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81 - La despensa (3)

Abel retiró con cuidado el objeto oculto en la caja, su mente aun luchando por ignorar la sangre que lo rodeaba. Cuando lo vio, notó que era una caja de madera tan grande como un libro y con un grosor similar al de una cartuchera. Sus dedos temblaron mientras la sostenía, resbalando ligeramente sobre la superficie ensangrentada que la cubría, temeroso de que pudiera ser otra trampa. No obstante, tras una cuidadosa inspección que reveló la ausencia de cualquier mecanismo letal, decidió abrirla.

La caja en realidad era una pequeña caja de música, manchada de sangre como todo lo demás. El cilindro en su interior estaba lleno de pequeñas irregularidades, diseñado para golpear varillas de metal y producir una melodía. A pesar de la repugnancia que sentía por todo lo que había visto hasta ahora, una chispa de curiosidad invadió a nuestro protagonista. Lentamente, comenzó a girar la manivela que sobresalía del mecanismo de la caja de música.

El sonido fue inmediato. Una melodía suave, melancólica, y terriblemente familiar llenó el aire, reemplazando el insoportable silencio que había reinado hasta ese momento en la mansión. Abel soltó la manivela y dejó que el cilindro girara solo, su mente alejándose por unos momentos de la horrible realidad que lo rodeaba. Se sentó en una de las muchas cajas del almacén, observando cómo la música se apoderaba del ambiente, sumergiéndolo en una bruma de recuerdos.

—Esta canción… —Murmuró, mientras su mirada se perdía en el espacio—… ya la había escuchado antes…

Los recuerdos comenzaron a entrelazarse, formando una imagen más clara en su mente. No hacía mucho tiempo había oído la misma melodía. De repente, un destello en su memoria lo sacudió.

—La policía… —Susurró, su voz cargada de incredulidad—Es la misma canción que escuché cuando llamé a la policía…

El descubrimiento le hizo hervir la sangre. La canción que sonaba al llamar a emergencias, la espera interminable que había experimentado, las palabras del oficial. Todo había sido una farsa. La policía nunca vendría. Nunca los había llamado de verdad. Era todo producto de la maldición que acechaba a este pueblo, de su “mundo”. Ahora comprendía que había estado hablando con alguien más, alguien que se había hecho pasar por un oficial. Pero, ¿por qué? ¿Quién se tomaría el trabajo de engañarlo de esa manera? ¿Qué ganarían con eso? Quizás, después de todo, sí había sido la policía, y esos bastardos sabían exactamente lo que pasaba en Golden Valley. Tal vez todo estaba planeado desde el principio por ellos. O tal vez en realidad estaba en otro mundo y hablo con algún demonio, un fantasma o algún muerto.

Sin embargo, la pregunta más perturbadora seguía sin respuesta: ¿Por qué había comenzado a sonar la caja de música en primer lugar? A estas alturas era evidente que la música había sido el señuelo, pero ¿cómo es que esta melodía se había activado?

Lleno de dudas, Abel inspeccionó de nuevo la caja de música. A simple vista no había nada fuera de lo común, por lo que decidió enfocar su atención en el mecanismo de la trampa que había acabado con Martín. Fue entonces cuando algo inusual llamó su atención: en la parte trasera de la gran caja, una pequeña abertura apenas del tamaño de un dedo dejaba entrever un delgado hilo de pescar.

Con cautela, Abel tiró del hilo, siguiendo su recorrido con los ojos, mientras este se enredaba entre las estanterías viejas y oxidadas, como si fuera parte de un enrevesado laberinto. Al retirar latas corroídas y cajas apiladas que bloqueaban su paso, el hilo lo llevó hasta la ventana, donde el panorama comenzaba a encajar de una forma que lo llenaba de inquietud.

—No puede ser… —Murmuró Abel, sintiendo cómo una oscura desesperanza se apoderaba de él— ¿Yo fui el que activó la caja de música al saltar por la ventana?… —Su voz se quebró, apenas un susurro—Condené al chico que me salvó… todo por error.

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El horror de esa revelación lo golpeó como un mazo. Martín había muerto por su culpa. Abel lo había condenado sin querer, activando el mecanismo al tratar de escapar. Un grito de frustración salió de su garganta mientras miraba al lobo feroz, que seguía ahí, pacientemente esperando. Sin decir nada. Disfrutando de la obra como un espectador silencioso.

¡No, algo era diferente esta vez!

Abel notó, con una creciente sensación de incomodidad, que el lobo no lo estaba mirando. Por primera vez, el acechador tenía los ojos puestos en otro lugar: la caja de música. Pero más inquietante aún era la expresión en su rostro: ¡La sonrisa maniática había desaparecido!, había sido sustituida por una expresión de profunda tristeza, tan melancólica como la melodía que sonaba en la habitación.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Abel. Sintiendo una cruel intuición apoderarse de él, corrió hacia la caja de música, sacó el cilindro y detuvo la melodía. Al mirar de nuevo al acechador, su expresión había cambiado otra vez: ahora sonreía de manera forzada, como si la música fuera lo único capaz de revelar sus verdaderas emociones. Como si únicamente se permitiera ser el mismo cuando la escuchaba.

Desesperado por comprender lo que estaba sucediendo, Abel corrió de nuevo hacia la caja de música y trató de volver a colocar el cilindro. Sin embargo, algo obstaculizaba la tarea. Un papel, que antes había pasado desapercibido, estaba bloqueando el mecanismo. Abel lo sacó apresuradamente, tirándolo al suelo sin pensarlo, y luego giró la manivela una vez más, devolviéndole vida a la melodía.

El sonido vibró en sus huesos, llenando la habitación con su tono melancólico. Abel se acercó a la ventana y, como esperaba, el lobo había vuelto a desviar su mirada de él, concentrándose únicamente en la canción. Un gran secreto estaba envuelto en esa melodía, y Abel lo sabía.

Dentro de Abel, las emociones se enredaban y aplastaban su espíritu: culpa, tristeza, una rabia contenida, y sobre todo, una creciente sensación de impotencia. Miró el cuerpo sin vida de Martín con una profunda pena. Aquel joven no solo le había salvado la vida, sino que ahora yacía muerto por su intento fallido de escapar. Para colmo, si el viudo no hubiera saltado por la ventana de forma tan violenta, tal vez habría sido él quien cayera en esa trampa. O quizás no. Después de todo, Abel no esperó, siquiera dio tiempo a Martín para responderle; simplemente se despidió, saltó por la ventana y corrió como un loco, sin mirar atrás, cegado por su instinto de supervivencia.

Lo único que estaba claro era que cuando la música comenzó a sonar, Abel ya estaba lejos, demasiado lejos de la mansión para escucharla. Tal vez el hecho de que la caja de música se escondiera dentro de otra caja amortiguaba el sonido, haciéndolo perceptible solo para quienes estuvieran en la habitación. La melodía, tan sutil y sombría, había pasado desapercibida para él, pero fue letal para el joven, que había seguido la música como una polilla sigue la luz de una farola, solo para encontrarse con una muerte espantosa.

De pronto, algo llamó la atención de Abel. El papel que había arrojado al suelo seguía ahí, parcialmente escondido entre la niebla que cubría el piso. No era más que un simple trozo de papel, doblado cuidadosamente para ocupar el menor espacio posible, pero el hecho de haberlo encontrado en el interior de la caja de música lo llenaba de preguntas. ¿Por qué alguien guardaría un papel en un lugar así? Aparentemente, el papel había sido colocado de tal manera que no interfería con los engranajes ni con el cilindro de la caja, pero al remover el cilindro una sola vez, se había convertido en un obstáculo para que el mecanismo funcionara correctamente. Esto indicaba que el papel había sido meticulosamente colocado en el interior de la caja, lo que hacía inevitable preguntarse: ¿con qué propósito? No podía ser algo tan simple como para molestar.

La teoría más simple era que el papel había sido usado como un arreglo improvisado para mantener la caja de música funcionando. Pero la melodía, que todavía resonaba en el vacío de la habitación, descartaba esa posibilidad; todo funcionaba bien sin necesidad de ninguna intervención. Tampoco era lógico pensar que había sido dejado ahí por accidente. No era un bollo de papel arrugado, sino un cuadrado perfectamente doblado, lo que sugería que alguien lo había puesto deliberadamente en ese sitio.

Intrigado, Abel se agachó para recoger el papel. Lo desdobló con cautela, sin saber qué esperar. Apenas había empezado a leer cuando sus piernas flaquearon, y cayó pesadamente de culo al suelo. Su respiración se volvió errática, y sus manos temblaron de forma incontrolable tras apenas haber atisbado una pequeña parte del contenido del papel.