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80 - La despensa (2)

Abel se acercó al cuerpo del joven, preocupado y desconcertado por la rigidez que sentía al intentar moverlo. Al principio pensó que quizá Martin se había desmayado o se había quedado aturdido por algo. Tiró con más fuerza, pero el cuerpo seguía siendo extraño, inmóvil como si estuviera anclado en el lugar.

—Muchacho, ¿qué te pasa? —Susurró Abel, mientras trataba de sacarlo del baúl.

Pero algo no estaba bien. Había una resistencia fría, casi antinatural, como si el cuerpo de Martin estuviera pegado a algo. Abel sintió cómo un escalofrío recorría su espina dorsal. Miró al joven con más atención, esperando ver alguna señal de vida, algún movimiento que confirmara que todo estaba bien, que solo era una situación extraña y nada más.

Sin embargo, no obtenía ninguna respuesta. El silencio en la habitación era tan denso como la niebla que cubría el suelo. Martin parecía estar inconsciente, anestesiado. El corazón de Abel comenzó a latir más rápido, y aunque trató de mantener la calma, una parte de él sabía que algo terrible estaba a punto de revelarse.

—Vamos, muchacho… ¿te quedaste dormido o qué? —Preguntó Abel en un tono nervioso, mientras intentaba despertar al joven.

Con un último tirón, Abel intentó sacar al joven del baúl. Fue entonces cuando sus manos sintieron una rigidez aterradora. Martin no estaba simplemente inconsciente, estaba frío, más frío de lo que cualquier ser humano debería estar. El corazón de Abel comenzó a latir con fuerza, mientras una extraña sensación de pánico lo invadía.

—No puede ser… —Murmuró, su respiración se volvió entrecortada.

Con la vista fija en el cuerpo, Abel notó algo más. La cabeza del joven no parecía simplemente atrapada en el baúl. Algo la mantenía fija en una posición grotesca, y al moverla ligeramente, Abel sintió una resistencia dura, metálica. No quiso mirar, pero la curiosidad y el temor lo vencieron. Con un movimiento lento y cauteloso, Abel giró el cuerpo de Martin lo suficiente para ver lo que lo había mantenido atrapado.

Lo que vio lo dejó paralizado. Una barra de metal atravesaba la boca del joven y se perdía en lo profundo de su cráneo. Abel retrocedió con horror, su cuerpo temblaba, y un grito mudo quedó atrapado en su garganta.

Martin estaba muerto. Lo habían asesinado.

—Mierda… —Murmuró Abel, su voz rota por el asco y el shock. El estómago se le revolvió al ver la sangre que bañaba el interior de la caja, un charco pútrido de sangre y pedazos de carne en estado de descomposición. El hedor era insoportable, tan fuerte que se colaba por su nariz como una nube tóxica.

Abel había visto la muerte antes, la había sentido cerca en más de una ocasión. Pero lo que tenía frente a él era algo distinto, algo profundamente grotesco que le golpeó el alma de una manera que ni siquiera en sus peores pesadillas hubiera podido imaginar. Martin era un buen chico, una víctima inocente y aún más importante: era su héroe. Era un pobre muchacho que había arriesgado su vida para salvarlo, y sin embargo, ahora yacía empalado ante sus ojos.

La barra de metal que le atravesaba la cabeza le había entrado de lleno por la boca, manteniendo su mandíbula grotescamente abierta. Los dientes amarillentos y desordenados de Martin estaban al descubierto, como si hubiera tratado de gritar en sus últimos momentos, pero lo único que había salido de su boca era un silencio eterno. Los labios, que alguna vez habían sonreído con un toque de locura, ahora colgaban en una mueca macabra, manchados con sangre seca. La piel alrededor de su boca se había desgarrado al ser perforada por el metal, y pequeñas astillas de hueso sobresalían de los bordes de la herida, como si su cráneo hubiera intentado resistir el impacto de la barra, pero hubiera fracasado miserablemente.

Los ojos de Martin estaban abiertos, pero vacíos, completamente vidriosos. Su mirada estaba perdida en la nada, fija en algún punto más allá del sufrimiento, donde ni siquiera el dolor tenía sentido ya. Era una mirada que Abel jamás podría olvidar, porque reflejaba el terror congelado en el momento final del joven. Era como si sus pupilas, ahora opacas, hubieran absorbido la imagen de la muerte, y lo hubieran atrapado allí para siempre.

La sangre manchaba no solo el interior de la caja, sino también el rostro y la ropa del joven. Una gran mancha de color marrón oscuro se extendía desde su cuello hasta su pecho, donde se había acumulado después de su muerte. Pero lo que más impresionaba a Abel era el olor. Ese hedor penetrante y nauseabundo que emanaba del cuerpo en descomposición, mezclado con el hierro de la sangre y el óxido de la barra, hacía que el aire de la habitación fuera casi imposible de respirar.

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El cuerpo de Martin estaba completamente rígido, y el frío que irradiaba su piel era antinatural. Abel sentía como si estuviera tocando una estatua de carne y hueso, una grotesca escultura de la santa muerte que había quedado atrapada en un grito eterno para siempre. Sus brazos estaban flácidos, colgando a los costados, como si hubiera sido incapaz de defenderse en el último segundo.

Abel retrocedió, sintiendo como su piel se erizaba, su cuerpo temblaba involuntariamente. Nunca había sentido una combinación tan abrumadora de asco, miedo y tristeza. La mente le daba vueltas, luchando por asimilar lo que tenía delante. Martin estaba muerto. No había duda, pero la crueldad con la que había sido asesinado hacía que la inseguridad lo azota.

El sudor frío corría por su frente mientras Abel trataba de mantener la compostura, pero le era imposible apartar los ojos de la grotesca escena. Sintió que su estómago ya no tenía más que vaciar, y después de varios minutos de arcadas secas, finalmente se recompuso lo suficiente para enfrentarse a la realidad.

Tras recuperar algo de compostura, el viudo examinó el lugar con más detenimiento, sus ojos repasando cada detalle de la escena. Algo no encajaba. No era simplemente un accidente ni un asesinato sin sentido. Había un mecanismo en esa caja, una serie de tuercas y cuerdas que Abel logró identificar al seguir con la mirada la barra de metal que había atravesado la cabeza de Martin. Al parecer, se trataba de una trampa, cuidadosamente montada para atacar a cualquier incauto que abriera la caja.

—Una trampa cazabobos… —Murmuró Abel, observando con asco y precaución el elaborado mecanismo. El joven fue víctima de una trampa mortal, no había dudas. La expresión en su rostro aún mantenía rastros de la incredulidad que había experimentado en sus últimos segundos de vida.

En la caja había una manivela y con cierto asco, Abel metió la mano y comenzó a girarla. A medida que lo hacía, la barra de metal que empalaba a Martin comenzó a retroceder, su mecanismo oculto se retraía lentamente, liberando el cuerpo del joven.

La situación estaba cargada de más preguntas que respuestas, y Abel no podía dejar de preguntarse quién o qué había instalado esa trampa. Martin había muerto de una forma muy inocente y eso solo sumaba terror al misterio. ¿Sería nuestro protagonista el siguiente en caer en una de estas trampas? Mientras Abel se alejaba lentamente del cadáver, algo lo hizo voltear la cabeza hacia la ventana. Ahí estaba, el lobo feroz, ese ser monstruoso con la sonrisa perturbadora, mirándolo desde el patio, esperando pacientemente, como un cazador jugando con su presa.

—Qué molesto eres… —Murmuró Abel entre dientes, odiando con cada fibra de su ser a esa criatura que parecía disfrutar su sufrimiento. Pero no iba a ceder tan fácilmente; había sobrevivido hasta ahora, y no iba a dejar que ese ser lo quebrara.

Con el acechador vigilando desde la ventana, Abel regresó su atención al cadáver en la habitación. Las dudas le invadían la mente como un enjambre. Recordaba las palabras de Martin, aquellas en las que decía que cada uno vivía la “experiencia” de Golden Valley como si se tratase de su propio mundo. Pero si eso era cierto, ¿cómo es que el joven había muerto en el suyo? Imposible saberlo, Abel de suerte creía que estaba en “otro” mundo. Independiente de ello, la verdadera gran pregunta era: ¿Qué había hecho que Martin cayera en esa trampa? No lo sabía. Por el momento nada tenía sentido y era necesario encontrar las respuestas o su vida estaría en riesgo.

“¿Cómo caíste en esta trampa? Hay tantas cajas en esta habitación... ¿Por qué justo elegiste esta?” Pensó Abel, su mente luchando por encontrarle sentido a lo que veía. Era demasiada coincidencia, demasiada mala fortuna. A menos, claro, que todas las cajas en esta habitación fueran trampas, pero Abel no era tan estúpido como para averiguarlo por sí mismo. Solo un loco o alguien desesperado haría tal cosa, y aunque había cruzado líneas que jamás imaginó, aún conservaba algo de cordura.

Abel miró alrededor, tratando de encontrar alguna pista. Entonces, notó algo que hasta ahora se le había escapado: la tapa de la caja estaba tirada en el suelo, medio oculta por la espesa niebla que cubría el piso de la habitación. Al levantarla, no noto nada raro en la misma, nada que pudiera haber llamado la atención del Martin. El señuelo no estaba en la superficie de la caja. Decidió inspeccionar el interior de la misma. Al observar con cuidado, notó algo curioso. El fondo de la caja estaba manchado de sangre, pero había una parte en particular que parecía más elevada que el resto. Metiendo la mano con cautela, Abel presionó esa sección del piso de la caja, y para su sorpresa, el fondo se movió ligeramente. Había algo escondido debajo.

—¿Qué es esto…? —Abel frunció el ceño mientras sus dedos tocaban lo que parecía ser un compartimento oculto.