Abel luchó contra el terror que lo invadía. Sus ojos se posaron en la fogata que rugía con una intensidad aterradora, el fuego se elevaba a una altura que parecía desafiar al cielo mismo. Sus piernas temblaban, sus venas se contorsionaban con fiereza, y la sensación de que esta vez se había medio en un problema colosal lo envolvía como una fría soga al cuello.
—¡Mierda! —Exclamó Abel súbitamente. No había otra palabra mejor para describir lo que le estaba ocurriendo. No había excusas que justificaran la presencia de la fogata. No existían palabras bonitas que pudieran convencer a la persona que se estaba acercando. Las consecuencias de ser atrapado eran horripilantes. Su situación era la definición exacta de lo que vulgarmente se conoce como un momento de mierda.
A solo unos metros de distancia, una histórica mansión hecha de madera pedía a gritos que la salven, amenazada por las llamas que él mismo había desencadenado. Si el suelo no estuviera húmedo por la niebla, el fuego podría consumir el patrimonio histórico en cuestión de minutos. Abel entendía perfectamente que tales detalles carecerían de importancia para el guía. Al ver el incendio, lo juzgaría sin escuchar explicación alguna y lo clasificaría como un pirómano peligroso, condenándolo a ser encarcelado o internado en un manicomio.
El temor y la preocupación se entrelazaron en su interior, formando un nudo de angustia que apretaba su pecho con fuerza. Con la mente nublada por la urgencia y el remordimiento, Abel buscó frenéticamente una solución para apagar el fuego. Sin embargo, una realización escalofriante lo invadió: incluso si lograba extinguir las llamas, las consecuencias de sus acciones serían ineludibles. El guía ya había visto el fuego y se acercaba corriendo a apagarlo, lo que implicaba que no habría forma de escapar de las repercusiones de sus acciones. La sola posibilidad de enfrentar días amargos entre rejas hizo que su estómago se revolviera, generándole una intensa sensación de náuseas. Sin embargo, consciente de que debía mantener la compostura, se obligó a controlar sus nervios y replantear su enfoque ante la situación.
Abel comprendió que ahora lo más importante no era corregir sus errores, sino escapar de las consecuencias de su propia estupidez. Viendo la silueta del guía cada vez más cerca, Abel se lanzó hacia los arbustos con desesperación. Los atravesó con torpeza, sintiendo las ramas y espinas arañando su piel mientras se abría paso hacia el claro que se extendía más allá.
No se detuvo para ver qué tan lejos estaba el guía. No había tiempo que perder. Corrió, con el aliento cortado y los músculos ardiendo, hasta alcanzar las enredaderas que bloqueaban el acceso al sótano. Apartó la vegetación con brusquedad y se lanzó hacia la trampilla. Con un tirón brusco, la oxidada compuerta se abrió de golpe, dejando escapar un chirrido siniestro que resonó en el alma del viudo. Era como si la misma mansión se resistiera a permitir la entrada a su enemigo.
Las escaleras se presentaron ante él como su única vía hacia la salvación. Abel las descendió sintiendo como su corazón se escapaba de su pecho, maldiciendo internamente lo temblorosas que estaban sus piernas. Parecía que su cuerpo lo estaba traicionando, incitándolo a caer de espaldas al frío suelo del sótano. A pesar del apuro que lo tentaba a actuar tontamente, Abel encontró la astucia para asegurarse de cerrar la trampilla con cuidado. Procuró que las enredaderas volvieran a su posición inicial, ocultando así su única esperanza de escapar de las consecuencias de su venganza.
A través de una pequeña abertura, Abel espió en busca de la figura del guía, pero los densos arbustos lo mantenían oculto a su vista. Paradójicamente, la misma niebla que lo mantenía atrapado en este pueblo ahora le había brindado ayuda, impidiendo que su perseguidor lo viera escapar entre los matorrales.
Con el cuidado de no hacer más ruido del necesario, Abel cerró la trampilla por completo y dejó que la única luz en el sótano fuera la de la vela olvidada sobre el escritorio. Aunque su escondite parecía una elección arriesgada, confiaba en que el guía no conocía la existencia de este lugar. Si el guía conociera esta ubicación, habría informado a la policía, y los agentes habrían confiscado los dibujos como evidencia para procesar al asesino. Sin embargo, los dibujos seguían en el escritorio, lo que indicaba que nadie más debía conocer este escondite aparte de Abel y el decapitado.
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La calma era efímera. Abel sabía que no podía permitirse bajar la guardia. Avanzó con cautela por el sótano, tratando de no llamar la atención del hombre que en estos momentos debía estar luchando contra el indomable poder del fuego. Cada paso resonaba en el silencio sepulcral, y el eco de sus propias pisadas lo mantenía alerta, listo para cualquier eventualidad.
Al llegar al escritorio, Abel se acercó lentamente a la vela que seguía ardiendo con una obstinación inquietante. Sabía que debía apagarla para evitar ser descubierto, pero la llama parecía desafiar sus intentos por extinguirla. Sopló con fuerza, pero el fuego apenas titubeó antes de volver a arder con renovada intensidad.
La desesperación lo invadió. Usó sus manos. Abel sintió el calor de la vela quemando sus dedos mientras la apagaba bruscamente. El silencio que siguió fue abrumador, la oscuridad lo envolvía como un manto frío y denso. Pero también encontró consuelo en ella, sabiendo que la oscuridad lo protegía de la mirada acechante del guía.
Abel se encontraba solo, rodeado por la penumbra que parecía devorar cualquier rastro de luz. El aire estaba cargado de humedad, impregnando sus pulmones con un aroma terroso y rancio que le recordaba a la tierra húmeda de una tumba recién cavada. Las sombras que habían desaparecido paradójicamente regresaban a la vida en la perturbada imaginación del viudo.
Se movió con cautela entre las cajas y los muebles cubiertos de polvo, buscando desesperadamente un lugar donde esconderse. Sus manos palparon el entorno de forma errática, guiándolo entre la oscuridad hasta encontrar un rincón donde pudiera sentirse seguro. Se preguntaba si aquel que lo perseguía habría logrado seguir su rastro hasta el sótano, si en estos momentos estaba llamando a la policía para informar sus crímenes. ¿Habría encontrado la entrada secreta? ¿Podría oír sus propios latidos acelerados? ¿Estaría a punto de gritarle que saliera y afrontará maduramente las consecuencias de sus acciones?
El sonido de sus propios latidos resonaba en sus oídos, ahogando cualquier otro sonido que pudiera provenir del exterior. A medida que su paranoia aumentaba, comenzó a escuchar susurros inquietantes que se deslizaban entre las grietas de las paredes, como voces susurrantes que le hablaban en un idioma desconocido. No podía discernir lo que decían, pero su mera presencia era suficiente para enviar escalofríos por su espalda.
Abel se acurrucó entre dos cajones, tratando de controlar la respiración agitada que amenazaba con revelar su escondite. ¿Quiénes hablaban? ¿Qué decían? ¿Qué ocurría afuera del sótano? ¿Los guías lo estaban buscando por todos lados? Las preguntas martilleaban en su mente, alimentando su miedo con cada bombeo de su corazón.
El tiempo parecía estirarse hasta alcanzar la eternidad, mientras Abel se aferraba a la oscuridad como su única salvación. Nada ocurría. Todo a su alrededor permanecía inmóvil. Negro absoluto. Poco se escuchaba. Solo murmullos. Era imposible detectar si el guía había controlado el fuego o si seguía batallando. De repente, un ruido metálico resonó en el exterior, rompiendo el silencio con una fuerza devastadora. Abel contuvo el aliento, su corazón latía con un ritmo frenético mientras intentaba discernir el origen del sonido. ¿Eran ellos acercándose a su escondite? El terror lo envolvía como una niebla espesa, nublando su juicio y haciéndolo presa de sus propios miedos más profundos.
Se acurrucó entre las cajas que lo rodeaban con desesperación, sintiendo cómo su cordura se desmoronaba ante la certeza de que estaba atrapado en un laberinto sin salida. ¿Qué le esperaba cuando lo encontraran? ¿Qué pensarían sus padres cuando descubrieran la estupidez que había hecho? ¿Cuánto tiempo lo dejarían encerrado en una comisaría rodeado de verdaderos criminales? No había escapatoria, no había salvación. Solo quedaba el terror, implacable y eterno, que lo consumía desde dentro hasta dejarlo reducido a una sombra de su antiguo ser.