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72 - El sótano (3)

A pesar de los constantes gritos de Abel y de la furia evidente en su mirada, el acechador no respondió y continuó sonriendo, demostrando una paciencia infinita o quizás una indiferencia total hacia la muerte.

—¿Acaso crees que estoy bromeando? ¡Te voy a meter un balazo si sigues sonriendo como un tarado sin darme respuesta alguna! ¿Quién carajos eres y por qué me acechas de esa forma? —Gritó Abel, impaciente y desconcertado ante la inexpresividad de aquel hombre. La sonrisa del acosador no era amigable, ni irónica, mucho menos feliz. Era una sonrisa forzada, una mueca estirada que se asemejaba más a una máscara que a una expresión real.

Abel se preguntaba por qué este hombre estaba forzando su sonrisa, una incógnita sin respuesta, ya que no mostraba intención alguna de explicar sus actos. Los gritos amenazadores no lograban generar ningún impacto, a estas alturas parecía que estaba buscando forzar que Abel lo matara de un balazo.

Los minutos pasaron lentamente, y poco a poco Abel se dio cuenta de que el lobo feroz no parecía tener intenciones de responderle ni de entrar en el sótano. Se mantenía contento observándolo desde la trampilla, como si esperará que algo ocurriera. El revólver ya se le hacía pesado, cansado de mantener al lobo en la mira sin obtener respuesta alguna. Le dio una última mirada al extraño guía y comenzó a retroceder lentamente, alejándose de su ángulo de visión. Nada ocurrió mientras se alejaba de la trampilla. El lobo feroz mantuvo su sólido e inflexible silencio, provocando que Abel pensara que tal vez fuera otra víctima que había perdido la cabeza completamente. Sin embargo, la horripilante sonrisa y las ropas no concordantes con la época le recordaban que este debía ser otro guía y, por tanto, un cómplice del gordo que había tratado de secuestrarlo hace algunas horas.

La situación era incómoda, sofocante. Abel se encontraba atrapado en un limbo, sin obtener explicación alguna de aquel hombre, cuya sonrisa perturbadora parecía congelada en el tiempo. A falta de respuestas llenaba el vacío con su imaginación desbocada, generando escenarios cada vez más aterradores. En su mente, la sonrisa del acechador se tornaba más siniestra con cada segundo que pasaba. Sin embargo, una parte de él intentaba convencerse de que tal vez este era el mejor escenario: mientras el enfermo mental se quedara en la trampilla sin moverse, solo sería cuestión de tiempo para que la policía llegara a Golden Valley y lo salvara. El tiempo estaba de su lado. Cada segundo que pasaba sin que el lobo feroz hiciera un movimiento aumentaba sus oportunidades de supervivencia.

Pero la otra cara de la moneda era aterradora. Esperar en el sótano, con un asesino acechando a solo unos pocos metros, era algo que podría volver loco a cualquiera. La mente de Abel jugueteaba con la idea de que cada minuto que pasaba aumentaba el riesgo de un ataque inesperado. El saber que la trampilla se encontraba completamente abierta lo mantenía en un estado de alerta constante. No existía separación alguna entre la presa y el depredador, sólo un frágil pacto implícito de no acercarse el uno al otro. Un pacto sin palabras, sostenido únicamente por la voluntad de ambos hombres, y que podía romperse en cualquier momento sin previo aviso. Un pacto imaginario y sin garantía alguna. Dicho pacto se sentía como si uno estuviera caminando sobre una cuerda floja, con el abismo de la muerte acechando justo debajo.

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Abrumado por la tensión y la espera, el viudo se encontraba al borde del colapso. Cada minuto que pasaba, cada instante de silencio, lo acercaba más a un punto de quiebre. Su mente jugaba trucos crueles, imaginando el acechador saltando por la trampilla, acercándose lentamente con esa sonrisa macabra. Sabía que debía mantenerse alerta, que no podía permitirse un solo momento de distracción. Pero el agotamiento físico y mental comenzaba a pasarle factura. El dolor en su brazo roto era insoportable, y el peso del revólver en su única mano confiable se hacía cada vez más agobiante. En medio de este mar de incertidumbre y miedo, solo podía aferrarse a la esperanza de que la ayuda llegara pronto. Estaba obligado a creer en ello. Pero a este ritmo su cordura no aguantaría lo suficiente.

Aplastado por la desesperación, Abel se hundió en una esquina del sótano. Su espalda reposaba contra una de las innumerables cajas que llenaban el espacio, sus ojos fijos en la escalera, mientras el revólver en su mano, siempre listo para la acción, temblaba como si implorara que el viudo se tomara un respiro.

—Qué día de mierda… qué pueblo de mierda… qué gente de mierda… qué vida de mierda me toco vivir… —Murmuró Abel con voz rota y ojos sin brillo, tratando de soportar el dolor y luchar contra la frustración que amenazaba con desbordarlo. Ahora solo quedaba esperar; tarde o temprano, sus salvadores aparecerían, anunciando su llegada con el sonido de sirenas y el grito de “¡Arriba las manos!”, una frase que Abel deseaba con tanta intensidad que se imaginaba a sí mismo llorando de alivio al escucharla. Esa frase mágica sería la llave para abrir la puerta de la esperanza y escapar de la tragedia que lo envolvía.

Pero los minutos pasaron, luego las horas y finalmente Abel dedujo que había pasado toda la tarde en este condenado sótano. Cansado de la oscuridad del sótano, decidió tomar casi todas las velas del paquete y dejar que iluminaran lo mejor posible el oscuro lugar. La primera tanda de velas que había prendido ya se habían consumido hasta la mitad, indicando que había pasado demasiado tiempo aquí encerrado y aún no había señales de un salvador. Ningún ángel armado con pistolas y protegido con chalecos antibalas que le trajera algo de esperanza.

Durante todo este tiempo, Abel seguía con la rutina de comprobar si el acechador aún lo esperaba afuera del sótano. La respuesta nunca cambiaba: el desquiciado no solo seguía ahí, sino que mantenía la misma posición de siempre, con la misma estúpida sonrisa en el rostro. ¿Era un muñeco? ¿Una estatua? No, la saliva resbalando entre sus dientes era un claro signo de vida. Pero no se movía, sin importar lo que sucediera; nunca se movería. Pasaban horas enteras, y su postura permanecía inalterada, salvo por el movimiento de la cabeza para seguir a Abel con esa repugnante mueca. Parecía un robot, uno de esos autómatas arcaicos, pero este no estaba diseñado para escribir; su función era terminar con la vida del viudo, y parecía decidido a cumplir su propósito a como dé lugar.