Abel leyó con atención nuevamente el papel que sostenía en su mano. No estaba leyendo la agenda, sino que había extraído una hoja en blanco del primer cajón del escritorio y había transcrito palabra por palabra lo que había interpretado de la segunda anécdota. Su interpretación inicial le había parecido tan absurda que lo hizo dudar de su propia cordura. ¿Podría haberse equivocado al interpretar la letra garabateada del asesino? Con más dudas que respuestas, Abel decidió recurrir a este método alternativo para asegurarse de que no se había confundido al descifrar las palabras del criminal.
Se sumergió una vez más en la anécdota del asesino, con la esperanza de encontrar alguna pista que arrojara luz sobre el enigma que lo mantenía cautivo. Cada frase era como un vistazo al tormento interno del asesino, revelando capas de resentimiento, arrepentimiento y una extraña aceptación de su destino. La crudeza de las descripciones lo hizo estremecer, pero también revelaba mucho acerca de la personalidad de este sujeto.
La mención de una llave y su búsqueda tortuosa volvía aparecer como tema central de la anécdota. Era como si el asesino estuviera compartiendo los detalles de una odisea personal, una búsqueda obsesiva que lo había llevado al límite de su resistencia física y emocional. Las páginas de la agenda habían sido cuidadosamente censuradas por las manos del asesino, sin embargo, deliberadamente había dejado dos anécdotas para que alguien las descubriera en el futuro. En la primera historia se mencionaba la llave de plata, y en la última, finalmente, se revelaba su hallazgo. ¿Por qué el asesino ponía tanto énfasis en esta llave? Abel no lo sabía con certeza, aunque presentía que pronto lo descubriría.
Mientras avanzaba en la narrativa, su ceño se fruncía ligeramente, reflejando las dudas que surgían en su corazón. Aunque sabía que estas eran las palabras de un enemigo, no pudo evitar sentir algo de pena por la triste vida de este sujeto. El asesino no era solo un villano despiadado; era un hombre atormentado por sus propios demonios internos, luchando por encontrar redención en un mundo lleno de mentiras y engaños.
Aunque sentir pena por este desgraciado revolvía su estómago, lo que más lo preocupaba a Abel no era la miserable vida del asesino y la crudeza con la cual narraba sus desgracias, sino la forma en que el asesino parecía estar atrapado en el pasado, en una época que ya no existía. Las descripciones distorsionadas de su aventura en el pueblo minero y las referencias a la esclavitud parecían indicar que el asesino estaba viviendo en una realidad alternativa, una en la que la mina aún estaba en funcionamiento y las tradiciones del pasado seguían vigentes.
Abel reflexionó sobre esta revelación, considerando las posibles implicaciones de la obsesión del asesino con el pasado. ¿Qué evento traumático podría haberlo llevado a aferrarse a la época en donde Golden Valley no era un pueblo fantasma? ¿Y qué conexión tenía esto con los crímenes que había cometido? Estas preguntas lo llevaron a adentrarse aún más en la mente del asesino, tratando de comprender los motivos detrás de sus acciones. Pese a ello, comprender una mente tan distorsionada no era cosa fácil.
Por mucho que su interpretación pareciera coherente hasta el momento, aún había un fragmento de la anécdota que no tenía sentido alguno. En el último párrafo se rompía la cuarta pared y el asesino anunciaba irónicamente que él era el responsable de llevarlo a Golden Valley. Este giro surrealista desafiaba cualquier intento de comprensión racional. Para desacreditar su propia percepción y calmar sus nervios agitados, Abel se había visto obligado a tomar medidas drásticas. Dando lugar a que tomara una hoja en blanco y se dispusiera a transcribir la anécdota palabra por palabra, con la esperanza de demostrar que lo que estaba leyendo era una invención de su propia mente, una paranoia creada por el estrés y la tensión de estar atrapado en este pueblo fantasma. Después de todo, era inconcebible que el asesino supiera que él encontraría estas anécdotas. No podía ser más que una coincidencia absurda, un truco de su imaginación sobrecargada de traumas.
Si bien era cierto que el asesino había invitado a Abel a la mansión de los Fischer mandando las renombradas cartas, nunca mencionó la existencia de este sótano ni del cuaderno que ahora tenía en sus manos. Además, la capa de polvo que cubría cada rincón de este sótano indicaba que había permanecido intacto y sin visitantes durante un tiempo considerable. Esta evidencia sugería que prácticamente nadie conocía la existencia de este sótano, lo que hacía aún más desconcertante el hecho de que el asesino hubiera dejado un mensaje dirigido a él escondido en este lugar.
Aunque el viudo no había sido la única víctima del asesino, era la única mencionada en la agenda encontrada en este sótano. Esta disparidad planteaba una serie de preguntas inquietantes que retumbaban en la mente de Abel, sin ofrecer respuestas claras ni consuelo alguno. ¿Qué tenía de especial él para merecer tal atención por parte del asesino? ¿Por qué el destino lo había dirigido a este sótano? ¿Por qué se había puesto a investigar el escritorio? ¿Por qué no había quemado este librito negro? ¿El asesino tenía la capacidad de predecir todo eso? Pero por supuesto que no.
La posibilidad de que el asesino lo tratara de forma especial por haberlo atrapado y mandado a la guillotina parecía descartarse rápidamente. En primer lugar, cuando la policía lo atrapó ya le era físicamente imposible dejar este mensaje. En segundo lugar, la anécdota mostraba signos evidentes de antigüedad: el papel amarillento, los bordes desgastados, la tinta desgastada y borrosa. Todo indicaba que estas palabras habían sido escritas mucho antes de que Abel pusiera un pie en Golden Valley. Entonces, ¿cómo era posible que el asesino conociera su nombre y lo hubiera incluido en su anécdota? ¿Por qué lo había hecho? ¿Todas sus víctimas pasaron por esto antes de caer en sus fetiches?
“No es posible, debe ser mi imaginación” Pensó Abel mientras se rascaba la barba nerviosamente, no obstante su cuerpo lo había traicionado: Había escrito su nombre en la anécdota nuevamente.
Abel sintió un nudo en la garganta. Había tenido que leer su nombre una vez más, y esta vez no había margen para el error. No había otras palabras que pudieran haber reemplazado mejor los garabatos que había descifrado. Si solo hubiera sido una vez, podría haber atribuido el incidente a un delirio producto de la paranoia, un mero error de interpretación. Pero su nombre había sido escrito cuatro veces, y en la última ocasión, el asesino incluso había incluido su apellido. El problema era demasiado evidente para ser ignorado, incluso para un hombre que prefería mantener los ojos cerrados y fingir que su nombre no había sido escrito en la anécdota.
Ya sin dudas, Abel se encontraba paralizado por el terror y la incredulidad. ¿Cómo era posible que el asesino lo incluyera en esta anécdota? No había manera de que el criminal supiera que él volvería a Golden Valley tras su muerte, ni de que supiera que encontraría este sótano, inspeccionaría el escritorio y leería este cuaderno. Era imposible. Si ese fuera el caso, ¿qué otros planes tendría el criminal para él? ¿Y por qué había decidido revelarle esta parte de su siniestro legado precisamente a él? El mensaje no era una ráfaga de insultos por haberlo delatado, ni tampoco era una burla por haber dejado que secuestrara a su hija, por el contrario, parecería que el asesino se estuviera jactando de enviarlo a una trampa mortal. ¿Este sótano era una trampa mortal?
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Abel luchaba por comprender la complejidad de la situación en la que se encontraba. Si el asesino realmente hubiese querido que él leyera esta anécdota, habría mencionado este sótano a la policía. Si la policía hubiera encontrado esta agenda junto con los perturbadores dibujos, probablemente habrían considerado al asesino como un enfermo mental, enviándolo a un manicomio en lugar de enfrentarlo a la justicia. Eso nunca sucedió, lo que hacía que la probabilidad de que este diabólico cuaderno terminara en sus manos fuera prácticamente inexistente.
Con cada palabra que absorbía del último párrafo de la anécdota, Abel sentía cómo un escalofrío recorría su espina dorsal, dejando tras de sí una estela de inquietud y confusión. La mención de su nombre, impresa en tinta negra sobre el papel desgastado, resonaba en su mente como un eco ominoso. Fue entonces cuando Abel comprendió la razón detrás del misterioso comportamiento del asesino al no entregar este cuaderno a la policía; quería que encontrara el libro en este sótano, donde supuestamente se ocultaba la clave para desentrañar el enigma: la llave y la caja de la plata. Sin embargo, ¿por qué el asesino querría que Abel lo descubriera de esta forma? ¿Y cómo había podido prever que Abel terminaría descubriendo este sótano? Estas preguntas desafiaban la lógica y rozaban lo místico, llevando a Abel a cuestionar la realidad misma de lo que estaba experimentando. Aunque creía en dios, no precisamente un creyente devoto de lo sobrenatural, pero la extrañeza de la situación era demasiado abrumadora para ignorarla o atribuirla a simples coincidencias.
Abel se encontraba atrapado en la red que él mismo había tejido, incapaz de sacar de su cabeza las palabras que había escrito en el papel. Cada frase era como un anzuelo que lo arrastraba más profundamente hacia la paranoia, haciéndolo cuestionar todo lo que creía saber sobre sí mismo y sobre el mundo que lo rodeaba.
El misterio que envolvía las palabras del asesino se convirtió en una presencia tangible en la habitación, llenando el aire con una sensación de enemigos invisibles. ¿Quién era este hombre que afirmaba conocerlo mejor que nadie? ¿Qué oscuros secretos había dejado escondidos en Golden Valley? ¿Estaba en peligro? ¿Había caído en una trampa?
“No, este caso fue investigado por los mejores policías y por miles de expertos en la materia. Es imposible que existan cómplices y un fantasma sin cabeza no puede asustarme de esta forma” Estimó Abel. Sin embargo, sus pensamientos fueron rápidamente interrumpidos cuando exploró cada rincón del sótano en busca del supuesto fantasma sin cabeza. Para su alivio, no encontró nada más que telarañas y polvo. Parecía que llamar a los cazafantasmas aún no era necesario.
"Estoy llenando demasiados fragmentos de esta historia con mi imaginación..." Pensó Abel mirando con aturdimiento las palabras originales en el cuadernillo negro y sus transcripciones. Aunque las letras eran casi garabatos, aún eran palabras y eran comprensibles después de pasar un buen tiempo interpretándolas. No obstante, la realidad era demasiado difícil de aceptar y Abel prefirió creer que había error en su interpretación.
Decidió dejar de lado esta anécdota y revisar las últimas cinco páginas del librito negro. Estas últimas páginas no tenían mucha información útil y si bien se observaba un cambio en el tipo de letra, aún estaban escritas con una caligrafía que tomaba trabajo interpretar. Sin embargo, con la experiencia adquirida y usando la lógica, Abel comprendió las siguientes páginas sin requerir tanto tiempo:
> "Desde lo más profundo de mi corazón, anhelo que aquellos que hereden mi legado encuentren las mismas satisfacciones que yo experimenté durante mi larga travesía por Golden Valley. Sin embargo, comprendo que para alcanzar esas dichas, deberán enfrentar los desafíos que este pueblo maldito presenta. Con el peso de esta verdad en mi conciencia, tomó la decisión de partir y legar toda mi fortuna a las siguientes 98 almas. A cada una de ellas les otorgó por igual mi mayor tesoro, confiando en que les servirá para desentrañar los secretos ocultos de este lugar y hallar la verdadera riqueza que han optado por esconder de sus propias vidas. Que este legado les brinde la oportunidad de descubrir la verdad que aguarda entre las sombras de Golden Valley y les guíe hacia un destino de prosperidad y realización.
>
> En caso de que los 98 herederos designados en el contrato no se presenten en Golden Valley para reclamar su legado, entonces otorgó el título de heredero al alma número 99. La cual se verá forzada a visitar el pueblo y aceptar mi legado. Esta alma debe poseer la peculiaridad de compartir mis mismas inquietudes al adentrarse en el pueblo y no puede tener ningún vínculo con mis herederos naturales, familiares, amigos o conocidos cercanos.
>
> Como condición para que un heredero acepte la herencia, yo debo haber muerto. El individuo que acepte deberá comprometerse de manera irrevocable a someterse a un servicio de esclavitud en la explotación minera de Golden Valley. Deberá renunciar a toda la fortuna que me pertenece y cederla a mis herederos naturales. Además, no deberá haber tenido ningún tipo de relación previa conmigo.
>
> Herederos designados:
>
> Jacobo Müller
>
> Cristóbal Fischer
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> Norma Schmidt
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> Diego Wagner
>
> Valentina Meyer
>
> Ricardo Schneider
>
> …(Continuaba)
>
> Martín Zimmermann
>
> Carolina Lehmann
>
> Sofía Keller
>
> Felipe Schuster
>
> Lucía Krüger
>
> Romina Braun
>
> Sergio Schmitt
>
> Pablo Huber
>
> Manuel Vogel
>
> Abel Neumann"
Abel inspeccionó detenidamente las últimas cinco páginas donde los nombres de 99 personas estaban registrados meticulosamente. A medida que avanzaba su mirada, notó que todos los nombres estaban tachados. Sin embargo, un nombre destacaba entre todos los demás por no tener la marca despiadada del tachado. El último nombre de la lista, su nombre.
“Abel Neumann…” Las palabras salieron de sus labios en un murmullo, más como un ejercicio de racionalización que como un estallido emocional. ¿Qué significaba este descubrimiento? Abel reflexionó mientras su mente trabajaba para encontrar una explicación lógica. Ya había canalizado su frustración quemando los dibujos macabros del asesino, lo que le proporcionó la tranquilidad necesaria para no desesperarse.
No podía evitar preguntarse si su presencia en la lista significaba que el asesino lo consideraba una víctima potencial. O tal vez había algo más detrás de todo esto, algo que él aún no comprendía. Con un gesto firme, cerró la agenda y se puso de pie. Había llegado el momento de desentrañar los misterios que envolvían las anécdotas del asesino.