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70 - El sótano

Paralizados por el encuentro, los dos hombres se miraron fijamente durante lo que pareció una eternidad, mientras el silencio opresivo de la mansión de los Fischer envolvía la escena como un centinela silencioso. Los arbustos a su alrededor los aislaban del mundo, dándoles a ambos hombres el momento de protagonismo que ameritaban por haber llegado a este momento en sus vidas.

La vestimenta del persecutor revelaba que era uno de los guías que trabajaba en Golden Valley, siendo su apariencia anacrónica. Vestido como un burgués del siglo XVIII, llevaba un chaleco negro pulcramente ajustado, pantalones a juego y una camisa blanca inmaculada, tan almidonada que parecía imposible que alguien pudiera moverse con naturalidad en ella. Abel notó inmediatamente que, a diferencia del gordo nauseabundo con el que se había encontrado anteriormente en la mansión, este no era un tipo descuidado. No había manchas de barro o polvo en su atuendo, lucia como si lo hubieran sacado de un cuadro de la época, perfectamente conservado. Cada pliegue de su ropa estaba en su lugar, y los botones de su chaleco brillaban lustrosamente.

La parálisis de Abel no se debía a la elegancia de este hombre, sino al perturbador contraste entre su atuendo impecable y el horror que emanaba de su rostro. Sus ojos y su cabello estaban ocultos bajo un elegante sombrero negro que combinaba con su traje, proyectando una sombra ominosa sobre sus facciones. La única parte visible de su rostro era su nariz y su boca. La nariz del sujeto, aunque prominente y puntiaguda, no resultaba amenazante por sí sola. Sin embargo, la boca era otro asunto. Era anormalmente ancha y alargada, con una sonrisa grotescamente estirada que parecía fija, como si el hombre no pudiera hacer otra cosa más que sonreír. Sus labios eran finos y pálidos, estirados hasta un punto antinatural, dejando ver una fila de dientes que difícilmente parecían humanos. Dientes puntiagudos y amarillentos, afilados como cuchillas, brillaban a la luz tenue, y una viscosa saliva se deslizaba entre ellos, reflejando una malevolencia indescriptible. Era la boca de un lobo hambriento. Lo más impactante era el realismo de esta sonrisa; era tan perfecta que Abel no podía estar seguro si se trataba de una prótesis o de una deformidad natural. La sonrisa no cambiaba, ni siquiera un milímetro, y esto le confería una cualidad aterradora, inhumana, perfecta.

Un olor agradable y refinado, como el tabaco de alta calidad, emanaba de la boca del extraño sujeto, invadiendo los sentidos del viudo. Era un aroma que en cualquier otra circunstancia habría sido reconfortante, muy diferente del olor que un fumador de cigarrillos baratos desprende de su boca, pero aquí, en este contexto, se transformaba en una burla siniestra, una invitación a entrar en su boca, a sentir más de cerca esa agradable fragancia.

En este reservado hombre sin rostro, además de la sonrisa, el sombrero era el gran protagonista de su figura, un sombrero elegante que escondía sus ojos y su cabello, proyectando una sombra tan profunda que Abel no podía distinguir ninguna emoción en su mirada. Solo podía ver la nariz afilada y la sonrisa escalofriante, fija en una expresión de satisfacción malévola. Los bordes del sombrero estaban adornados con una cinta negra, que se movía ligeramente con la brisa, añadiendo un toque de movimiento a la figura estática y horripilante del perseguidor.

Abel intentó buscar una salida, cualquier cosa que pudiera romper el hechizo de este momento interminable. Pero sus piernas no respondían; estaban como congeladas en el lugar, clavadas en las escaleras por el miedo. Su mente estaba en una vorágine de pensamientos, tratando de encontrar una lógica en lo ilógico, una explicación para lo inexplicable. ¿Quién era esta persona? ¿Estaba demente? ¿Por qué hacía lo que hacía? ¿Cómo había logrado la policía ignorar la existencia de este circo de lunáticos que operaban impunemente en la mansión de los Fischer? ¡Todos locos, todos cómplices, todos asesinos! La policía estaba ciega, ¡no, la policía era cómplice!

La magnitud del encubrimiento y la complicidad era asombrosa. Cada detalle, cada horror oculto tras las puertas de la mansión de los Fischer, apuntaba a una red de corrupción y maldad que superaba cualquier pesadilla. Era como si todos, desde los más altos mandos de la policía hasta los guías de Golden Valley, estuvieran implicados en esta conspiración macabra. ¡Todos lo querían muerto!

El eco de sus pensamientos resonaba en su mente, intensificando su desesperación. La imagen de cada persona que había conocido en Golden Valley se distorsionaba ahora, sus rostros transformándose en las máscaras de unos psicópatas. ¿Cómo podían haber permitido que estos monstruos se ocultaran a plena vista? ¿Cómo podían haber sellado sus labios mientras los guías ejecutaban este retorcido espectáculo? Abel sentía que estaba luchando no solo contra un asesino, sino contra una maquinaria bien engrasada de sangre y tripas, donde cada engranaje estaba atascado con la carne de los inocentes. La realidad era más aterradora que cualquier ficción: en esta obra macabra, todos eran cómplices, todos eran asesinos. ¡No se podía confiar en nadie!

El lobo feroz dio un paso adelante, rompiendo el equilibrio de la escena. El movimiento fue lento y deliberado, como si el tiempo se hubiera ralentizado aún más. El sonido de sus zapatos al pisar el suelo resonó en el aire, amplificado por el silencio sepulcral. Cada paso parecía durar una eternidad, y con cada uno, la tensión aumentaba, envolviendo a Abel en un manto de terror creciente. La elegancia de los movimientos del perseguidor, contrastada con su sonrisa de pesadilla, hizo que el corazón de Abel palpitara aún más rápido, hasta el punto de sentir que estallaría.

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La niebla a su alrededor se volvió densa, casi tangible, cargada de una electricidad estática que hacía que cada vello de su cuerpo se erizara. Abel podía sentir el sudor frío bajando por su espalda, empapando sus prendas. Intentó tragar saliva, pero su boca estaba tan seca como el desierto, y el nudo en su garganta parecía crecer con cada segundo que pasaba.

El perseguidor se detuvo a unos metros de Abel. Con una gracia refinada que contrastaba profundamente con la amenaza inminente, levantó su sombrero con un toque ceremonial y se inclinó ligeramente hacia un lado, como un caballero inglés en un saludo cortesano. Sus movimientos deliberadamente calculados para que su rostro permaneciera oculto en todo momento. Era la imagen de un lobo amable invitando a su presa a una danza macabra, un saludo frío que denotaba más que simple cortesía: era un acto de dominio y respeto. Su sonrisa, una máscara de satisfacción inquietante, permanecía inmutable, perpetuamente estirada en una mueca que irradiaba una satisfacción oscura y perturbadora. La perfección de su postura y la inmovilidad de su sonrisa acentuaban el horror de su presencia. Abel sentía que cada segundo que pasaba lo acercaba más a un desenlace inevitable, atrapado entre la mansión y el hombre que se erguía ante él. El tiempo parecía haberse detenido, y Abel no sabía cuánto más podría soportar. La desesperación lo consumía, y sus pensamientos se volvían cada vez más frenéticos. Miró a su alrededor, buscando cualquier indicio de salvación, cualquier cosa que pudiera usar para defenderse o escapar. Pero la mansión, con su fachada imponente y sus ventanas oscuras, parecía un testigo indiferente a su sufrimiento, un recordatorio constante de que nunca había una salida fácil. Abel sabía que no podía quedarse allí para siempre, pero cada vez que intentaba moverse, sus piernas se negaban a obedecer. El terror lo había paralizado por completo, convirtiéndolo en un prisionero de su propio cuerpo. Sentía que si no hacía algo pronto, esa sonrisa espantosa sería lo último que vería antes de ser consumido por el lobo feroz.

El silencio fue roto finalmente por el sonido de una rama quebrándose bajo el peso de algún pájaro qué salía al vuelo, un sonido que normalmente habría pasado desapercibido, pero que en ese momento resonó como una explosión en la tensión acumulada. Abel dio un respingo y su mirada volvió a fijarse en el perseguidor, quien no había movido un solo músculo.

En ese momento, algo dentro de Abel hizo clic. Un ruido, imperceptible, pero resonante, lo sacudió de su estupor. No sería tan idiota de dejarse vencer por esa cruel sonrisa que lo atraía como una luz mala, destinada a llevarlo a una muerte trágica. Una chispa de determinación se encendió en su interior, empujándolo a luchar contra el miedo que lo tenía prisionero. Con un esfuerzo titánico, rompió la parálisis que lo mantenía inmóvil. No sabía cómo, pero debía encontrar una forma de escapar de esta pesadilla viviente.

Ignorando el dolor agudo en su brazo roto, Abel actuó casi por instinto. Metió su cabeza por la trampilla como un topo buscando refugio en su madriguera y comenzó a bajar las escaleras como si su vida dependiera de ello. Y lo hacía. Cuando sus botas chocaron contra los tablones podridos del suelo del sótano, sacó el encendedor que había estado guardando en su bolsillo y encendió una pequeña llama. La luz reveló el escritorio y, lo más importante, la caja de plata que había estado buscando.

Abel se dirigió rápidamente hacia la caja, la abrió de un manotazo y extrajo el revólver que había dentro. Agradeció haber visto videos sobre armas durante su viaje a Golden Valley. Con esos conocimientos y el impulso desesperado de sobrevivir, Abel, torpemente, logró extraer el tambor del revólver. Con las manos tan temblorosas y sudorosas como la primera vez que sacó el dinero arrugado de su bolsillo para comprar preservativos, logró colocar la única bala que tenía en uno de los agujeros. Aunque no estaba seguro de si el agujero elegido sería el primero en dispararse o el último, confiaba en que el simple hecho de tener el arma en sus manos serviría para desalentar al hombre con la sonrisa demencial.

Sintiendo el poder que solo un arma puede brindar en momentos de desesperación, Abel se acurrucó en una esquina de la habitación, usando las cajas dispersas por el sótano como trinchera improvisada. Con toda la fuerza de sus pulmones, gritó como un animal acorralado:

—¡¿Por qué no bajas ahora, enfermo?! ¡A ver si después de ver lo que tengo entre mis manos tienes las pelotas para seguir con esa sonrisa estúpida pintada en el rostro!

El silencio respondió a su desafío, un vacío opresivo que parecía burlarse de su desesperación. Para entrar en este sótano secreto, el perseguidor tendría que romper la trampilla, usar la llave del candado oxidado para deshacerse de las cadenas o tratar de colarse por el agujero. Sin embargo, el silencio era absoluto. No había ruido del candado abriéndose, ni el sonido de la madera siendo destrozada, y mucho menos el ruido del hombre tratando de meterse por la pequeña abertura en la trampilla. Era como si el mundo exterior se hubiera congelado en el tiempo, dejándolo atrapado en una burbuja.

La mente de Abel, ya atormentada por el dolor y la desesperación, se llenó de dudas y paranoias. El hecho de que no hubiera ningún ruido podría significar que el perseguidor se había quedado inmóvil, observando, esperando que saliera, o peor aún, que había ido a buscar ayuda. La incertidumbre era un enemigo tan cruel como el propio asesino, llenando el aire de una tensión insoportable. Abel sabía que cada segundo contaba, que debía actuar rápidamente antes de que cualquier nuevo horror se materializara en el silencio aterrador.