Con los párpados pesados como piedras, Abel intentó abrir los ojos. Pero la lámpara en el techo lo recibió con hostilidad, como si le reprochara su regreso al mundo de los vivos.
Cuando se acostumbró a la incómoda luz blanca y recuperó la visión, el aturdimiento lo abrumó. Se encontraba en una de las salas del hospital, la misma se extendía ante él en tonos de lozas blancas y máquinas de acero. Todo su cuerpo le dolía y la dura cama en donde reposaba no estaba ayudando en absoluto.
El aire olía a una mezcla entre desinfectante y medicamentos. Abel parpadeó, aturdido, y su mirada vagó por la habitación. Las paredes, imperturbables testigos de innumerables dramas, parecían cerrarse sobre él.
Un hombre gordo y calvo roncaba en un sillón junto a la ventana. Sus gafas negras, más grandes que su rostro, ocultaban sus ojos. Su camisa hawaiana, un arcoíris de colores chillones, parecía un grito de rebeldía contra la monotonía del lugar. Sus ojotas rotas pegadas con pegamento desafiaban la seriedad del hospital. Mientras que la arena entre los dedos de sus pies denotaba que este hombre había salido corriendo de la playa para llegar a esta sala.
Abel no pudo evitar observar al hombre durante unos segundos ¿Cómo podía alguien dormir así? ¿Cómo podía roncar tan fuerte sin despertarse a sí mismo con el ruido?
Sus dedos temblorosos encontraron el botón de llamada en la cama. La enfermera llegó, seguida de una mujer más joven, vestida con un formal traje negro y una camisa blanca. Por lo ordenada y planchada que estaba su ropa, parecía que esta mujer acababa de salir de una reunión de trabajo muy importante.
La mujer irradiaba ansiedad y alivio en partes iguales. Sin preámbulos, corrió hacia Abel, envolviéndolo en un abrazo de bienvenida al mundo de los vivos.
—¡Despertaste!—Exclamó la mujer, su voz era un eco de todas las madres preocupadas del mundo.
—Estoy bien, mamá…— Murmuró Abel. Pero su tono llevaba la carga de los eventos oscuros que había tenido que soportar, de las noticias devastadoras que amenazaban con ahogarlo nuevamente en la tristeza.
Carlos, el hombre gordo, se quejó desde su sillón:
—María, deja de abrazarlo; lo vas a desmayar otra vez.
María no hizo caso: —¡Deja de quejarte y ven a abrazar a tu hijo!
Carlos se levantó, sus ojotas golpeando el suelo. Se unió al abrazo, y Abel sintió el peso de su padre, la mezcla de su alivio y preocupación:
—Estuviste desmayado durante un día entero. Según los médicos, fue por un golpe de estrés muy fuerte.
—¿Un día entero? —Murmuró Abel sintiendo lo débil que estaba su cuerpo.
—Lo importante es que ya estás mejor —Comentó María lanzándole una reconfortante sonrisa a su hijo.
Abel ignoró por completo la sonrisa de su madre. Su mente estaba atrapada en un torbellino de recuerdos, retorciéndose en el dolor de lo que había perdido y la incertidumbre de lo que estaba por venir. La pregunta escapó de sus labios con una urgencia incómoda, cargada de ansiedad y desesperación:
—¿El caso de Clara ha progresado? ¿Han encontrado al culpable? ¿Quién envió esa carta? —Sus palabras eran un eco de su angustia, un eco que resonaba en los fríos muros del hospital.
Carlos, con su semblante serio y su mirada cansada, respondió con una firmeza militar que apenas ocultaba el peso de sus palabras.
—Un policía se acercó hace unas horas y me pidió que te informara que han cerrado el caso de la muerte de tu esposa —Su tono era como el acero, firme y determinado. Pero bajo esa frialdad, Abel podía sentir la corriente de dolor y frustración que amenazaba con desbordarse.
La palabra “asesinato” se abrió paso en la mente de Abel cuando escuchó la palabra “muerte”. Un torrente de emociones turbulentas se arremolinó dentro de él, amenazando con desatar una tormenta de ira y dolor.
—¡¿No lo consideraron un asesinato?! —Su voz resonó como un grito ahogado, cargado de furia y desaprobación. Sus ojos ardían con una intensidad que reflejaba la tormenta que se agitaba en su interior, luchando por encontrar una salida.
Con la experiencia de quien ha enfrentado la tragedia de la vida muchas veces, Carlos respondió con una calma que contrastaba con la tormenta que rugía en el corazón de Abel:
—En ningún lugar del mundo vas a prisión por enviar una carta. Deberías aceptarlo, hijo. Lo mejor será que te olvides de esa carta y lo consideres una broma de algún idiota. Una broma que terminó muy mal...—Sus palabras eran como una cuerda de salvamento lanzada al mar embravecido. Pero Abel se aferraba a su dolor con una ferocidad que amenazaba con consumirlo.
—¿No hay vídeos? ¿Testigos? ¡Debe haber cientos de cámaras en ese hospital! ¡Pero por el amor de dios, incluso hay policías en las puertas! —Abel clamaba, su voz llena de incredulidad y desesperación.
El manicomio donde Clara había muerto no destacaba por su lujo, sino por su importancia vital para la ciudad. Ocupaba una manzana entera y se componía de varios edificios, cada uno especializado en un área médica distinta relacionada con enfermedades mentales. Era un lugar bullicioso, donde el ir y venir de médicos y enfermeras era constante, y las personas transitaban los pasillos como peces sin rumbo. Aunque no era el palacio de la medicina moderna y todas las paredes estaban hasta reventar de propaganda política mezclada con carteles de lucha gremial, era el corazón pulsante de la atención sanitaria en la ciudad. Un refugio para los enfermos y un faro de esperanza en tiempos de angustia, pero incluso allí, la sombra del misterio se cernía sobre el desdichado viudo, amenazando con devorar cualquier rastro de verdad que pudiera quedar.
Carlos suspiró, el peso de tener que revelar la triste verdad descansaba sobre sus hombros como una piedra pesada. Pero no podía quedarse callado, era su deber como padre mantenerse fuerte para que su hijo pudiera encontrar alguien en quien apoyarse en los momentos difíciles que estaba transitando:
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—Hay tantas cámaras como adolescentes aburridos dispuestos a romperlas. Y también hay un gobierno más preocupado en los carteles luminosos llenos de propaganda que en mantener a flote las instalaciones del hospital —Sus palabras eran un eco de frustración y resignación que iban más allá de unas cámaras rotas; parecía que este país estaba en deuda con él, pero no se dignaba a pagar esa deuda nunca.
Por un momento, el silencio reinó en la habitación, roto solo por el zumbido distante de las luces fluorescentes y el murmullo constante de la vida que continuaba afuera, ajena al dolor y la desesperación que se agitaban dentro de estas cuatro paredes.
—La enfermera que le dio la carta a tu esposa dice que la encontró apoyada sobre la puerta de la habitación de Clara… No hay testigos, hijo —Las palabras de Carlos cortaron el silencio, llevando consigo el peso de la verdad que se negaba a ser ignorada.
—...—Abel guardó silencio. No había palabras para expresar la tormenta que lo consumía. Podía sentir el frío abrazo del misterio de la carta, envolviéndolo, atrapándolo en sus garras heladas, llevándolo a la misma desesperación que sintió Clara antes de despedirse del mundo de los vivos.
Carlos continuó, su disgusto por tener que estar hablando de este tema estando su hijo en la cama de un hospital era evidente, pero no podía dar marcha atrás, todo lo malo debía decirse en este momento y no había motivos para alargar esta tragedia:
—En unos días será el funeral de Clara…
—¿Pasó algo que estás tan enojado? ¿Los padres de Clara no los invitaron al funeral?—Preguntó Abel, notando el disgusto de su padre. Por la mueca en su rostro, sintió que algo más debía haber ocurrido.
María intervino con tristeza: —No es eso, hijo. El problema es que los sacerdotes no entierran suicidas. El funeral será en un crematorio. Los padres de Clara decidieron así, y no pudimos negarnos…
Abel asintió, recostándose en la cama con cansancio: —Mientras los padres de Clara estén tranquilos, yo también lo estaré.
La habitación del hospital parecía encogerse con cada palabra pronunciada por los presentes. Parecía que los muros blancos absorbían la tristeza y la ira que flotaban en el ambiente, invitando a todos a aceptar que lo perdido se había perdido para siempre. Sin embargo, Abel, atrapado en la cama, se sentía como un insecto bajo un microscopio, expuesto y vulnerable
Carlos, sin aceptar la idea, exclamó con enojo: —Me parece una locura. Tu esposa no se suicidó, ¡La mataron! Debería ser enterrada junto a la tumba de tu hija.
Abel miró al vacío, la lámpara en el techo ya no le resultaba tan molesta; todo lo contrario, su luz fría lo ayudaba a escapar un poco de la situación que estaba atravesando: —La tumba de Sofía está vacía, papá. Clara siempre pensó que seguía viva…
Abel sabía que, en medio de la tristeza, solo podían hacer lo mejor que podían: honrar los deseos de los padres de Clara, aunque eso significara un adiós en un crematorio. Pero también sabía que su padre había tenido que enterrar a muchos de sus amigos a lo largo de su vida, por lo que no iba a aceptar nunca la idea de un crematorio. Para su padre, la muerte de una persona era un momento muy especial para no ser honrado como era debido.
María seguía aferrada a su hijo. Sus ojos, hinchados por el llanto, buscaban señales de respuesta que no llegaban; no le gustaba ver a su hijo tan enajenado de la realidad: —¿Cómo te sientes, mi amor? —Preguntó con voz temblorosa—¿Necesitas algo? ¿Algo en lo que podamos ayudarte?
Abel intentó sonreír, pero su boca apenas se movió:—Estoy bien, mamá. Solo cansado — Las palabras eran vacías, pero mejores que un trágico silencio.
Carlos se paseaba de un lado a otro, perdido en sus pensamientos. Sus pasos resonaban en el suelo frío: — Policías de mierda… No deberían haber cerrado el caso tan rápido —Gruñó —Tu esposa no se suicidó, Abel. Alguien la mató. Estoy seguro de que si buscamos encontraremos algún sacerdote que se apiade de nosotros…—Su voz se quebró— Clara merece algo mejor que un crematorio…
Abel asintió con aturdimiento, incómodo de sentir que el dolor de su padre era más grande que el suyo. Pero la verdad era que en los ojos de Carlos, Clara había salvado a su hijo de vivir bajo la sombra de la trágica historia que había tenido con Ana durante su juventud, había sido el faro de luz en su nueva vida.
—Los padres de Clara insisten en el crematorio…—Dijo María, su voz era apenas un susurro—Dicen que Clara no creía en dios, que da igual quemarla o enterrarla. Pero yo…—Se detuvo, mirando a Abel con ojos llenos de dolor— Yo solo quiero que estés bien, hijo.
Carlos se acercó a la ventana, como si buscara respuestas en el paisaje urbano: —No podemos negarnos a sus deseos, María. Pero no puedo aceptar que Clara termine en un horno. Ella no eligió morir.
Abel cerró los ojos. La imagen de Sofía, con su risa contagiosa y sus trenzas despeinadas, se superponía a la de Clara con sus ojos tristes y su depresión contenida bajo llave en un manicomio ¿Qué había pasado realmente? ¿Por qué todo se había ido a la mierda de esta forma?
—Solo hagan lo que dicen los padres de Clara…— Murmuró Abel abriendo los ojos lentamente, dejando que los rostros de las personas más importantes en su vida se perdieran entre el mar de sus recuerdos — No quiero más problemas…
María, con los ojos húmedos, acarició la frente de su hijo: —No te preocupes, nos encargaremos de todo los trámites del funeral. Tú… tú solo debes concentrarte en sanar, hijo.
Carlos se acercó a la cama y puso una mano en el hombro de su hijo:—No estás solo en esto. Siempre estaremos contigo, hijo.
La habitación pareció estremecerse ante la promesa. Abel, atrapado entre el pasado y el presente, sintió que su corazón latía al ritmo de un misterio sin resolver. Y mientras sus padres luchaban por él, Abel se aferraba a la esperanza de que, algún día, las piezas encajarían y la verdad emergería de las sombras.
María tomó la mano de su hijo, sus dedos entrelazándose con ternura. Su mirada reflejaba más que palabras: preocupación, amor, y una pizca de miedo: —¿Vas a volver a vivir con nosotros?
Abel, con los ojos cansados, se esforzó por encontrar una respuesta: —No lo sé, mamá... No sé qué hacer ahora... —El aturdimiento lo envolvía, como si el mundo girara demasiado rápido—Aunque sea horrible decirlo: para mí esta muerte fue bastante peor que la de Ana, pero por algún motivo no me siento tan mal como aquel entonces. Parecería que me estoy acostumbrando a que todo se vaya a la mierda y siempre haya algo que arruine mi vida.
Carlos se inclinó hacia él. No había enojo en su voz, sólo una profunda preocupación: —No digas tonterías, hijo. Tu vida no se fue a la mierda, estás sano, no te falta dinero y tienes dos padres que te adoran. Para la mayoría de las personas, tu vida es perfecta.
María apretó la mano de su hijo con más fuerza: —Si te sientes mal en esa casa, puedes venir a vivir con nosotros. O podríamos ir juntos de viaje a Golden Valley. Ese lugar te ayudó a aceptar la muerte de Ana, ¿recuerdas?
—Golden Valley...—Murmuro Abel en voz baja; para el viudo a estas alturas le era impresionante como de alguna forma u otra ese sitio nunca podía escapar de su vida.
—O podrías ir de viaje a Italia...—Comentó Carlos, recordando que la segunda luna de miel de su hijo fue en ese país—Lo importante es que nunca te olvides que siempre serás joven para comenzar de cero de nuevo: sin importar tu edad. Cuando yo volví de la guerra, de verdad tuve que empezar de cero y sin la ayuda de nadie; recuerda que yo me casé con tu madre teniendo tu edad.
—...—Abel se quedó en silencio por un rato, debido al cansancio físico y sobre todo mental.
—Recomendaría que lo dejen descansar...—Dijo la enfermera notando el silencio de Abel y la fatiga en su rostro; la enfermera se había quedado callada para no interrumpir a la familia—Su cuerpo está muy débil y sería mejor darle unos días de rehabilitación hasta que el doctor le dé el alta médica.