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69 - El sendero (6)

Se dio la vuelta solo para contemplar con horror cómo la silueta de la persona que lo seguía se hacía cada vez más evidente. Aunque aún no lograba distinguir quién era, ahora estaba claro que se trataba de una persona, que avanzaba lentamente pero con una presencia cada vez más fuerte, siniestra y aterradora. El corazón de Abel latía con fuerza, como si fuera a salirse de su pecho. La bruma espesa envolvía la figura, distorsionado su cuerpo, añadiendo una sensación de irrealidad a la escena, pero el peligro era muy real.

Desesperado, no perdió más tiempo buscando el pasto quemado. Sus pasos se hicieron torpes y pesados por el terror, pero se obligó a concentrarse en el sendero que había estado siguiendo. La mansión de los Fischer apareció finalmente ante sus ojos, una sombra imponente y oscura en medio de la niebla. Sin detenerse a apreciar la siniestra belleza de la mansión, Abel continuó corriendo, sus piernas moviéndose por pura adrenalina, hasta llegar a los arbustos que rodeaban parte de la fachada de la casa. La vegetación densa y retorcida parecía querer atraparlo, ralentizar su escape, pero Abel no se detuvo.

Al llegar a los arbustos, se dio la vuelta y vio con horror cómo la silueta de la persona que lo perseguía se hacía cada vez más distinguible entre la niebla. El asechador debía haber pasado la valla recientemente y pese a la gran distancia, ya se podían ver más detalles de su cuerpo como su forma alargada y alta, sus movimientos fluidos y seguros, y lo más perturbador de todo, su mirada fija y penetrante. Aún no se podía distinguir su rostro, pero Abel podía sentir clavada en su espalda su mirada acechante. La niebla lo distorsionaba todo. El perseguidor no aparentaba estar corriendo, por el contrario, parecía permanecer inmóvil, pero su avance indicaba que mantenía un ritmo lento y sin apuro. Abel sabía que todo eso era una mentira cruel y retorcida provocada por el efecto de la niebla. Cada vez que miraba hacia atrás, la figura estaba más cerca, lo que significaba que esa persona se movía más rápido de lo que parecía. El demente estaba jugando con su presa antes de dar el golpe final.

La desesperación se mezclaba con el terror más absoluto en el pecho de Abel. Apostando su vida a que su plan funcionara, se metió entre los arbustos, sintiendo las ramas arañándole la piel y las hojas golpeándole el rostro. Llegó hasta la trampilla donde su única escapatoria se encontraba. Fue entonces cuando los problemas comenzaron nuevamente. La adrenalina del momento enturbiaba su mente lo suficiente como para olvidar un pequeño y miserable detalle: había un candado y unas cadenas en la trampilla, condenándolo a la muerte.

—¡No, no, no!—Murmuró Abel con desesperación, sus manos temblorosas tratando de encontrar una solución rápida. Las cadenas eran gruesas, el candado oxidado pero resistente. No había manera de romperlas con las manos desnudas, y no tenía ninguna herramienta a mano. El tiempo se estaba agotando, y la figura, esa presencia oscura y amenazante, estaba cada vez más cerca.

El miedo paralizante amenazaba con consumirlo por completo, pero una chispa de supervivencia ardía con fuerza en su interior. Abel sabía que quedarse allí, atrapado y sin salida, no era una opción. Con un esfuerzo titánico, se obligó a pensar con claridad. Sus ojos escanearon el entorno desesperadamente, buscando cualquier cosa que pudiera usar para abrir la trampilla. No había nada más que el susurro de la muerte. Con una última mirada desesperada a su alrededor, Abel buscó una ventana que le fuera cercana, pero la densidad de los arbustos y la cercanía del perseguidor hacían imposible cualquier otra vía de escape que la trampilla. El sonido de su jadeo tapaban los pasos del percutor, no había dudas que se acercaba, lento, pero implacable. Su desesperación hacía que cada uno de sus pensamientos ocultara el crujido de la vegetación.

En un arrebato de desesperación y valentía, Abel levantó su pierna y comenzó a patear la trampilla con todas sus fuerzas, el dolor irradiando por su cuerpo con cada impacto. La madera crujía y se astillaba, pero no se rompía con la rapidez que necesitaba.

—¡Vamos, maldita sea, rómpete, trampilla de mierda!—Gritó, su voz quebrada por el pánico. Otra patada, y luego otra. Los tablones comenzaron a astillarse, a romperse en fragmentos que caían como hojas muertas. Pero aún no era suficiente. Los pasos detrás de él eran más cercanos, y Abel sintió que el perseguidor estaba a solo unos metros de distancia. La niebla parecía moverse con él, como un manto de terror que cubría todo a su paso.

*Puff*… Finalmente, unos cuantos tablones de madera se partieron, provocando que una sonrisa demencial se formara en el rostro del viudo. ¡Oh, destino, la historia de nuestro protagonista no se acabaría este día!

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*Puff, Puff, Puff*… Continuó pateando Abel con desesperación, haciendo que la trampilla se desintegrara poco a poco. No quiso mirar atrás para ver si el perseguidor estaba cerca, pero el ruido de las ramas chocando entre sí detrás de él solo podía indicar que alguien estaba a punto de cruzar los arbustos.

En un último esfuerzo desesperado, Abel dio una patada que hizo que la trampilla se abriera lo suficiente como para formar un estrecho agujero. La madera vieja y podrida cedió con un crujido seco, pero no lo suficiente como para abrirse completamente. No había tiempo para pensar en el dolor, en las astillas que se clavaron en su piel y ardían como hierro al rojo vivo, o en el miedo que amenazaba con paralizarlo. Cada fibra de su ser gritaba por escapar, por alejarse de esa presencia siniestra que avanzaba inexorablemente hacia él.

En condiciones normales, juraría que nunca podría entrar por un espacio tan pequeño, pero la desesperación y el miedo otorgaban habilidades que la lógica negaba. Con la determinación de un hombre al borde del abismo, Abel se lanzó a la abertura, diciéndose a sí mismo que entraría por ese agujero o moriría en el intento. Metió una de sus piernas dentro la abertura, su cuerpo luchando contra las dimensiones imposibles del espacio. El primer contacto de su piel con la madera rota le arrancó un grito ahogado de dolor. Las astillas se clavaron profundamente en su carne, rasgando la tela de sus pantalones, dejando gruesas gotas de sangre en la madera. Con un esfuerzo titánico, logró meter la pierna derecha por completo, pero el verdadero desafío estaba apenas comenzando. Se contorsionó con una agilidad inesperada, intentando meter la pierna izquierda. Los movimientos eran torpes, forzados, cada músculo de su cuerpo protestando ante la exigencia extrema. Con un último empujón, consiguió meter la otra pierna, pero la sensación de alivio fue efímera. Todavía tenía que meter más de la mitad de su cuerpo.

Abel apretó los dientes, tragándose el dolor y la desesperación. No podía permitirse un solo momento de duda. Empujando con todo su peso, logró meter su cintura a través del estrecho agujero, sintiendo cómo cada fibra de su ser se desgarraba en el proceso. Su grueso abrigo de motociclista, diseñado para protegerlo en la carretera, ahora se había convertido en un obstáculo. El material rígido y pesado se enganchaba en las astillas de la trampilla, dificultando aún más su entrada. Sin embargo, este mismo abrigo también amortiguaba el impacto de la madera rota, evitando las peores heridas.

Al intentar meter sus brazos para finalmente lograr escapar, fue demasiado brusco. El ángulo en el que quedó su brazo izquierdo era antinatural. Sumado al peso de su propio cuerpo tirando hacia abajo con una fuerza brutal, terminó provocando un crujido seco y estremecedor que resonó por todo su interior. Un dolor lacerante recorrió todo su brazo, haciéndolo gritar en silencio. Lo había roto.

Cada movimiento se convertía en una agonía; el dolor era tan intenso que parecía que el mundo a su alrededor se desvanecía, quedando solo el fuego ardiente en su brazo roto. Abel sentía las lágrimas arremolinándose en sus ojos, pero las contuvo, sabiendo que llorar no le ayudaría a salir vivo. Su respiración se tornó pesada y errática, cada inhalación era un recordatorio del sufrimiento que su cuerpo estaba soportando. Luchando contra el instinto de rendirse, Abel forzó su otro brazo a través del estrecho espacio, utilizando su mano buena para empujar con todas sus fuerzas. Las astillas y los bordes irregulares de la trampilla se clavaban en su carne, pero él continuaba, impulsado por el miedo que sentía al pensar en la figura que le perseguía. La sensación de la madera rasgando su piel era dolorosa, pero nada comparado con el terror que le invadía al pensar que podría ser atrapado si se demoraba unos pocos minutos.

Después de lo que pareció una eternidad, logró deslizar su cuerpo por completo a través del agujero. Su brazo roto colgaba inerte a su lado, el dolor ahora una constante compañía en su mente. No obstante, el dolor era anecdótico al lado de la sonrisa despiadada y victoriosa que inundaba el rostro del viudo: ¡Oh, destino, nuestro protagonista había escapado!

Su pecho y abdomen, arañados y ensangrentados. Su brazo izquierdo, roto e inútil. Sus piernas, adormecidas y cansadas. La victoria era innegable. El triunfo de este día, una leyenda que contarían sus ancestros. Pero la sonrisa de triunfo duró menos de un segundo. Antes de que pudiera meter su cabeza por la trampilla, un movimiento en su visión periférica lo congeló. Levantó la vista justo a tiempo para ver cómo un hombre se encontraba asechándolo entre el matorral de arbustos.

El perseguidor se detuvo al encontrarse con Abel, una gigantesca y distorsionada sonrisa apareció en su rostro. Era una sonrisa cargada de una malevolencia pura y desquiciada, como si disfrutara viendo a su futura víctima huir como una rata. Abel sintió que el tiempo se detenía, su corazón suplicando por qué dejara de perder el tiempo y descendiera a la seguridad del sótano.