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51 -El sótano (5)

Habiendo encontrado la paz interna que había estado buscando desde que llegó a este pueblo abandonado por Dios, Abel se tomó un tiempo para reflexionar sobre su situación y planificar su escape sin llamar la atención de nadie. Quería evitar dar explicaciones o encontrarse con los guías, quienes, en su mente ya paranoica, no despertaban precisamente confianza.

Actualmente, Abel se encontraba en el sótano. Basado en el tiempo que había pasado, debía ser de noche. Sin embargo, la aplicación del reloj de su celular se había roto desde su llegada al pueblo, o al menos desde que se quedó sin señal para actualizarse. No lograba encontrar otra explicación para el extraño fenómeno de que su celular siguiera marcando las “6:00” de la mañana en su pantalla, sin importar cuánto tiempo hubiera pasado en este sótano.

Pese a ello, no todo estaba perdido. Si la tecnología fallaba, aún quedaba la vieja y confiable mente humana para solucionar los problemas. Abel tenía varios motivos para pensar que era de noche. En primer lugar, estaba su propia percepción del tiempo. Según sus estimaciones, se había demorado demasiado tiempo llegando a la mansión, viendo los dibujos, leyendo el diario y luego buscando la caja de plata. Siguiendo su percepción temporal, debía ser de noche, aunque la adrenalina de todas las desgracias y revelaciones que había descubierto desde que llegó a Golden Valley le estaba limitando su sentido del sueño.

La siguiente confirmación de que debía ser de noche era el comportamiento del guía que había entrado en este sótano para ver quién estaba haciendo semejante alboroto. Recordaba claramente que el guía llevaba una linterna. Además, la luz amarillenta y tenue indicaba que era una linterna de mano algo antigua y no un celular. ¿Por qué el guía que lo había asustado hasta la médula andaría por la mansión con una linterna si no fuera de noche?

Aún existía la posibilidad de subir las escaleras y levantar la trampilla para ver el exterior, pero eso era un arma de doble filo. Los mohosos escalones de madera crujían más que un carnaval carioca cuando alguien los ascendía, y las consecuencias de hacer demasiado ruido estaban grabadas a fuego en la mente del viudo tras la experiencia traumática que acababa de atravesar. Perder la cabeza y subir las escaleras era una mala idea; confiar en su instinto y mantener la paciencia era su mejor arma en estos momentos.

Abel sabía que cualquier movimiento imprudente podría alertar a los guías o a quienquiera que estuviera afuera, y volver a enfrentar otra situación de peligro era lo último que quería. En lugar de eso, decidió confiar en su paciencia y en la serenidad que había cultivado durante todos estos años de sufrimiento y lucha. Mantener la calma era esencial para evitar mayores problemas y poder escapar tranquilamente en el amanecer.

Abel intentó recordar más detalles que comprobaran su corazonada, pero la imagen creada por su imaginación del guía apuntando al baúl con su linterna seguía siendo la prueba más contundente. Esto lo llevó a considerar con cuidado su próximo movimiento. El pueblo era un laberinto de callejones y edificios abandonados. Aunque salir de ahí sin ser visto parecía fácil, la fortuna no había estado de su lado desde que llegó a este lugar. Era de noche y tratar de caminar un sendero montañoso y desconocido en esas condiciones era un acto suicida.

Había muchos peligros acechando en la oscuridad: animales silvestres como serpientes o insectos venenosos, y el riesgo de tropezar con una roca y romperse una pierna. Para colmo, no tenía una fuente de luz fiable. La escasa batería de su celular no aguantaría para iluminar todo el trayecto desde la mansión al pueblo, y posteriormente desde el pueblo al estacionamiento donde se encontraba su preciada motocicleta. Confiar en la escasa luz de las velas que había encontrado en el sótano era una tontería; las velas se apagarían constantemente por el viento y no iluminarían prácticamente nada. Esto no era la ciudad; era un pueblo sin farolas. Sin contaminación lumínica, solo quedaba confiar en la escasa luz que proporcionaba la luna para guiarse, si acaso el clima no estaba nublado, algo que Abel no podía confirmar.

En resumen, aunque era una buena idea aprovechar la oportunidad de que todos en el pueblo estuvieran dormidos o al menos no estuvieran alerta, Abel sabía que era más peligrosa la naturaleza que los guías. Así, la mejor opción era esperar hasta la madrugada en este frío y horripilante sótano.

Mientras reflexionaba, Abel se dio cuenta de que quedarse quieto podría ser la clave del éxito. Con la noche ya avanzada, los guías y cualquier otra persona en el pueblo estarían pensando en ovejas saltarinas y no en encontrar al responsable de romper el cartel de bienvenida del pueblo. Había tiempo, la gente es perezosa por naturaleza y ningún guía se pondría a trabajar por la noche a menos que Abel jugara demasiado mal sus cartas. Tal cual había hecho cuando se armó una fiesta con tambores y trompetas para sacar la dichosa caja de plata de su escondite.

Abel sabía que, mientras no hiciera demasiado ruido, nadie se molestaría en buscarlo por la noche. La mayoría de las personas en Golden Valley preferirían estar en sus camas, durmiendo plácidamente, en lugar de deambular por un pueblo oscuro y peligroso en plena noche. Esto le daba una ventaja. No había apuro alguno. Podía usar este tiempo para preparar su escape con más cuidado.

Finalmente, Abel decidió que lo mejor era aprovechar las pocas horas que debían quedar hasta el amanecer para descansar y recuperar fuerzas. Sabía que necesitaba estar en su mejor estado físico y mental para enfrentarse a los desafíos que le esperaban. Trató de dormir, pero no lo logró. Aburrido y sin saber qué hacer, Abel tomó unas hojas en blanco y unos lápices del escritorio para dibujar y matar el tiempo. Al comenzar, se dio cuenta de que tenía un talento natural para el dibujo. Aunque, comparado con su primera esposa y el asesino, se consideraba un artista mediocre, encontraba en la actividad un consuelo inesperado.

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Concentrado en cada trazo y color, comenzó a sentirse un poco más relajado. Las horas se deslizaron como un suspiro y, cuando finalmente se cansó de dibujar, había completado dos ilustraciones. Aunque no eran obras maestras, su composición y paleta de colores resultaban agradables a la vista. El primer dibujo representaba un barco navegando en un mar tranquilo, bajo un cielo despejado y soleado. Algunas gaviotas volaban alrededor y, en el horizonte, se veía un puerto. El segundo dibujo mostraba a un hombre sentado bajo la sombra de un árbol, leyendo un libro al atardecer, mientras el sol se acercaba al horizonte, señalando el final de un día largo y agotador. La elección de temas reflejaba una tranquilidad que Abel anhelaba, una paz que contrastaba profundamente con la turbulencia de sus pensamientos.

Estos dibujos reflejaban un contraste notable con las preferencias artísticas de Ana, que solía optar por temas más oscuros y profundos. Sin embargo, como se suele decir, los opuestos se atraen, y parecía ser el caso con ellos. Abel, con sus paisajes tranquilos y escenas pacíficas, había encontrado un respiro en el caos de este día.

Cuando terminó el segundo dibujo, Abel se dio la vuelta para mirar la trampilla que daba al exterior. Luego vio la vela aún encendida en el escritorio. La cera se había consumido más de la mitad, indicando que había pasado varias horas dibujando. El sótano no le permitía tener noción del paso del tiempo, pero parecía que el tiempo de ejecutar su plan de escape había llegado.

Como hombre moderno, Abel sacó su celular para ver la hora. La pantalla de desbloqueo mostraba un claro y brillante 6:00 am. Nada nuevo, lo roto seguía estando roto.

“Supongo que los sustos del día me quitaron las ganas de dormir esta noche. Bueno, ya es un buen momento para salir. Si sigo así de despierto cuando llegue al estacionamiento, podré ir en moto hasta el pueblo cercano y dormir todo el día. En caso contrario, me quedaré a dormir una siesta en el estacionamiento donde nadie vendrá a molestarme” Pensó Abel, notando que, afortunadamente, su cuerpo se mantenía bastante activo y no sentía una pizca de cansancio físico, aunque el cansancio mental era evidente debido a la serie de eventos desafortunados.

Con un plan en mente, Abel se levantó del escritorio y, mientras estiraba un poco el cuerpo, miró los dibujos que había hecho. No queriendo abandonarlos en este frío y desagradable lugar, los metió cuidadosamente en el diario del asesino y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta. El diario se había convertido en un símbolo de su victoria sobre el asesino, un recordatorio de cómo nunca debía darse por vencido. Mientras siguiera luchando, el sol siempre saldría a iluminar su vida.

Ya con todo guardado, el viudo apagó la vela, temeroso de que dejarla encendida provocara un incendio, y usando la linterna de su celular, se dirigió hacia las escaleras que conducían al exterior del sótano. Cada paso que daba, sentía como el peso de las horas transcurridas en este sótano habían entumecido sus pies, pero había llegado la hora de volver a usarlos de nuevo. Una larga travesía por el sendero montañoso lo esperaba tras salir de la mansión.

*Cruiiiik*…*Cruiiiik*…

Abel maldijo cada peldaño de las escaleras mientras las subía. Eran demasiado ruidosas para su gusto, pero no había otra salida, así que no tenía más opción que soportarlo.

Finalmente, Abel llegó a la trampilla y la empujó para abrirla. Sin embargo, de inmediato se dio cuenta de que había un problema. Aunque la trampilla tenía enredaderas en el techo, las mismas deberían haberse removido fácilmente al empujarla con fuerza, pero algo impedía la apertura de la trampilla.

Probó con más fuerza, pero Abel solo lograba abrirla un poco, creando una pequeña abertura antes de que la trampilla se trabara completamente. Observando la anomalía, Abel investigó por la pequeña abertura y, de inmediato, notó el gigantesco problema que el destino había puesto frente a él.

—¡Mierda, el muy malnacido del guía cerró la trampilla con un candado! —Murmuró Abel, casi gritando al ver las cadenas oxidadas que bloqueaban su salida.

El pánico comenzó a apoderarse de él. Sentía cómo su corazón se aceleraba, golpeando contra su pecho con una fuerza abrumadora. Intentó empujar la trampilla nuevamente, usando toda su fuerza, pero fue en vano. La trampilla no se movía ni un centímetro más de lo que las cadenas permitían.

Abel retrocedió unos escalones, respirando pesadamente, sus pensamientos comenzaban a desorganizarse. Mientras sentía como su mano por poco se aflojaba de la resbaladiza escalera de madera podrida. Estaba atrapado en el sótano, sin forma de salir. Su mente corría a mil por hora, buscando desesperadamente una solución. No había ventanas ni otras salidas. Sus planes se habían desmoronado antes siquiera de poder empezar a ejecutarlos.

Desesperado, Abel consideró la opción de golpear la trampilla y gritar pidiendo ayuda, pero rápidamente recordó la necesidad de mantener la calma. La trampilla estaba en un estado lamentable; podría romperla si así lo decidía. Sin embargo, el verdadero problema era enfrentar las consecuencias que esto podría acarrear, ya que no había forma de que el guía que dormía en la mansión no se despertara por el estruendoso ruido.

Después de varios minutos de intentar pensar en soluciones que no llevaban a ninguna parte, Abel se dejó caer al suelo, exhausto. Lágrimas de frustración comenzaron a formarse en sus ojos mientras su mente se inundaba con recuerdos dolorosos que había intentado enterrar con los dibujos. La última mirada macabra del asesino, las flores que nunca pudo entregar a Clara, la pérdida desgarradora de Sofía. La vida, que en un momento parecía haberle dado una ligera esperanza, ahora se reía cruelmente de él, mostrando nuevamente la ironía más amarga.

El peso de la situación era abrumador. Abel no podía creer que, después de todo lo que había pasado, ahora estuviera atrapado en este oscuro sótano sin ninguna esperanza real de escapar sin tener que enfrentar la condena por su estupidez. Sus pensamientos se volvían cada vez más oscuros. Se preguntaba si alguna vez la suerte se pondría de su lado, si su vida, que había sido una sucesión de tragedias, no era sino un cruel juego del destino. Cada intento de pensar en una solución parecía más una carga que una esperanza, y Abel se sentía atrapado en una espiral descendente de desesperación. Intentó calmarse, respirando profundamente, y se sentó con dificultad sobre una de las cajas del sótano. Su mirada barría el lugar, buscando algo, cualquier cosa que pudiera ofrecerle una oportunidad de escapar.