Incrédulo ante lo que estaba sucediendo, Abel intentó convencerse de que, por alguna extraña jugada del destino, la trampilla se había cerrado por su propio peso, volviendo a camuflarse con la alfombra en el fondo del armario. Sin embargo, al revisar minuciosamente, las pruebas eran claras e innegables: la trampilla había desaparecido, por imposible que pareciera.
Desesperado, sin comprender exactamente lo que estaba ocurriendo, Abel se agachó nuevamente y trató de encontrar alguna abertura en la alfombra. Sus manos temblaban mientras pasaban frenéticamente sobre la felpuda superficie de la alfombra, esperando sentir algún indicio de la trampilla oculta. Pero no había nada. La realidad lo golpeó con una fuerza abrumadora, y en un desesperado intento por hallar la entrada al túnel, tiró de la alfombra con todas sus fuerzas.
*Sruuuck*…
La alfombra se despegó del suelo, revelando los antiguos y sólidos tablones de madera del fondo del armario. La trampilla había desaparecido. La incredulidad se transformó en una creciente sensación de terror. ¿Cómo era posible? ¿Qué tipo de maldición o truco diabólico podía hacer desaparecer una trampilla ante sus propios ojos?
La mente de Abel se nubló con pensamientos de pánico y confusión. No lograba aceptar lo que estaba viendo, o más bien, lo que ya no podía ver. Su frente no paraba de sudar mientras tiraba con fuerza los tablones de madera, tratando de encontrar alguna rendija, alguna señal de que la trampilla estaba allí y que simplemente no podía verla. Nada, los gruesos tablones ni siquiera se curvaron.
—¡Esto no puede estar pasándome! —Murmuró el viudo en un susurro desesperado, su voz quebrada por la angustia y su inútil intento de no hacer ruido.
La desesperación aumentaba a cada segundo que la trampilla no aparecía. Abel tiró la alfombra a un lado y comenzó a rasgar los bordes del armario, con la esperanza de que el túnel estuviera allí, escondido en algún lugar. Su respiración se volvió agitada, y su corazón latía frenéticamente.
“¿Qué carajos está pasando?, yo salí por esta trampilla. ¡Estoy seguro de que acá abajo hay una escalera!” Pensó Abel con preocupación mientras salía del armario para verlo como si se tratase de su mayor enemigo. No se contuvo y trató de mover el armario. La tarea no fue sencilla, pero logró correr el mueble unos centímetros. No obstante, únicamente logró encontrarse con lo mismo: un sólido y macizo piso de madera, completamente uniforme con su alrededor.
Desesperado y enloquecido por la situación, Abel se dispuso a investigar los tablones, convencido de que un túnel no podía aparecer y desaparecer por arte de magia. Pero antes de que pudiera agacharse, un ruido estremecedor hizo que un escalofrío recorriera su espalda.
*Cruk, cruiik, cruiik*…
Abel se dio la vuelta y miró la puerta de la habitación con los ojos muy abiertos, deseando con todas sus fuerzas estar escuchando mal. Pero los oídos de Abel no fallaban. Los antiguos tablones de madera en el pasillo estaban crujiendo, señal inequívoca de que alguien estaba caminando por el pasillo. Y los ruidos cada vez más fuertes solamente podían significar una cosa: la persona en el pasillo se estaba dirigiendo hacia el dormitorio donde él se encontraba.
¡Lo habían descubierto!
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El miedo se apoderó de Abel, congelando cada músculo de su cuerpo. El sonido de los pasos era cada vez más cercano y más fuerte, aumentando su pánico. No había tiempo para pensar; necesitaba encontrar un lugar para esconderse o idear un plan para escapar.
Rápidamente, miró alrededor de la habitación en busca de cualquier sitio donde pudiera ocultarse. La cama con el colchón lleno de hongos y las sábanas manchadas de un negro rojizo no era una opción viable. Saltar por las ventanas cerradas no era siquiera posible, a no ser que estuviera dispuesto a sufrir las consecuencias de cortarse con los vidrios rotos.
*Cruk, cruik*…
Sin tiempo para pensar, dejó de buscar el escondite perfecto y se metió en el armario. Cerró las puertas con cuidado, tratando de no hacer ruido. Sus manos temblaban tanto que apenas podía coordinar sus movimientos. Dentro del armario, su corazón latía tan fuerte que temía que se escuchara fuera.
*Cruk, cruik, cruuuuiik*…
Los pasos se hacían cada vez más obvios, y la dirección no cambiaba. En unos pocos segundos, la persona en el pasillo pasaría por la puerta del dormitorio donde nuestro protagonista estaba escondido. Mientras tanto, el protagonista en cuestión luchaba contra el pánico y los nervios, intentando comprender cómo era posible que la trampilla hubiera desaparecido.
Mientras el olor a las ropas avejentadas del armario comenzaban a irritarlo, Abel observó que las puertas del armario tenían pequeñas rajaduras por donde podía verse el exterior. Desde afuera estas aberturas no se notaban, pero desde dentro, la luz de la lámpara aún encendida en la mesa de luz entraba por estos espacios delatando su presencia. Fue en ese momento cuando Abel recordó con una claridad escalofriante que esa lámpara no se había prendido sola. Esto solo podía significar una cosa: ¡el guía la había encendido!
Abel maldijo en silencio, preguntándose cómo era posible que en una mansión tan grande uno de los guías anduviera precisamente por el dormitorio más desprolijo y destrozado de todos. Se suponía que esta debía ser la habitación más descuidada de todas, no la más visitada. Las probabilidades eran abrumadoramente bajas, y la absurda coincidencia lo hacía sentir como un ratón atrapado en un laberinto diseñado por un gato malvado que solo estaba jugando con su presa antes de devorarla. Aún más desconcertante era pensar por qué el pasillo subterráneo lo había dirigido a este lugar en particular y no a otro, entre la casi infinita cantidad de posibilidades ¿Qué tenía este cuarto de especial? Sus maldiciones no lograban más que aumentar su enojo con el destino.
Los pasos finalmente llegaron a la puerta del dormitorio. Abel pudo escuchar como el guía se detenía justo en la puerta y parecía no tener intención alguna de pasar el dormitorio por alto.
*Cliiiiiink*…
Con un molesto y chirriante ruido, la puerta del dormitorio comenzó a abrirse con una lentitud desesperante. Abel sintió su corazón latir con una fuerza descomunal, mientras su estómago parecía a punto de salirse por la boca. Se obligó a contener el vómito mientras su mente trataba de preparar las palabras adecuadas para enfrentar las consecuencias de sus errores. Ya había escapado de sus crímenes durante demasiado tiempo. Ahora, parecía que el destino lo estaba obligando a enfrentar las consecuencias de sus acciones, como todo hombre de bien debería hacerlo.
Cuando finalmente toda la puerta se abrió, un hombre misterioso entró en la habitación y miró directamente hacia el armario donde Abel se escondía. En ese instante, los nervios y la desesperación de Abel se desvanecieron por completo. Su cuerpo dejó de temblar y un silencio absoluto lo envolvió, mientras una mirada alerta y penetrante aparecía en su rostro. Abel lo comprendió de inmediato: esto nunca había sido un juego del gato y el ratón.
Su vida estaba en riesgo.
El rostro del guía presentaba un problema inmenso, uno tan grande que los conflictos menores de la vida cotidiana del viudo parecían infantiles en comparación con lo que estaba presenciando. En el momento en donde vio ese rostro, cualquier miedo a posibles consecuencias legales se esfumó. Lo que Abel tenía frente a sus ojos no era un hombre dispuesto a delatarlo ni condenarlo; era la viva imagen de alguien dispuesto a ejecutarlo.