Abel miró la fotocopia sostenida por el policía de reojo. Le invadía un sentimiento incómodo, una mezcla de vergüenza y temor que se agitaba en lo más profundo de su ser. Admitirlo le resultaba difícil, pero la idea de enfrentarse a lo que pudiera contener esa carta le atemorizaba hasta la médula. Sin embargo, Clara estaba muerta, y en algún lugar de su mente, sabía que debía enfrentar la verdad, por dolorosa que fuera. Además, el policía frente a él parecía determinado a encontrar al culpable, y Abel sabía que no podía permitirse quedarse atrás en esa búsqueda.
Con lentitud, Abel retiró la fotocopia de la mano del policía. Cada movimiento era lento y deliberado, como si temiera desencadenar una fuerza desconocida al tocar el papel. Mientras lo hacía, sintió como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor, como si las personas en el hospital estuvieran conteniendo la respiración mientras él se preparaba para enfrentar al responsable de la tragedia. La habitación del hospital se tornaba sobrenaturalmente silenciosa, solo interrumpida por el zumbido distante de las luces fluorescentes y el suave murmullo del personal médico que pasaba por los pasillos.
El papel crujía ligeramente bajo sus dedos, un ruido discordante en el silencio opresivo que lo rodeaba. La fotocopia de la carta era a color, lo que permitió que Abel distinguiera el tono amarillento de la hoja donde estaba escrito el mensaje. En cada una de las carillas se había colocado una porción de la carta. Es decir, la primera carilla contenía el destinatario, la segunda el contenido de la misma. Sus ojos recorrieron las pocas líneas de tinta negra que indicaban el destinatario con una mezcla de incredulidad y angustia, sintiendo el peso de la muerte de Clara apretando su pecho.
—Para Clara Müller… —Murmuró Abel, leyendo las únicas palabras presentes en esta carilla de la fotocopia con una mezcla de confusión y preocupación.
—Parece que alguien estaba tratando de jugar con la mente de su esposa... —Comentó el policía, frunciendo el ceño mientras examinaba las reacciones del viudo con atención.
Con manos temblorosas, Abel giró la página con cuidado, temiendo que la corazonada que tenía en estos momentos se tornara una realidad. Las palabras impresas en la hoja parecían arder con un fuego frío, enviando escalofríos por su espalda.
—Querida Madre… —La voz de Abel era apenas un susurro, pero pareció una explosión en la silenciosa habitación. La infantil voz de Sofía resonaba en su mente, su sonrisa, su alegría le impedían leer la carta con normalidad —... Ha pasado mucho tiempo…
Abel apretó los puños con fuerza, luchando contra la oleada de emociones que amenazaba con abrumarlo. Pensó en la mente de Clara suspendida entre el pasado y el presente, entre la esperanza y la desesperación. Pensó en su hija muerta y ahora revivida para ser usada para terminar de destruir la mente de su madre. Pero sobre todas las cosas pensó en la reacción que tuvo Clara al leer semejantes palabras.
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"Querida Madre:
Ha pasado mucho tiempo y sin lugar a duda deben ser muchas las preguntas que debes querer realizarme y más aún son las preguntas que deben surgirte luego de leer esta carta. Lo cierto es que no tengo las respuestas a dichas preguntas, pero conozco el sitio a donde puedes encontrarlas.
Ven a buscarme en Golden Valley, en la mansión de los Fischer.
Espero que podamos volver a encontrarnos pronto.
Te amo mucho... Sofía Neumann"
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—Sofía desapareció teniendo apenas seis años; ni siquiera sabía escribir correctamente... —Abel murmuró con voz entrecortada, sus ojos se deslizaban sobre la carta como si esperaran encontrar respuestas grabadas en sus trazos infantiles— Además, esto es demasiado formal para una niña, es evidente que no lo escribió mi hija, ¿cómo puede ser que haya provocado semejante reacción en mi esposa?
El policía, de semblante serio y mirada penetrante, asintió en silencio. En sus ojos se reflejaba la misma confusión y desasosiego que atormentaba a Abel, pero tras su fachada de profesionalismo, una chispa de determinación ardía, alimentada por el deseo de desentrañar aquel enigma.
—Eso es algo que evaluarán los peritos psicológicos… —Comentó el policía, su voz cargada de preguntas. La letra de la carta era tan desprolija como la de un niño. Pero si un adulto buscaba aparentar ser un niño de seis años, ¿escribiría de manera tan formal? La duda flotaba en el aire, espesa e inquietante.
—Los padres de Clara podrían haber buscado ayudarla escribiendo la carta... —Murmuró Abel, apartando la mirada de la carta para enfrentar al policía con cautela. Sin embargo, incluso mientras pronunciaba aquellas palabras, sabía en lo más profundo de su corazón que aquella explicación era una mera cortina de humo. Algo más estaba en juego aquí, algo oscuro y retorcido. Algo que era mejor no mencionarle al policía.
—Opino lo mismo… —El policía asintió lentamente, su expresión sombría reflejaba la gravedad de la situación. La conexión entre la carta y la muerte de Clara era evidente, pero el motivo detrás de todo eso seguía siendo un misterio sin resolver. Podía ser por la herencia, podía ser por odio, podía ser por el cansancio de tener que lidiar con su enfermedad, había muchas posibilidades recorriendo su mente y él no sabía cómo encarar este caso. Pero el policía estaba seguro de algo, el principal responsable de la muerte de Clara debía ser alguien que conocía a la perfección su mente. La cuestión ahora era encontrar si fueron sus padres, sus suegros… O su esposo.
—De hecho, me he puesto en contacto con la policía de los pueblos cercanos a Golden Valley para que investiguen la mansión —Añadió el policía, rompiendo el silencio sepulcral que envolvía la habitación con su voz grave y firme.
Abel frunció el ceño, la intriga brillando en sus ojos mientras absorbía la nueva información: —¿Han encontrado al culpable? —Inquirió, ansioso por descubrir cualquier pista que pudiera arrojar luz sobre el sombrío misterio que rodeaba a esta carta.
El policía negó con la cabeza con gesto sombrío.
—No había nadie en la mansión… —Murmuró.
Un silencio tenso se apoderó de la habitación, interrumpido únicamente por el murmullo distante de la ciudad que se filtraba por las ventanas entreabiertas.
—...—Abel contempló la revelación en silencio, su mente trabajando a toda velocidad mientras intentaba encajar las piezas del rompecabezas.
—De todas formas, esto se considerará un suicidio… —Comentó el policía con pesar, su voz cargada de resignación. Aunque en el fondo buscaba evaluar la reacción del desdichado viudo— Si el forense no interpreta la carta como un indicio de homicidio, no podremos hacer nada. Se catalogará como un acto de desesperación sin más.
—¡Pero la persona que envió esa carta fue la responsable de la muerte de mi esposa! —Exclamó Abel, la irá destellando en sus ojos— ¡Deben hacer algo al respecto!
El policía suspiró, su expresión reflejaba una mezcla de compasión y frustración. Parecería que el hombre ante sus ojos no era el que había mandado esta carta, y debía seguir buscando.
—En mi opinión, sí… —Admitió— Pero mi opinión tiene poco peso en este caso. Será el médico forense quien determine el curso de la investigación. En cualquier caso, le notificaremos desde la comisaria cualquier novedad sobre el caso, y la decisión final sobre como es catalogado, ya sea homicidio o suicidio.
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Abel apretó los puños con impotencia ¿Cómo podía aceptar que la muerte de Clara se considerara un suicidio? ¿Cómo podía resignarse a la idea de que el culpable permanece libre?
—Pero no pueden simplemente dar por cerrado el caso... —Se quejó Abel inconscientemente — ¡Alguien debe hacer justicia por Clara!
El policía asintió con comprensión, su gesto reflejaba profesionalismo.
—Entiendo su dolor, señor... —Comenzó a decir, pero fue interrumpido por un estridente timbre que resonó en la habitación, interrumpiendo abruptamente su conversación.
Abel se sobresaltó, mientras observaba al policía sacar un dispositivo de comunicación de su cinturón, gesto que indicaba la inminencia de una llamada importante.
—Disculpe un momento… —Musitó el oficial, alejándose para atender la llamada entrante.
Mientras tanto, Abel se dejó caer en una silla cercana, su mente aún girando en torno al doloroso recuerdo de su esposa. Cerró los ojos con fuerza, como si tratara de escapar de la innegable realidad que lo rodeaba, pero la presencia persistente de la tragedia lo mantenía anclado a tierra firme.
—Lamento la interrupción, señor... —Dijo, su tono grave indicaba urgencia— Pero parece que ha surgido un problema a unas pocas cuadras.
Abel levantó la mirada con incredulidad, sus ojos buscando respuestas en el rostro del policía: —¿Qué ha sucedido? ¿Es más importante que lo que le ocurrió a mi esposa? —Inquirió sin disimular su enojo.
El policía exhaló lentamente, como si estuviera tratando de ordenar sus pensamientos antes de hablar.
—Recibimos una llamada anónima… —Comenzó a explicar— Al parecer, alguien fue asesinado por un delincuente hace unos minutos, y necesitan que vaya a la escena del crimen para investigar lo sucedido.
—Entonces supongo que tiene que irse —Comentó Abel con un tono sarcástico, tratando de contener su frustración—Sería inoportuno dejar a un asesino suelto caminando por las calles de nuestra ciudad.
—Aprecio su cooperación, señor... —Al comentar eso, el policía miró a Abel una última vez y se despidió con un gesto de respeto— Gracias por su colaboración. Ruego que me disculpe por haber interrumpido su duelo.
Tras despedirse, el policía se marchó con paso firme y decidido, mientras Abel también se dirigió hacia la salida del hospital con pasos tambaleantes y lentos, sumido en sus pensamientos y temeroso del oscuro significado detrás de la carta que había leído.
Abel comprendía que la carta estaba vinculada de alguna manera con aquella misteriosa carta que había recibido hace una década, enviada en nombre de Ana. El contenido era el mismo, solo había cambiado el destinatario. Sin embargo, era consciente de que compartir esta conexión con el policía solo resultaría en ser catalogado como un demente, lo que podría llevarlo directo a la cárcel o, peor aún, al confinamiento en el manicomio.
¡Habían pasado diez años! Era demasiado tiempo para que cualquier prueba o información útil sobreviviera, y el hecho de que el policía le lanzaba miradas incriminatorias no le ayudó a revelar la información.
Con paso lento y pesado, Abel se encaminó hacia el ascensor, sintiendo cómo el sudor frío le empapaba la espalda mientras intentaba desentrañar el enigma que se cernía sobre él ¿Cómo era posible que esta carta hubiera llegado a manos de Clara? Pasaron diez años desde su visita a Golden Valley, y durante todo ese tiempo, nada había ocurrido para recordarle aquella extraña experiencia.
De hecho, Abel recordaba ir a Golden Valley como algo bueno para su vida y muy nutritivo para curar las heridas de su corazón , un momento de paz y sanación en medio de la depresión que había seguido a la muerte de Ana. Fue en el trayecto a Golden Valley donde finalmente logró aceptar la pérdida de su amada esposa y comenzar a reconstruir su vida desde cero.
Con el paso del tiempo conoció a Clara, donde encontró la fuerza para seguir adelante y formar una familia. Pero todo eso se desmoronó el día en que su hija desapareció, dejando una sombra de desolación sobre ellos que nunca lograron disipar por completo.
Sin embargo, nunca había cruzado por la mente de Abel la posibilidad de que las mismas personas que le enviaron aquella carta años atrás estuvieran relacionadas con el secuestro de su hija. Pero la carta recién descubierta planteaba la inquietante pregunta: ¿Y si su hija realmente estaba en Golden Valley, retenida por estos secuestradores?
El policía había asegurado que no encontraron a nadie en la mansión, lo que descarta esa posibilidad. Aun así, alguien había estado allí, alguien que había desencadenado la espiral de locura que había llevado a su esposa a perder la cabeza.
Abel anhelaba desesperadamente viajar a Golden Valley para descubrir quién estaba detrás de esto, pero las palabras de la vieja guía resonaban en su mente, sembrando la semilla del miedo y la duda: «Todos vuelven... siempre hay una excusa para volver a este pueblo.»
Atormentado por la incertidumbre y el temor a lo desconocido, Abel tomó la decisión de no aventurarse solo a Golden Valley. Sin embargo, ansiaba que la policía encontrara al responsable de enviar esa carta. Aunque dudaba de que esa persona enfrentará consecuencias graves por un simple acto aparentemente inofensivo, Abel tenía innumerables preguntas para esa mierda que había estado espiándolo durante más de una década.
Abandonó el hospital sumido en sus pensamientos, perdido en un laberinto de recuerdos y preguntas sin respuestas. Reflexionaba sobre su pasado con Ana, con su hija, con Clara, y sobre todo, sobre el misterio de la carta que había resurgido en su vida.
Cuando quiso recordar dónde estaba, Abel notó que se encontraba en la puerta de metal que daba rumbo al zaguán de su casa. Se sacudió de su ensimismamiento y se enfrentó al vacío abrumador que se extendía ante él.
Al entrar en la casa, Abel se dirigió al living y se sentó en el sillón, como lo hacía todos los días a esa hora, pero esta vez se encontró paralizado frente al televisor. Sostenía el control remoto en su mano, apuntando hacia la pantalla, pero en lugar de encenderlo, permaneció inmóvil, perdido en sus pensamientos.
Transcurrieron casi diez minutos en esa posición estática, hasta que finalmente la realidad lo alcanzó de nuevo, y Abel se dio cuenta de la soledad aplastante que lo envolvía.
La revelación impactante de encontrarse con esa carta había dejado su mente aturdida, pero ahora, en el silencio opresivo de su hogar, el viudo comprendió que había sido tan idiota de irse del manicomio sin ver a su difunta esposa.
Clara se había ido para siempre, igual que Ana y Sofía. Él estaba solo en esta casa vacía.
Con un esfuerzo considerable, Abel se levantó del sillón, luchando contra las olas de mareo que amenazaban con derribarlo en cualquier momento. Pero antes de que pudiera dar un solo paso hacia la puerta para regresar al manicomio, el sonido estridente de una llamada entrante resonó a través del silencio de la casa.
*Ring*...*Ring*...
Con pies temblorosos, Abel se acercó al teléfono fijo y lo levantó con precaución, temiendo escuchar otra mala noticia este día:
—¿Quién llama? —Preguntó con voz baja y cansada, su tono reflejando la carga de su agotamiento— No estoy de humor para hablar de facturas o cualquier otra cosa trivial.
La voz en el otro extremo de la línea respondió con un grito, y Abel reconoció de inmediato al autor de la llamada: su padre, Carlos.
—¡Soy yo, idiota! —Exclamó Carlos con una mezcla de preocupación y frustración— ¡Como mierda no vas a atender las llamadas en este momento! Por el amor de dios, somos viejos, hijo ¡Quieres que nos dé un paro cardiaco! ¡Tu madre está al borde del colapso! ¡Nos tuvimos que enterar de la muerte de Clara por sus padres!
Abel intentó justificarse, sintiéndose cada vez más débil y desorientado —Mi celular se quedó sin batería… —Murmuró mientras se aferraba a las paredes en un intento de mantenerse erguido—No me siento bien. Me olvidé de avisarles.
La exasperación de Carlos se hizo evidente en su tono de voz elevado: —¡¿Cómo puedes olvidar algo así?!
—De verdad, no me siento muy bien, papá...—Respondió Abel mientras su voz se perdía y su agarre de la pared se aflojaba.
*Puff*...Un suspiro agotado escapó de sus labios justo antes de que su cuerpo cediera ante el mareo abrumador y se desplomara sin fuerzas sobre el suelo.
—¡Normal que no te sientas bien! ¡Pero no por eso puedes olvidarte de nosotros!—Continuó gritando Carlos desde el teléfono colgado
Pasaron unos segundos y Abel no respondía, por lo que Carlos comenzó a preocuparse:
—¡¿Estás ahí, hijo?! ¡¿Colgaste?! ¡Abel, responde, carajo!...