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86 - La despensa

Cuando Abel finalmente apartó la vista del mensaje, lo primero que sintió fue un vacío extraño, como si la misma realidad que lo envolvía se hubiera resquebrajado. El cambio no fue lento ni gradual; fue abrupto, violento, tanto que lo dejó sin aliento por unos segundos. La sensación de estar desfasado en el tiempo y el espacio lo invadió por completo. El almacén ahora lucía como si alguien hubiese pulsado un interruptor que reescribía el mundo ante sus ojos. Era imposible pensar que Abel aún se encontraba en la misma habitación y sin embargo, es lo que ocurría: este era el almacén, pero era radicalmente diferente.

Los tablones de madera que antes estaban carcomidos por el moho y la humedad, ahora resplandecían bajo una luz tenue que parecía resaltar cada detalle. Eran los mismos tablones, pero rejuvenecidos, como si el tiempo los hubiera acariciado en lugar de devorarlos. El techo, que había amenazado con derrumbarse en cualquier momento, se mostraba firme y renovado, mientras el suelo, que antes crujía bajo sus pies con cada paso, ahora parecía sólido y bien cuidado, tan pulido que podría reflejar su rostro si se inclinara.

El hedor nauseabundo que hasta hacía unos instantes impregnaba el aire, ese olor tan espeso que parecía atarse a la piel y a la garganta, había desaparecido por completo. En su lugar, el aire ahora olía limpio, fresco, como si la muerte jamás hubiese entrado a esta habitación. Abel parpadeó varias veces, intentando procesar lo que sus ojos veían. Las latas de comida caducadas y oxidadas, habían sido reemplazadas por latas nuevas y relucientes, con etiquetas intactas que sugerían fechas de caducidad lejanas. Era como si todo hubiese sido restaurado por alguna fuerza invisible e incomprensible.

Pero lo que de verdad golpeó a Abel como un puñetazo en el estómago fue la ausencia del cadáver. Martin ya no estaba allí. La sangre, los huesos y la carne putrefacta se habían esfumado como si jamás hubieran existido. Abel sintió cómo la gravedad parecía aumentar de golpe, tirando de sus entrañas hacia el suelo. Su garganta se cerró, incapaz de emitir sonido alguno. Sus ojos, abiertos como platos, escudriñaban el espacio vacío donde había estado el cadáver, tratando de encontrar algún rastro de su presencia. Pero no había nada. Absolutamente nada.

Sus piernas comenzaron a temblar de manera incontrolable, y el aire se volvió denso, casi insoportable, como si la misma atmósfera se hubiera saturado de una irrealidad que lo aplastaba. Se llevó una mano a la boca, intentando contener un sollozo que luchaba por escapar, pero no pudo más. Las lágrimas, que habían comenzado como un tímido manantial en sus ojos, se convirtieron en un torrente. Primero silenciosas, luego violentas, hasta que se arrodilló en el suelo con un golpe sordo, entregándose por completo al llanto.

Era un llanto de angustia, pero no de alivio. Abel no estaba llorando por haber escapado; estaba llorando por la certeza de lo que eso significaba. Todo había sido real. Golden Valley, los monstruos, el dolor, los dibujos, el sufrimiento inhumano. Todo. Y ahora, el precio de su libertad lo aplastaba con una fuerza insoportable. Había escapado, sí, pero lo había hecho empujando a alguien más a ese infierno. Alguien desconocido, inocente, condenado por su propia supervivencia. La carta que aún sostenía en sus manos temblorosas se empapaba de lágrimas. No podía soltarla, como si fuese lo único que lo mantenía anclado a la realidad. Su cuerpo se sacudía con cada sollozo, y su mente no podía detenerse de repetir las mismas palabras: “La he condenado… la he condenado…”

El crujido de una puerta abriéndose lentamente rasgó el silencio sofocante, arrancando a Abel de su desesperación como un golpe repentino. Sus ojos, aún borrosos por las lágrimas, se abrieron de par en par mientras levantaba la cabeza de golpe ante la amenaza de peligro inminente.

La puerta del almacén se deslizaba como si alguien delicadamente la empujara. Al otro lado, la figura de un hombre emergió con una calma inquietante, avanzando con pasos tranquilos y mesurados. Instintivamente, el viudo llevó la mano a su cintura buscando el revólver. Con horror descubrió que había desaparecido. Desarmado, indefenso y agotado, miró al hombre con una mezcla de terror y desconfianza.

Era un anciano de aspecto amable, con una expresión que reflejaba preocupación sincera. Su rostro estaba surcado por arrugas profundas, líneas que contaban una vida larga, quizá tranquila, pero ahora intranquila por el sonido de los sollozos que habían llegado hasta él. Tenía la piel pálida y delicada, casi translúcida bajo la luz tenue que entraba desde el exterior, lo que resaltaba aún más sus rasgos suaves y su expresión benévola. El cabello del viejo era completamente blanco, una maraña de mechones finos y esponjosos que rodeaban su cabeza como una corona de nieve. Estaba cuidadosamente peinado hacia atrás, aunque algunos mechones rebeldes caían sobre su frente, dándole un aire ligeramente desaliñado. Sus ojos eran de un azul claro, casi hipnótico, como el de un cielo despejado en pleno invierno. Había algo en ellos, una mezcla de comprensión y compasión, como si hubiera visto el dolor en otras almas perdidas antes de Abel, como si estuviera acostumbrado a lidiar con los turistas que se perdían en la mansión. Andaba vestido como un antiguo criado, lo que indicaba que era uno de los guías que trabajaba en la mansión, pero no mostraba ningún indicio de haber salido del otro mundo que Abel acababa de dejar atrás. Sin embargo, la familiaridad de su vestimenta, tan parecida a la del hombre gordo que había enfrentado antes, lo llenaba de una inquietud insuperable. Algo no encajaba, aunque todo en la mirada del anciano parecía genuino, su sola presencia evocaba en Abel una sensación de amenaza invisible.

El hombre dio un paso más al interior del almacén, inclinando levemente la cabeza, como si no quisiera sobresaltar aún más a Abel. Era un gesto suave, acompañado de una sonrisa tenue, apenas visible entre sus arrugas, pero que irradiaba calidez, como si su única intención fuera ayudar. Abel observó aquella sonrisa forzada, un intento de ofrecer consuelo, pero el abismo de desconfianza en su mente era demasiado grande para permitirle relajarse.

—¿Está todo bien, señor? —Preguntó el anciano, con una voz tranquila y paternal, cargada de una genuina preocupación— Escuché unos llantos y pensé que alguien podría necesitar ayuda. Si está perdido, puedo llevarlo a la salida. No tiene por qué avergonzarse, esta mansión es un verdadero laberinto, incluso para los que la conocen bien.

Abel no podía procesar lo que estaba ocurriendo. Su mente, todavía sacudida por el cambio radical en su entorno, luchaba por entender si este hombre era real o parte de algún truco del otro mundo. Sus ojos parpadearon varias veces, tratando de discernir la verdadera naturaleza de aquel que se le acercaba con esa expresión tan amable y ajena a todo lo que acababa de vivir.

El guía, con su expresión amable y preocupada, parecía genuinamente interesado en ayudar. Aunque la situación era sospechosa, la mente del viudo estaba demasiado abrumada para cuestionar todos los detalles. Con los ojos enrojecidos y las lágrimas secándose en su barba desaliñada, se esforzó por recobrar algo de control sobre sí mismo. El rostro del anciano lo observaba con una bondad que parecía desarmarlo, pero dentro de él, las dudas continuaban retorciéndose como serpientes. En lugar de expresar esas dudas, forzó una sonrisa en su rostro, intentando ocultar su creciente paranoia.

—Sí, me perdí… —Respondió con voz rota, entrecortada por la fatiga— Podría llevarme a la salida, por favor. Quiero regresar a casa…

Al escuchar la petición, el anciano esbozó una sonrisa que se amplió ligeramente, mostrando unos dientes amarillentos pero firmes. El viejo extendió su mano, la palma abierta y amable, como una ofrenda de paz.

—Claro, sígame —Dijo el guía con voz suave, cálida, casi paternal— Lo llevaré hasta la puerta principal de la mansión. No tiene por qué preocuparse, estas cosas suelen suceder frecuentemente. La mansión puede ser un lugar confuso, especialmente cuando uno está cansado. Dormir en cama ajena siempre cuesta y más en un pueblo abandonado.

La mano del anciano permanecía suspendida en el aire, una invitación que parecía pesar más de lo que Abel podía soportar. ¿Podía confiar en este hombre? ¿Era realmente alguien dispuesto a ayudar, o simplemente otra cara más de los horrores que había enfrentado en esta mansión maldita? La sonrisa del guía, sin embargo, no mostraba fisuras. Sus ojos azules continuaban brillando con esa gentileza penetrante que parecía tan fuera de lugar en el frío y desolado almacén.

Abel finalmente se decidió. La tentación de salir de la mansión era demasiado fuerte. No podía soportar permanecer más tiempo en este lugar, y aunque sus instintos gritaban que no confiara, su cuerpo simplemente no tenía la energía para resistir. Con una mano temblorosa, aceptó la del anciano. Al sentir el contacto, notó la calidez que irradiaba de su piel, una calidez humana, real, que lo estremeció por un segundo. Mientras el guía lo ayudaba a levantarse del suelo, Abel intentaba contener la oleada de emociones que lo azotaban. Sus piernas se sentían como de plomo, temblando bajo su propio peso, pero el anciano lo sostuvo firmemente, sin perder esa calma que lo definía.

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—No se preocupe —Continuó el viejo mientras le daba una suave palmada en el hombro, una caricia que pretendía transmitir consuelo— Saldrá de aquí en poco tiempo, le prometo que estará bien.

Las palabras del anciano resonaron en la mente de Abel con un eco extraño, como si vinieran desde una distancia que él no podía precisar. ¿Podía realmente confiar en esa promesa? Lo que más lo inquietaba no era solo que un completo desconocido apareciera justo en su momento de mayor vulnerabilidad, casi como si lo hubiera estado esperando, sino que todo en este hombre parecía calculado al milímetro para tranquilizarlo. Desde su postura hasta la suavidad de su voz, cada gesto estaba cargado de una perfección imposible. La actitud del guía era más que profesional; rozaba lo inhumano en su precisión. Ni siquiera quienes trabajaban en las líneas de atención a suicidas, entrenados específicamente para calmar a personas al borde del abismo, lograban un tono tan reconfortante, tan perfectamente calibrado para transmitir seguridad.

Había algo demasiado perfecto en esa perfección, algo que hacía que Abel se sintiera incómodo. La fatiga mental, sin embargo, lo arrastraba hacia adelante, y aunque cada músculo de su cuerpo le rogaba que retrocediera, que se alejara de esa figura casi irreal, simplemente no podía. Era como si el guía supiera exactamente lo que Abel necesitaba escuchar, como si pudiera leer en su mente y moldear su comportamiento para adaptarse a cada uno de sus pensamientos más íntimos.

Mientras caminaba al lado del anciano, Abel no podía dejar de observar con el rabillo del ojo. El hombre parecía caminar con la serenidad propia de alguien que había hecho ese recorrido mil veces antes. La rigidez de sus movimientos, la curvatura de su espalda ligeramente encorvada por los años, todo en él transmitía la idea de que conocía cada rincón de la mansión. ¿Quién era realmente este hombre? ¿Cómo podía mantenerse tan sereno tras encontrarse con un “turista”, hecho pedazos, llorando como un niño perdido? Tal vez tendría sentido si Abel tuviera diez años, pero el viudo rozaba la mitad de su vida. Nadie, con algo de sentido común, mostraría tanta piedad por un hombre hecho y derecho sollozando en un rincón como un mocoso asustado, mucho menos por el simple hecho de haberse “perdido”. La mansión ni siquiera era tan grande; Abel estaba en el primer piso. Cualquier trabajador se hubiera reído al verlo en ese estado patético, no lo habría tomado en serio. Incluso el olor que despedía era nauseabundo, como si acabara de revolcarse en un basurero. El hedor a transpiración, muerte y orina estaba impregnado en su ropa, y sin embargo, el guía no mostró ni el más mínimo rastro de repulsión.

No había forma de ignorar lo obvio: los pantalones de Abel seguían húmedos por la meada que se le había escapado durante el horror anterior, y el hedor ácido flotaba alrededor suyo. Cualquier persona con un poco de dignidad lo hubiera mantenido a distancia, pero aquel hombre le había extendido la mano sin vacilar, como si no percibiera el desastre que tenía delante.

Pero lo más inquietante no era solo la indiferencia del guía hacia su estado deplorable, sino la ceguera aparente ante las pruebas físicas del calvario que Abel había pasado. Su brazo roto pendía de su hombro en una posición grotesca, de suerte podia usarlo si lo forzaba a costa de sufrir una tortura, la piel raspada y la carne expuesta en algunos puntos. Sus manos estaban manchadas con la sangre de Martin, y ni siquiera le había dado tiempo de esconder la carta firmada con sangre. Sus botas eran un desastre que eran imposibles de ignorar, manchadas de sangre seca, e incluso trozos de piel quemada que se le habían adherido. Abel lo notaba. Lo olía. Era imposible que el guía no lo viera. Y sin embargo, no había ni una mueca de sorpresa o incomodidad en el rostro del viejo. Ni una sola palabra sobre el estado de su ropa o las marcas evidentes de violencia que llevaba encima. Absolutamente nada.

El guía no solo parecía ciego, sino que, en su inquietante perfección, era como si también fuera insensible. Era inhumano, una figura casi fantasmal, que flotaba sobre la realidad con la precisión de alguien que sigue un guion milimétricamente planificado. Parecía un actor de reparto que al notar las incoherencias del guion que actuaba, fingía ignorancia para mantener su trabajo. La obra debía continuar y él debía seguir su rol asignado. Todo en él gritaba que aquello no era normal. Nadie actuaría así ante un hombre con el brazo roto, botas empapadas en sangre y la cara demacrada por el llanto. Pero este hombre lo hacía, sin siquiera pestañear, como si la decadencia de Abel fuera tan irrelevante como el polvo en el aire.

Abel siguió al anciano a través de los pasillos, sus pasos resonando suavemente en la alfombra restaurada. Cada paso lo alejaba de la locura que había experimentado, pero también lo hundía más en una incertidumbre nueva. Mientras caminaba detrás del guía, su mente no podía detenerse. Todo parecía demasiado sencillo, demasiado correcto, como si estuvieran siguiendo un guion. El final abrupto de una historia de terror. Como si él fuera un protagonista victorioso y por ello todo debía salir a la perfección al final de la historia. Se sentía poco real. Artificial. La voz de su instinto, aunque sofocada por el cansancio, seguía susurrándole que algo no estaba bien. El corazón le latía con fuerza, y aunque su cuerpo mantenía su calma, su mente luchaba en silencio.

—¿Trabaja aquí desde hace mucho? —Preguntó Abel con la voz apagada, esperando quizá obtener alguna pista, algún indicio que desvelara el misterio detrás del viejo.

—Oh, sí, toda una vida, desde hace 60 años… —Respondió el anciano sin volverse a mirarlo, como si la respuesta fuera parte de una conversación rutinaria— Este lugar ha sido mi hogar durante muchos años. He visto a muchas personas como usted perderse en estos pasillos, y siempre estoy dispuesto a guiarlos de regreso.

La respuesta era simple, casi reconfortante, pero en su simplicidad, Abel sintió un escalofrío. “Personas como usted”, había dicho. ¿A cuántos otros había encontrado así? ¿Cuántos más habían conocido la verdadera cara de Golden Valley? Abel no podía saberlo, pero cada palabra del anciano parecía acariciar sus miedos más profundos, como si supiera exactamente qué decir para mantenerlo en calma, pero también para dejar entrever que había algo mucho más oscuro escondido en sus intenciones.

—Ya que trabajo en la mansión durante tanto tiempo, ¿alguna vez se cruzó con un viejo llamado Klein? —Preguntó Abel, con la voz temblorosa pero decidida.

El anciano, sin dejar de caminar con su andar tranquilo y pausado, giró ligeramente la cabeza hacia Abel y respondió con una sonrisa cordial.

—Oh, sí, claro que lo conocí. He hablado con él con frecuencia a lo largo de los años. Era un buen hombre, muy dedicado a su trabajo. Me sorprendió mucho cuando la policía lo acusó de esos crímenes. Nunca imaginé que él pudiera estar involucrado en algo así.

—¿Crímenes? —Repitió Abel, su voz cargada de una incredulidad fingida— ¿A qué se refiere? ¿Está hablando de los secuestros? Mi hija, Sofía, desapareció hace muchos años, y se decía que Klein estaba involucrado. ¿Sabe algo sobre eso?

El guía detuvo su andar por un momento, y aunque su rostro mostraba una expresión de sorpresa genuina, pronto retomó su ritmo con una calma inalterable.

—Sí, esos rumores, he oído algo al respecto. Pero, sinceramente, nunca le di mucha importancia. Klein siempre hablaba de su trabajo en la mansión con mucho cariño. Parecía estar tan unido a este lugar que nunca pensé que pudiera ser culpable de algo tan terrible.

—De hecho, no es solo un rumor —Interrumpió Abel, con voz tensa y cargada de emoción— A Klein se le acusó de muchos asesinatos. Se encontraron varios cadáveres en el pueblo que se decía que eran de sus víctimas. La policía lo llevó por esos crímenes y la justicia lo encontró culpable de todo.

Abel formuló su perspectiva, pero su mente estaba en caos. No podía evitar preguntarse de dónde provenían esos cadáveres si el cuerpo de Martin había desaparecido, y no se encontraba en la despensa. ¿Dónde estaba Martin? En el otro mundo, el cuerpo había quedado varado, desaparecido para siempre. ¿La policía encontró “esos” cuerpos? ¿Cómo?

—Oh, mire usted… —Dijo el guía con una sonrisa que parecía desbordar una calma inhumana— Sinceramente, uno llega a acostumbrarse a las injusticias. La gente tiende a hablar de lo que no comprende y los rumores suelen ser exagerados, algunos tanto que terminan en tragedias. Pero le aseguro que Klein era un buen hombre. Confió en mi intuición: la policía cometió un error al llevárselo a él.

—¿Así que usted no cree en las acusaciones? —Preguntó Abel, tratando de comprender cómo alguien podía mantener una calma tan inquietante, habiendo conocido personalmente al culpable.

—No solo no les creo a los acusadores…—Dijo el anciano con una voz que mantenía un tono tranquilizador—Sino que me temo que Klein fue otra víctima más del verdadero culpable de los crímenes. En su desesperación de no encontrar a un culpable, la policía buscó un chivo expiatorio para ocultar sus fracasos. El viejo Klein era demasiado reservado, demasiado sospechoso y tenía pocos amigos, me temo que quedó atrapado en una red de engaños y tragedias que no comprendía del todo. Pero no se preocupe, el asesino no anda suelto por el pueblo. Lo más probable es que el viejo Klein fuera la última víctima. El criminal logró desviar la atención y se limpió las manos en el proceso. Sin sangre en las manos, podrá continuar su vida como si nada hubiera pasado.

A medida que se acercaban a lo que debía ser la puerta principal, Abel no podía evitar sentir que el aire a su alrededor se volvía más denso. Aunque el anciano continuaba con su andar tranquilo, cada vez que miraba hacia adelante sentía que la mansión lo absorbía un poco más. Quería escapar de esta mansión cuanto antes. No soportaba fingir tanta calma, caminar tan lento.