que quizás ni tú mismo entiendes del todo. Siguiendo mi lógica, deberías preguntarte qué es lo que realmente estás buscando aquí. Pero, claro, no recuerdas eso y lo que es peor, no confías en lo que te digo lo suficiente como para hacerte esas preguntas con seriedad. En lugar de eso, me acusas, de una manera estúpida e infantil, de los mismos pecados que tú ya cometiste en el pasado y que seguirás cometiendo en el futuro.

Tras lo cual, Martin continuó diciendo:

—Ningún protagonista es un héroe en este mundo, Abel. Todos los protagonistas, incluyéndote a ti y a mí, somos considerados monstruos por el resto del mundo. Pero en el fondo, somos seres humanos, igual que los demás. La diferencia es que nosotros no negamos los grandes placeres de la vida. ¿Por qué deberíamos hacerlo? Este mundo nos da todo lo que deseamos, sin pedir nada a cambio. Todos esos idiotas que te rodean se matarían por tener la oportunidad de venir aquí y satisfacer sus más oscuros deseos, pero no pueden. Ellos son secundarios, siempre serán secundarios y nunca tendrán el privilegio de ser protagonistas.

Martin elevó su tono un poco más, sus ojos iluminados por una mezcla de fervor y locura:

—¿Comprendes lo que quiero decir, Abel? Nuestra alma está en un nivel superior. Ellos no pueden ver lo que nosotros vemos, no pueden experimentar lo que nosotros experimentamos. Se han castrado a ellos mismos, limitando sus vidas por las opiniones de la gente que los rodea, siempre buscando la aprobación del culo ajeno y nunca satisfaciendo el propio, ¡como si en lo efímero de la existencia esas mierdas importaran! Ellos están condenados a la mediocridad, Abel, mientras que nosotros estamos aquí, en el epicentro de todo lo que es realmente significativo. Somos los verdaderos humanos. Los únicos hombres cuerdos en este mundo lleno de locos que llaman cordura a mutilar sus pasiones por una efímera e insignificante aprobación. ¡Esa es nuestra maldición, nuestra bendición! Lo que nos da el derecho a llamarnos protagonistas y nos distingue de esas ratas miserables con las que convivimos. Y aun así, sigues ahí parado, cuestionando todo, como si tu moralidad te permitiera juzgar mi vida y las decisiones que tomé aquí. Es absurdo, ¿no lo crees, amigo?

Intentando procesar la extravagante teoría de Martin, Abel se tomó un momento para responder. La locura en los ojos de Martin y la intensidad de sus palabras estaban empezando a hacer que su mente se tambaleara.

—Supongo que tienes razón… No sé cuál sea tu deseo, muchacho. Pero yo busco a mi hija, se llama Sofía. Se parece mucho a mí. ¿Has visto una niña así por este “mundo”?

Martin se encogió de hombros, una mueca en su rostro sugiriendo una mezcla de exasperación y morbo. Sus ojos, brillando con una intensidad frenética, reflejaban una locura apenas contenida:

—No, no he visto a tu hija. Y como te dije en numerosas ocasiones: habría preferido no saber qué buscas encontrar en Golden Valley ni cómo percibes este otro mundo. Pero mira, Abel, la verdad es que nadie acaba aquí como protagonista siendo una buena persona. Todos los que llegan a este punto tienen algo retorcido en sus almas. Y no creo que el hecho de buscar a tu hija te convierta en una mala persona… o tal vez sí, depende de qué tan destrozada esté tu mente…

Sintiendo un eureka, Martin se levantó y comenzó a pasear por la habitación, sus movimientos eran erráticos y casi danzantes, incomodando más de la cuenta al viudo. Su risa, una mezcla de desdén y locura, llenaba el espacio con un eco perturbador:

—Así que las niñas son tu motivación, ¿eh?… Ah, qué alma tan miserable… Algo en tu apariencia desaliñada y en tu actitud desmoronada me decía que había una pizca de ese gustillo por lo prohibido e inocente. Pero bueno, ¿quién soy yo para juzgar a otro protagonista? Después de todo, estamos en el mismo barco, ¿no es así, amigo? Todos aquí somos juzgados y condenados como dementes, pero en el fondo somos el último bastión de la cordura humana.

Se detuvo repentinamente, mirando a Abel con una intensidad que parecía atravesar su cuerpo:

—Es curioso, ¿no, Abel? La desesperación, la soledad, el ser marginado por esos hipócritas que se ocultan detrás de una falsa máscara de moralidad, mientras en realidad son meras ratas aterrorizadas por el miedo a sufrir las mordeduras de otras ratas… ah, todo eso puede empujarte a hacer cosas que nunca imaginaste que serías capaz de hacer. Aquí estamos, tú buscando a tu hija con una intensidad desgarradora y yo… bueno… aquí, lidiando con mi propia forma de “liberación”. Pero al final del día, ¿quién tiene razón? ¿Quién es el verdadero monstruo? Es una cuestión de perspectiva, querido amigo. Quizás lo que consideramos como monstruosidad es solo una consecuencia de las limitaciones llevadas al límite, una distorsión de la realidad en la que todos jugamos nuestros papeles. ¿Existen monstruos entre los humanos? ¿O simplemente hay humanos que niegan su propia humanidad? Con lo desconfiado que eres, imagino que no crees en monstruos, ¿verdad, Abel? No, solo hay hombres fingiendo ser más “hombres” que los demás por temor a descubrir, al despertar, que son, en efecto… simplemente hombres.

Sintiendo que era mejor no tirar más leña al fuego, Abel respiró hondo, buscando mantener la calma y preguntó de forma abrupta, intentando evitar que la locura de este pobre joven lo afectara más de lo necesario. Sabía que cualquier prolongación en esta conversación solo podría sumarle más angustia.

—¿Hay algo más que quieras decirme, o ya puedo irme por la ventana?

Martin dejó escapar un suspiro, como si finalmente se hubiera cansado de su propio desvarío. Se acercó lentamente, sus movimientos ahora más medidos, y sacó algo del bolsillo de su pantalón. Con un gesto cuidadoso, lanzó una hoja de papel arrugada a Abel.

—Nunca fuiste un prisionero, Abel; siempre pudiste haberte ido cuando quisieras. Solo ten en cuenta que si decides escapar por esa ventana, te advierto que no podrás salir del pueblo. Esa no es la forma adecuada de irte de aquí. Y como te mencioné antes, ya habíamos hablado en el pasado. Me pediste que te entregara esto cuando nos volviéramos a ver… hace años, si no me equivoco.

El papel cayó al suelo con un suave susurro, Abel no reaccionó inmediatamente. Martín volvió a sentarse cerca de la puerta, acomodándose sobre la pared. Su mirada seguía a Abel con expectación, esperando ver cómo continuaba esta historia.